27 de mayo de 2018

La espera y la esperanza


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Nos pasamos la vida esperando. Esperando algo o a alguien. Las esperas pueden ser de cosas triviales o de cosas más o menos importantes. Se nos va a diario mucho tiempo aguardando al metro o al autobús, en la cola de la caja del supermercado, que se ponga verde el semáforo, que baje o suba el ascensor… Hay lugares destinados precisamente a aguardar, como la sala de espera de la consulta del médico.
El tiempo de la espera es a menudo un tiempo perdido. Pero también podemos aprovechar estos interludios obligados para leer o escuchar música a través de auriculares conectados a un dispositivo de almacenamiento digital. Actualmente, pocos viajeros del metro van leyendo, mientras que una gran mayoría están pendientes de sus móviles. ¿Se comunican con alguien, juegan, o consultan sus correos y mensajes?
Acabo de disfrutar con la lectura de un libro titulado en la traducción española El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera, debido a la escritora y periodista alemana Andrea Köhler. Con penetrante análisis, la autora recorre pasajes de distintas obras de pensamiento y literatura para mostrar que la espera es una vivencia humana fundamental.
Fundamental, aventuro yo, porque vivimos proyectados hacia el futuro, hacia lo que todavía no es, hacia lo que está por llegar. Se nos aconseja, ya desde Horacio, que aprovechemos el presente, “Carpe diem”, pero el presente es lábil, se nos escurre entre las manos, incapaces de retenerlo. O sea, que el pasado se fue, el presente, en el mismo instante en que hablo, ya se ha ido, y el futuro aún no es.
Siendo esto así, la espera nos instala en la lentitud. Afirma el dicho castellano que “El que espera desespera”. Esto será verdad si nos consume la impaciencia o la desconfianza. Pero ¡cuántas veces la espera de algo hermoso o de alguien querido es gratificante, incluso más que la consecución de lo esperado o la llegada misma del amado! El niño que sueña con los regalos de los Reyes Magos puede que sea más feliz con esa ilusión que con los juguetes recibidos en la mañana del 6 de enero.
Esta gratificación de la espera ha desaparecido con la inmediatez que las modernas tecnologías nos proporcionan en la comunicación. El rito de esperar la carta de un amigo o de la amada, de abrir ceremoniosamente el sobre, sopesando el gozo de la lectura de lo escrito, ha sido reemplazado por la respuesta instantánea del correo electrónico.
Aprendamos a esperar. Esperar a que maduren los frutos. Hoy se aceleran los procesos de los cultivos, y apenas hay productos de temporada. Casi durante todo el año podemos adquirir legumbres, hortalizas o frutas que antes se circunscribían a una determinada estación.
Todo lo queremos ya. Aflojemos el paso. No tengamos prisa. No nos saltemos el semáforo en ámbar. Aprovechemos “el tiempo regalado”, las paradas que nos impone la vida para practicar la sosegada meditación o contemplación en las luminosas alturas del espíritu.
Los límites de la espera lindan con la esperanza. Según el filósofo francés André Comte-Sponville en La felicidad desesperadamente, la esperanza es un deseo de algo de lo que carecemos, es un deseo del que ignoramos si será o no satisfecho, y es un deseo cuya satisfacción no depende de nosotros. También en la espera aguardamos algo que aún no tenemos y algo que no está en nuestra mano conseguir. Pero, a diferencia del que abriga esperanza, el que aguarda sabe que obtendrá, de un modo o de otro, el objeto de su espera. Sabemos que el tren que esperamos llegará, que disfrutaremos de las vacaciones tan esperadas, que se nos comunicará el resultado de los análisis clínicos, aunque este no sea favorable.
La esperanza tiene mucho que ver con el anhelo profundo de felicidad. Una felicidad que nunca se ve colmada en esta vida. Las religiones prometen al creyente que, cumplidas ciertas exigencias de fe y morales, será eternamente feliz después de la muerte. En la esperanza religiosa no vale el aserto “Mientras hay vida hay esperanza”. La felicidad en la que el creyente espera tendrá su cumplimiento cuando la vida terrenal se acabe.
Sin negar valor a la esperanza que mueve a quienes creen, creemos, en un Dios que ama a los hombres y desea que sean felices, yo pienso que existen otras esperanzas que pueden hacer nuestra existencia en este mundo más feliz. Esperanzas que se relacionan con la ilusión y con la utopía que nos impulsan a esforzarnos por hacer un mundo más justo y más solidario, en el que no haya semejantes que pasen hambre y sed, y en el que unos a otros nos enjuguemos las lágrimas de los ojos.

20 de mayo de 2018

El mundo del teatro


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El mundo del teatro tiene su propio espacio. El espectador, aunque ocupe la primera fila del patio de butacas, siempre está separado del escenario, donde actúan los actores y donde se desarrolla la acción. El teatro está sujeto a sus propias reglas, que no son las mismas que rigen en la vida real. Pero, dentro de ese espacio propio y sin transgredir esas reglas propias, el teatro debe conectar con el espectador. Si esta conexión no se produce, el arte escénico fracasa. El caso extremo de fracaso se daría en una obra teatral sin público.
Hace unos días, Germán Ubillos Orsolich, autor teatral, novelista y articulista de brillante y reconocida trayectoria, nos invitó a mi mujer y a mí a presenciar, en la Sala Manuel de Falla de la sede en Madrid de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), el drama Rey o Bufón, acertado título de la versión española de Escorial, obra del dramaturgo y poeta belga Michel de Ghelderode (1898-1962).
La adaptación del drama de Ghelderode en esta representación ha corrido a cargo del gran director, actor y autor teatral Ángel Borge, a quien yo había visto dirigir e interpretar obras de Ubillos, como Evelynne y John y El reinado de los lobos. En esta ocasión, Germán actuó solo como presentador, con unas breves y certeras palabras de introducción.
Era la primera vez que en la sala de la SGAE se representaba una obra de teatro. Después, consultando la hemeroteca, he descubierto que este drama se había programado el 2 de marzo de 2012 en el Teatro Juan Bravo de Segovia, en versión y dirección de Eva del Palacio, de la Compañía Morboria, con el título de El Rey y el Bufón.
En la Sala Manuel de Falla, la puesta en escena era de una impactante sobriedad: en el centro del escenario, el sillón del trono del Rey, y sobre un pedestal a la izquierda del espectador, una corona dorada. Solo tres personajes llevan el peso de la acción: al Rey y al Bufón se añade el Monje. Cabría hablar de un cuarto personaje, que en esta versión no aparece: la Reina, de la que el Monje anuncia que está agonizando.
El núcleo del argumento reside en la confrontación del Rey, despótico, de humor cambiante, lleno de contradicciones, dudas y miedos, y el Bufón, maléfico, inteligente y artero. Deducimos por alusiones que ambos personajes se disputan el amor de la Reina.
He sostenido al comienzo de este artículo la exigencia de que el teatro conecte con el espectador para que la acción dramática adquiera vida. Pues bien, desde el comienzo de Rey o Bufón, los ladridos de unos perros que no vemos y la orden del Rey enloquecido de que dejen de ladrar, mandando al Bufón que, si es preciso, los mate, nos introducen en una atmósfera agobiante y angustiosa, típica de los dramas de Ghelderode.
Al monólogo inicial del Rey, genialmente interpretado por Ángel Borge, sigue el diálogo con el Bufón, cuyo papel encarna con acierto Antonio Martínez. El clímax se produce cuando el Rey propone al Bufón intercambiar sus papeles y le ciñe la corona real. El Bufón se mete tan de lleno en su nuevo rol que se niega a devolver al Rey la corona.
Como ocurre con toda la obra dramática de Ghelderode, Rey o Bufón está llena de sugerencias susceptibles de múltiples interpretaciones. A mí me venía a la mente la tantas veces citada frase del historiador y político inglés lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. El Rey manda al Bufón con desmedida autoridad que le haga reír. Y el simple hecho de ceñir una corona pervierte al Bufón y le incita a arrogarse un poder del que carecía. Por asociación de ideas pienso en el turbador monólogo de Concha Velasco en Reina Juana. ¿Es el amor no correspondido a Felipe el Hermoso lo que vuelve loca a la hija de los Reyes Católicos, o es “la voluntad de poder”, de acuerdo con la expresión que acuñara el filósofo alemán Nietzsche?
Un giro inesperado lleva a los dos personajes a despojarse de sus respectivos papeles y reconocerse como… sencillamente seres humanos.
La estricta formación católica de Ghelderode le llevó a renegar de su fe, pero no de su creencia en el diablo. Como él mismo declararía: “La existencia del diablo es verdadera, basta con observar alrededor de uno. Dios se manifiesta raramente”. El Monje de Rey o Bufón representa para el dramaturgo belga la figura de la religión opresora, que entraña la muerte.
Así, el mundo del teatro en la farsa de Ghelderode cobra vida, vida real, y se transforma en tragedia de resonancias shakespearianas con la irrupción irremediable de la muerte.

13 de mayo de 2018

La vida interior


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Si ya es difícil definir la vida humana, aún resulta más complicado determinar en qué consista la vida interior.
¿Que por qué me interesa indagar en semejante forma de vida, sobre la que se insistía, y a lo mejor se sigue insistiendo, en monasterios, conventos y órdenes religiosas?
Los eremitas que se retiraban a la soledad del desierto, los hombres y las mujeres que abrazaban el monacato, quienes ingresaban en algún noviciado o seminario…, buscaban el silencio y el recogimiento para entregarse a la meditación y la oración, para vivir, como se les exhortaba, “en presencia de Dios”.
Escribo estas acciones en pasado, aunque sé que, salvo en el caso de los eremitas, continúa habiendo personas que escuchan la llamada de Dios y se meten monjas o monjes, religiosas o religiosos, y sacerdotes –en la Iglesia católica no hay sacerdotisas–… Pero, como lamentan los responsables de estas instituciones, cada vez hay menos vocaciones a cualquiera de tales maneras de existencia consagrada a Dios.
Así que la vida interior que se cultivaba en cenobios, monasterios, conventos, seminarios y demás centros religiosos es casi una reliquia de tiempos pasados. En la actualidad, a quienes vivimos en el siglo –de ahí viene la palabra ‘seglar’–, a los laicos de toda condición, nos suena a chino la vida interior. Estamos volcados al exterior, inmersos en el mundo que nos rodea, sometidos a un bombardeo de noticias sobre lo que sucede en cualquier punto del orbe, que la mayor parte de las veces es triste y luctuoso.
Los periodistas y los escritores que solemos publicar en las páginas de la prensa denominadas “de opinión” nos ocupamos casi exclusivamente de comentar hechos y sucesos de la vida política, social, económica…, o sea de la vida exterior. Raro es encontrar algún artículo en el que el autor hable de su vida interior, o de la vida interior de otras personas.
Me saldrá al paso el lector llamándome la atención sobre la circunstancia de que aún no he dicho a qué me refiero con la expresión “vida interior”. Ya me he curado en salud advirtiendo que resulta arduo esbozar siquiera qué sea semejante vida. No obstante, apuntaré algunas notas sobre la misma, sin ningún ánimo de zanjar la cuestión.
En el flujo de consciencia que circula por nuestra mente se suceden recuerdos de lo vivido, pensamientos e ideas, sentimientos y emociones, suscitados por cualquier causa o experiencia. Sobre este monólogo interior, la mayor parte del tiempo no ejercemos ningún tipo de control, esa circulación va por libre, configurando nuestro carácter, nuestro humor, nuestra manera de ser y de comportarnos.
Las técnicas de meditación y contemplación tratan de hacernos conscientes de ese mundo del subconsciente, y nos invitan a procurar que pensamientos y sentimientos sean positivos, o sea, que transmutemos la tristeza en alegría, el pesimismo en optimismo, la ira en sosiego, el odio en amor, la venganza en perdón… Ideas y emociones son capaces de curarnos de muchos males y de muchas dolencias. La fuerza mental nos hace dueños de nuestras acciones.
Tomo de la filosofía escolástica y del empirismo una máxima que en latín reza así: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, que en román paladino puede traducirse como “Nada hay en el intelecto que antes no estuviere en los sentidos”. Quiere ello decir que no existen ideas innatas, que todo cuanto bulle en nuestro interior tiene su origen en lo que percibimos a través de los sentidos. De ahí que sea importante buscar entornos naturales que alimenten sensaciones luminosas y placenteras. Pasear por el campo, por el monte, con un arroyo que corre a la vera del camino, entre esbeltos pinos, con el límpido cielo sobre nuestras cabezas, nos libera de las telarañas que los paisajes urbanos, contaminados y ruidosos, tejen en nuestros ojos y en nuestra mente.
Un estrato superior a los sentidos y a la mente es el espíritu. En el lenguaje de la religión esta distinción tendría su correlato en la ascética y la mística. El asceta se ejercita en la mortificación, en el dominio de las pasiones, para alcanzar bienes del alma. El místico llega a un estado de unión íntima y amorosa con la divinidad, como quiera que esta se entienda.
Tanto ascetas como místicos buscan el silencio, externo e interno. En el silencio nacen los grandes descubrimientos, las grandes creaciones del espíritu.
Y la espera en la que, de una manera o de otra, siempre estamos instalados se transforma en esperanza.
Pero a la espera y la esperanza dedicaré otro artículo.


6 de mayo de 2018

Paisaje desde el tren


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Tenía por delante más de cuatro horas de viaje en un tren Alvia que me llevaría a Santander desde Madrid. ¿En qué ocupar ese tiempo de obligado confinamiento?
Mi vista poco aguda y lo pequeño de las pantallas de televisión que hay en el techo del vagón me impiden, aunque me apeteciera, que la mayor parte de las veces no es el caso, ver la película que emiten.
Suelo llevar conmigo un pequeño libro y puedo aprovechar la oportunidad para entregarme a la lectura. Si viajo con mi mujer, gran viajera, no nos falta conversación. Conversación que, si voy solo, trato de entablar con mi compañero o compañera de asiento, que no siempre se prestan a la comunicación. Una mujer joven con la que coincidí en un reciente viaje a Barcelona se excusó diciéndome que tenía que preparar un informe para una reunión de trabajo. Cada vez hay más viajeros que abren el portátil para trabajar –o tal vez jugar– con él.
A mí, poco dado a viajar, siempre me ha gustado contemplar el paisaje a través de la ventanilla. A esta contemplación me entregué en el viaje a Santander al que me refiero.
Después de las pasadas e intensas lluvias, los campos de Castilla están verdes, compitiendo casi en verdor con las praderas y montañas cántabras. El verde es un color sedante, sosiega la vista y el alma. Tierras de pinares, los pinos de ancha copa de Valladolid, tan diferentes de los pinos silvestres o albares que predominan en la sierra de Guadarrama, así en El Espinar. Plantaciones jóvenes de chopos, en hileras muy apretadas. He preguntado y me han informado de que su finalidad es el aprovechamiento maderero. Como antes se aprovechaban los eucaliptos, tan dañinos al suelo, para la fabricación de pasta de papel.
La velocidad, que es alta cuando el tren circula por vías del AVE, disminuye notablemente al recorrer la montuosa Cantabria, permitiendo una visión más reposada. Los dilatados horizontes de la Meseta dejan lugar a la cercana caricia de la hierba, de los árboles, los arbustos y las matas.
Pero este idilio con la hermosa naturaleza, más o menos transformada por la mano del hombre, desaparece en las proximidades de las poblaciones por las que pasamos. Los aledaños de las ciudades, y en mayor medida cuanto más grandes son, están plagados de feas construcciones, muchas de ellas abandonadas y en ruinas, sucias fábricas y naves industriales sin actividad… Por el suelo, restos y desechos de las transformaciones que ha experimentado el ferrocarril, antiguas traviesas, viejos vagones, palés y grava amontonados.
Los mismos edificios habitados de los suburbios, muy cerca de los cuales pasa el tren, son anodinos, carentes de toda gracia; su arquitectura adolece de una total falta de arte, ya sea antiguo o moderno.
Para acabar de afear el entorno, tapias, vallas, paredes y muros aparecen cubiertos de desafortunados grafitis. Aunque esta a juicio de algunos muestra artística de nuestro tiempo no es exclusiva de tales alrededores urbanos degradados, sino que también puede encontrarse en barrios céntricos, donde los grafiteros, incansables depredadores de cualquier espacio vacío, no perdonan escaparates, lunas, cierres, persianas, puertas, columnas y pilares. Se repiten en los grafitis rotulaciones sin significado y monótonas manchas de color.
Ya el arte abstracto nos había acostumbrado a la ausencia de figuración. Pero hay, o puede haber, en la abstracción artística, una plasmación de luces y formas impactantes, sugerentes, composiciones geométricas y cromáticas llenas de movimiento y visualidad. Todo lo cual, a mi indocumentado juicio, está ausente en los sucios grafitis.
Sé que me he quedado antiguo. Y que disfruto con indecible deleite al contemplar pinturas figurativas no modernas, como hace unas semanas en la visita al Museo Sorolla en Madrid. Salí renovado por playas luminosas con figuras aladas de niños, de mujeres y hasta de un caballo, junto a retratos magistrales de nobles personajes. Enriquecían la exposición permanente interesantes muestras de la moda de trajes y aditamentos que estaba vigente en la época del gran pintor valenciano.
Pero me he ido del tren y del paisaje que me fue dado observar desde la ventanilla. Comento con mi mujer qué gran labor de limpieza y embellecimiento sería “barrer” de las afueras suburbanas tantas edificaciones sin utilidad ni prestancia alguna.
Sería también una forma de dar trabajo a cuadrillas de obreros y transportistas. Pero ¿adónde llevar los restos de esta demolición y qué hacer con ellos?
Embellecer un paisaje puede significar levantar en otro lugar montones de residuos muy difíciles o imposibles de reciclar.

29 de abril de 2018

El lazo amarillo


Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

El esperpento en el que, desde hace meses, si no años, se ha convertido el proceso separatista catalán halla quizá su más genuina expresión en el lazo amarillo que los independentistas han elegido como símbolo de una de sus más insistentes reivindicaciones.
¿Y en qué consiste esta reclamación? De los partidarios de la secesión de Cataluña se esperaría que su exigencia se centrara en demandar una República catalana independiente. Pero de tal independencia ya no hablan, al menos no abiertamente. Lo que exigen con los lazos amarillos, en sus solapas, o en los escaños vacíos del Parlamento catalán, o desplegados en lugares públicos y hasta en las fachadas de edificios institucionales, es la libertad de los “presos políticos”, encarcelados, según ellos, a causa de sus ideas por el represor y antidemocrático Estado español.
A unos defensores inteligentes de la secesión de Cataluña cabría pedirles una exposición clara y razonada de las ventajas que una República catalana independiente reportaría a los ciudadanos de la hoy por hoy Comunidad Autónoma. Pero a este terreno de la razón no llevan los independentistas el debate, que saben perdido en pura lógica por la contundencia de los hechos.
Ah, mas hay que mantener viva la llama del secesionismo, y entonces recurren a la guerra, de momento incruenta, aunque nada pacífica, de los símbolos.
Así, cuando el 16 de octubre de 2017 fueron enviados a prisión preventiva Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, presidentes respectivamente de la Asamblea Nacional Catalana y de Òmnium Cultural, estas organizaciones pidieron a sus miembros y demás simpatizantes de la causa independentista utilizar lazos amarillos para reivindicar la liberación de los “presos políticos” catalanes, que no son tales, sino políticos presos por presuntos delitos de rebelión, sedición y malversación.
El lazo amarillo se usa con alcance internacional en apoyo a los enfermos de endometriosis. Pero, como estamos en una comedia bufa, ¿saben los portadores de los lazos amarillos y los que llevan camisetas del mismo color que en el mundo del teatro el amarillo es gafe? Lo cual tiene su origen en el hecho de que Molière falleció en escena el año 1673 representando El enfermo imaginario con una vestimenta amarilla.
¡Si es que la declaración de la República catalana está gafada! No tanto por la timorata y alicorta aplicación del Artículo 155 de la Constitución, cuanto por los errores y la división de los secesionistas, empeñados en proponer candidatos inviables a la presidencia de la Generalidad, por estar inmersos en causas judiciales, acusados de promover un golpe de Estado, violando la Constitución Española en vigor.
El color amarillo ha variado de significado simbólico a lo largo de los siglos y según los distintos ámbitos geográficos y civilizaciones.
En sí mismo es un color primario, que no resulta de la mezcla de otros colores. En mi profesión de editor, he trabajado con la cuatricromía, a saber la impresión en cuatro colores, el amarillo –allo en la abreviatura de las artes gráficas–, el magenta, el azul o cian y el negro o gris, con los cuales se obtiene toda la gama cromática de cualquier grabado o reproducción.
Para unos países y culturas, el color amarillo, con el que suele representarse el Sol, tiene una connotación positiva y luminosa, mientras que en otras civilizaciones, y según épocas históricas, se ha utilizado para señalar a las prostitutas, o a los herejes y apóstatas por la Inquisición.
Se cuenta que en la antigua Roma se recomendaba a las mujeres respetables que no usaran pelucas rubias, ya que estas estaban reservadas para las prostitutas y mujeres de mala reputación.
A Judas se le representa en cuadros religiosos, como en las pinturas del Giotto sobre la “Pasión de Cristo” de principios del siglo IV, vestido con una túnica amarilla, símbolo de su traición. Me temo que los gobernantes independentistas catalanes, traidores al juramento de respetar la Constitución que hicieron al tomar posesión de sus cargos, desconocen este significado del color amarillo.
Como también puede que ignoren que el amarillo, color de la flor del narciso, recuerda al personaje mitológico de este nombre, que se enamoró de sí mismo al contemplar su imagen reflejada en una fuente. Dejen los independentistas catalanes de mirarse en el espejo de su narcisismo y atrévanse a mirar de frente la realidad.
La realidad del trigo amarillo que nos habla de la importancia y la hermosura del trabajo en común. Y la realidad del sol que ilumina y calienta a todos por igual, secesionistas y constitucionalistas. A los que la luz une no los separemos con oscuros señuelos y falsas promesas.

22 de abril de 2018

Si las mujeres mandasen


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Desde la Antigüedad de la que tenemos noticia, las mujeres han estado excluidas del poder público, con excepciones que han ido aumentando en el transcurso de la historia. Pero siempre el predominio del hombre en este campo ha sido, o bien total, o muy preponderante, por más que en tiempos actuales se den avances en la consecución de una igualdad entre los sexos en lo que respecta al acceso de la mujer al poder, igualdad que puede aún tardar décadas en lograrse.
Con el título de Mujeres y poder, la especialista británica en Cultura Clásica Mary Beard ha publicado este año dos conferencias: “La voz pública de las mujeres”, que pronunció en el Museo Británico en 2014, y “Mujeres en el ejercicio del poder”, dictada en 2017. Recomiendo vivamente la lectura de estas poco más de cien páginas, en las que la catedrática del Newnham College de Cambridge ofrece una visión esclarecedora de las relaciones de las mujeres con el poder.
Llevaba yo varios meses dándole vueltas a un aspecto de esta presencia, o mejor dicho ausencia, de la mujer en las estructuras del poder, a saber, el papel femenino ante la guerra, o lo que es lo mismo, ante la paz. Y me venía a la memoria una canción que hace años gozó de cierta popularidad y que se escucha en la zarzuela Gigantes y cabezudos, estrenada el 29 de noviembre de 1898 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con música del maestro Manuel Fernández Caballero y libreto de Miguel Echegaray y Eizaguirre. La letra de la canción dice así: “Si las mujeres mandasen, en vez de mandar los hombres, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”.
Avalando esta visión de la mujer como autora de paz, el también profesor de Clásicas Bernardo Souvirón, en su libro Hijos de Homero, apunta dos rasgos que caracterizan la civilización minoica, desarrollada en la isla de Creta alrededor del año 1500 a.C.: “Ausencia de todo lo relacionado con la guerra, especialmente murallas y armas. Presencia claramente significativa de la mujer frente a una presencia masculina que, en todo caso, no se identifica con el prototipo del guerrero”. O sea, una civilización pacífica, debida principalmente a la prevalencia de la mujer.
Y si este mundo en paz tuvo, según Souvirón, una plasmación histórica en la isla de Creta, Mary Beard trae a colación en el citado libro una obra de ficción, la conocida comedia de Aristófanes Lisístrata, que data de finales del siglo V a.C. Su argumento puede resumirse como una huelga de sexo emprendida por las mujeres, encabezadas por Lisístrata, para obligar a sus maridos a poner fin a la interminable guerra de Atenas contra Esparta, negándose a mantener relaciones sexuales con ellos hasta lograr su propósito. Aunque a juicio de Mary Beard, la lectura de esta obra no es tan positiva como a primera vista parece, a mí me sirve para corroborar el poder pacifista de la mujer, capaz de acabar con las guerras.
Así que sería verdad, en la realidad y en la invención literaria, que cuando mandan las mujeres, o cuando su papel en la sociedad es influyente, reina la paz.
¿Habría sido el mundo mejor si hubieran gobernado las mujeres? Nunca lo sabremos. Pero resulta fácil poner ejemplos, tanto en tiempos pasados como presentes, de mujeres poderosas que no han sido precisamente modelos como promotoras de la paz. Invito al lector a repasar las biografías de algunas de estas figuras.
Las esposas de algunos de los más sanguinarios emperadores romanos fueron en la sombra partícipes de las crueldades de sus maridos. A la reina Isabel la Católica no le tembló la mano al firmar el decreto de expulsión de los judíos, ni puede sostenerse que la conquista de Granada fuera una toma pacífica. En el mundo de hombres que fue el comunismo, con tiranos responsables de los más execrables crímenes contra la humanidad, cuando aparece una dirigente política, Jiang Qing, la cuarta esposa de Mao Tse-tung, emula en crímenes y represiones a su cruel esposo. Winnie Mandela, recientemente fallecida, será recordada por su meritoria lucha contra el apartheid, pero también por ejercer una implacable violencia contra sus oponentes. Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, primera mujer que desempeñó este cargo, reprimió con dureza los conflictos sociales e intervino más que enérgicamente en la guerra de las Malvinas.
A pesar de estos ejemplos, es incuestionable el papel de los hombres como culpables de las guerras que han asolado la historia toda de la humanidad. Pero quiero llamar la atención sobre un secreto efecto pernicioso de considerar que las mujeres, al llegar al poder, van a traer la paz. Es una insidiosa injusticia poner a la mujer, para que sea digna de ejercer el poder, un listón que no se pone al hombre. Dar por sentado que, si las mujeres mandasen, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones, no solo queda desmentido por la existencia de mujeres gobernantes poco o nada pacifistas, sino que además está implícitamente exigiendo a la mujer para gobernar una actuación pacificadora que no se les exige a los hombres.

15 de abril de 2018

Presentaciones de libros


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Hay ritos que, una vez inventados y demostrado su valor, adquieren carta de ciudadanía y se mantienen impertérritos en el tiempo. Uno de estos actos –hoy el personal adicto a las modas del lenguaje diría ‘eventos’, qué insistencia– es la presentación de libros. Rara es la semana en la que, al menos en Madrid, no me inviten a dos o tres de estas ceremonias. Que a menudo coinciden en el mismo día, con lo que me veo obligado a elegir en función del grado de amistad o de compromiso con el autor, o de mi propia apetencia.
Yo mismo he sido frecuente protagonista de tales puestas de largo de libros recién publicados, unas veces como autor y otras como presentador.
Los autores suelen, solemos, buscar a alguien con renombre y gancho para que oficie de introductor, lo cual puede entrañar el riesgo de que te robe protagonismo. Recuerdo que, al presentar hace algunos años mi libro Tiempo de respuestas: Sobre el sentido de la vida, confié el papel de presentador a mi admirado amigo profesor de Lenguas y Cultura Clásicas Bernardo Souvirón. Nunca se me ocurriera tal cosa. Ante la brillante exposición de Bernardo, que mantuvo en vilo al público que llenaba el salón del Centro Segoviano de Madrid, yo me fui apagando sin remedio. De todos modos, es esta una de mis obras publicadas que mejor se ha vendido. ¿Influyó en este éxito el padrinazgo de Bernardo Souvirón?
Importa, claro, llenar el aforo. Por ello, yo suelo elegir, y recomendar a mis amigos escritores que busquen, una sala no muy grande. El efecto de un recinto pequeño abarrotado es mucho mejor que el de un local amplio semivacío.
Forma parte inseparable de la ceremonia de presentación en sociedad de un libro la firma de ejemplares. Nos contaba mi colega Juan Andrés Saiz Garrido, en la tertulia de abril de “El libro del mes” celebrada en homenaje a Forges, cómo el genial humorista gráfico personalizaba las dedicatorias de sus libros, acompañándolas incluso con dibujos. Otros no tenemos ese ingenio y nos limitamos al consabido “Para Pili, con afecto”, o “con todo cariño”, según los casos.
Guardan algún parentesco con las presentaciones de libros las tertulias literarias, como la citada “El libro del mes” que mantenemos desde el año 2005 un grupo de amigos en El Espinar. De hecho, en algunas ocasiones se han presentado en ella libros con asistencia de sus autores. Pero no es esta la finalidad de tales reuniones, en las que previamente se propone la lectura de una obra para comentarla después en la tertulia, con o sin la presencia de su autor, y sin que necesariamente el libro sea de reciente publicación. Me hacen llegar autores, amigos, conocidos o desconocidos, sus obras para “presentarlas” en nuestra tertulia. Tengo sobre la mesa de la sala un montón de libros, que voy leyendo como puedo y que a menudo no tienen cabida en “El libro del mes” por una razón o por otra. Y porque no soy yo el único que decide de qué obra vamos a ocuparnos en nuestra tertulia.
¿Leer o hablar? He asistido a intervenciones penosas de presentadores o autores que, por no llevar escrito lo que iban a decir, y confiar en su capacidad de improvisación, no acertaron a hilvanar un discurso medianamente fluido. Mi experiencia aconseja la lectura, intercalando comunicaciones habladas.
También da buenos resultados el diálogo entre presentador y autor, con preguntas y respuestas, en las que pueden participar los asistentes. Recientemente, en la sede de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, en la calle Leganitos de Madrid, Enrique Gracia Trinidad y su mujer Soledad Serrano actuaron de presentadores de un ensayo de Emilio Porta titulado Contrapensamientos. Enrique y Soledad nos deleitaron con un coloquio lleno de gracia, humor y poesía, del que no desmereció el diserto autor de la obra.
A mí la suerte me sonríe estos días. Tengo la fortuna de presentar en librerías de varias ciudades españolas –pronto se hará en Segovia– el último libro de Angelina Lamelas, escritora santanderina reconocida como una de las más prestigiosas narradoras, articulistas y poetas en lengua española. El libro se titula Aquel niño austriaco y está dirigido a niños a partir de los 9 años. El relato se basa en un hecho real: la acogida de 3.500 niños austriacos por familias españolas en los años 1949 y 1950, organizada por Cáritas y Acción Católica. El protagonista de la historia, Hans, es recibido en Santander por una familia que cuenta con cinco hijos, tres chicas y dos chicos, entre 13 y 7 años, que pronto se harán amigos inseparables del austriaco. Un delicioso, divertido y apasionante cuento de literatura infantil, que leemos con igual interés y emoción los mayores.
Con una autora como Angelina Lamelas, que narra de mano maestra la vida propia y ajena, la realidad y la ficción, da gusto presentar un libro.