25 de agosto de 2019

El buen humor


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Observo este mes de agosto que la gente con la que coincido en la calle, en el autobús, en la playa, o en cualquier otro lugar público, está de buen humor, con la sonrisa a flor de piel. Si tropiezas con alguien en cualquier apretura y le pides perdón, o él te lo pide a ti, lo hacemos sonriendo. Este buen humor no desaparece, aunque las huelgas sometan a los viajeros a largas esperas e incómodos cambios de trenes o aviones. Y los que soportan las altas temperaturas de este verano, que no es mi caso aquí en Santander, lo llevan sin perder la alegría.
El domingo pasado llovió en Cantabria. Fue el segundo día de lluvia en lo que llevamos de agosto. Mi hija y mi yerno con mis nietos, mellizos de 7 años recién cumplidos, me anunciaron el día antes que venían a vernos y a visitar el Museo Marítimo.
–Anuncian que mañana va a llover –les previne.
–Por eso el plan de visitar el Museo Marítimo.
–Pues sí, buena idea.
Pero otros centenares de familias tuvieron la misma “buena idea” y la cola para entrar al Museo obligaba a esperas de más de hora y media bajo la lluvia. Pues, a pesar de todo, no vi un mal gesto de nadie. Y pudimos admirar los peces vivos del acuario, rememorar la vida de los antiguos pescadores, recorrer la historia de la navegación desde los barcos de vela hasta los de vapor en preciosas maquetas que me recordaron mi adolescencia, cuando yo armaba barquitos de madera con las piezas que podías adquirir en los fascículos semanales y otras colecciones. Mis nietos y otros muchos niños disfrutaron de lo lindo. Y yo con ellos.
Claro que una de las cosas que me produce buen humor es ver a mis nietos, asistir a su crecimiento en edad y saberes, jugar con ellos.
Me dirán que estar de buen humor en vacaciones no tiene mérito. A ver si esa “Propensión más o menos duradera a mostrarse alegre y complaciente”, como define el buen humor el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), dura cuando los que trabajan tengan que reincorporarse al trabajo.
El trabajo es una de las piedras de toque del buen humor. Esta alegría y ánimo complaciente, con los normales altibajos de cualquier etapa de la vida, se mantendrán si amamos aquello en lo que trabajamos y disfrutamos con ello. Aunque, tal como está el panorama laboral, con un paro estructural en España que no desciende a pesar de que se crean puestos de trabajo, cualquier empleo es bienvenido, aunque no sea el ideal al que el parado aspiraría.
Así, en mi lista de cosas que me causan buen humor, tendría que consignar la satisfacción que he encontrado en mi profesión de editor, y más aún en mi oficio de escritor. Ocupaciones ambas que puedo seguir ejerciendo después de jubilarme.
El DRAE continúa incluyendo entre las acepciones de humor, aunque en sexto lugar, la de “Cada uno de los líquidos de un organismo vivo”, y ello en justa fidelidad a la etimología de la palabra, que proviene del latín humor, humoris, líquido. Pero reconociendo en la primera acepción que el uso del término humor hace sobre todo referencia a “Genio, índole, condición, especialmente si se manifiesta exteriormente”. Yo, como impenitente corrector, cambiaría el vocablo “especialmente” por “en especial” para evitar la repetición de dos adverbios acabados en “-mente”, lo que no afectaría al acertado sentido de la definición.
Los humores eran, para los filósofos y físicos, o sea médicos, de la antigüedad griega y latina, las sustancias de las que dependía la disposición de los seres vivos y que afectaban a su salud. El filósofo griego Teofrasto (372 a.C. – 288 a. C.) fue uno de los primeros en formular la teoría de los cuatro humores: la sangre, la flema, la bilis y la bilis negra. Según esta teoría, los individuos con mucha sangre eran sociables; aquellos con mucha flema serían calmados; aquellos en los que predominaba la bilis, coléricos, y si tenían mayor abundancia de bilis negra, melancólicos. Hoy el papel que se atribuía a esos cuatro humores lo desempeñan en parte las hormonas segregadas principalmente por la hipófisis o glándula pineal que regulan el equilibrio del organismo. Una hormona de gran importancia para el buen humor es la endorfina, que es conocida como molécula de la felicidad, ya que crea una sensación de bienestar y placer. El contacto con la naturaleza, con las plantas, con la luz del sol, que se fomenta más en vacaciones, puede ser también una de las causas que estimulan la secreción de endorfinas.
El placer que experimentamos nos lleva a complacer a los demás. Nos olvidamos de las noticias que hablan de emigrantes hacinados en barcos que ningún puerto europeo quiere recibir, de los rifirrafes e insultos entre los políticos, de los incendios que devastan nuestros bosques, de las mujeres maltratadas o asesinadas por sus parejas, de los malos datos económicos que parecen anunciar una nueva recesión…
¿Ojos que no ven, u oídos que no oyen, corazón que no siente? Puede ser. Pero ese almacenamiento de buen humor nos hará afrontar el mal tiempo con buena cara.

18 de agosto de 2019

La dieta alimenticia y el cambio climático


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Ni la ONU ni nadie es quien para prohibirnos comer carne. Aunque, en realidad, tampoco lo ha hecho el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, sigla en inglés para el Intergovernmental Panel on Climate Change, que a los españoles nos suena como el IPC, o sea el Índice de Precios al Consumo) de la ONU en su informe publicado el pasado 8 de agosto, con recomendaciones sobre el uso del suelo. Lo que sí aconsejan los científicos del IPCC en el capítulo sobre los hábitos de consumo es alimentarnos con más legumbres, verduras y frutos secos, y menos carne.
Pero, sea por la escasez de noticias típica de estas fechas estivales, sobre todo ahora que el presidente del Gobierno en funciones está de merecidas vacaciones en Doñana, sea por el afán sensacionalista de los medios de comunicación, sea por la razón que fuere, numerosos titulares de la prensa, radio y televisión, así como no menos numerosos articulistas y comentaristas, destacaban que “La ONU se ha vuelto vegetariana”, o incluso vegana, o “La ONU pone a dieta sin carne a la población mundial para combatir el cambio climático”.
Tan extendida ha sido esta reacción mediática que, en una entrevista, publicada en ABC, a Marta G. Rivera Ferre, investigadora española que ha participado en la elaboración del informe del IPCC, se le preguntaba: “–Entonces ¿no se dice que se deje de consumir carne? –No, y cada uno es libre de tomar la decisión que quiera. La carne nos provee de un perfil nutricional que no tienen los vegetales. Pero necesitamos consumir menos carne”.
Y, en este contexto, Marta Rivera propone “desarrollar políticas para recuperar nuestra dieta mediterránea”.
La mayor parte de las recomendaciones del informe del IPCC deben de estar dirigidas a los gobiernos, pues ya me dirán estos expertos qué podemos hacer los individuos particulares para reducir el uso de tierra dedicada a cultivos y ganadería, para aplicar mejoras técnicas a la gestión del suelo y para aumentar la masa forestal. Sí podemos contribuir a reducir el desperdicio alimentario. Según el IPCC, entre un 25 % y un 30 % de los alimentos producidos se pierde o acaba en la basura. Este desperdicio es responsable, siempre según la estimación del IPCC, de entre el 8 % y el 10 % de las emisiones de efecto invernadero.
Responsabilizar del cambio climático, entre otros factores, a los usos alimenticios es entrar en un terreno que se presta a la polémica. Las previsiones de las catástrofes causadas por el cambio climático a menudo no se han cumplido. ¿Quién nos asegura que las predicciones de los expertos del IPCC se cumplirán, tanto las positivas como las negativas?
Por otro lado, destinar más suelo a producción de vegetales y legumbres, ¿ahorrará consumo de agua? La copresidenta del Grupo de trabajo II del IPCC Debra Roberts afirma que “algunas opciones dietéticas requieren más tierra y agua, y causan más emisiones de gases que atrapan el calor, que otras”. Al llevar una dieta basada en vegetales, se podrían liberar “millones de kilómetros cuadrados” que hoy están destinados a la ganadería intensiva y así evitar emitir para el año 2050 entre 0,7 y 0,8 gigatoneladas de CO2.
Miguel del Pino, biólogo y catedrático de Ciencias Naturales, en un artículo titulado “La ONU quiere hacernos vegetarianos”, se pregunta: “¿habrán calibrado (los expertos de la ONU) las consecuencias que podría tener el seguimiento de estas pautas? De entrada irá derecho a la ruina el carnicero, después el ganadero y la ganadería, a continuación habrá que producir más biomasa vegetal, por lo que será necesario deforestar monte o asolar dehesas para convertirlas en tierras de nuevos cultivos, pero habrá que regarlos y para ello será necesario convertir secanos en regadíos, de manera que, en nuestro país ¡horror!, habrá que replantearse el viejo tema del Plan Hidrológico”.
Soy un defensor apasionado del bosque. Los bosques absorben los gases de efecto invernadero, mientras que la desertificación y la deforestación tienen entre otras consecuencias la de aumentar el calentamiento global. Pero del bosque no se come y habrá que destinar suelo a pastos para el ganado y a cultivos de gramíneas y legumbres, dos familias ricas en proteínas vegetales.
Los científicos del IPCC no han tenido en cuenta en su informe las ventajas que una dieta vegetariana tiene para una alimentación sana. Están obsesionados con los efectos del cambio climático, como he dicho no compartidos por todos los científicos, y olvidan las preocupaciones y los gustos de los individuos respecto a la dieta alimenticia. Según no pocos autores, los alimentos de origen animal, como la carne, el pescado, la leche y los huevos, contienen más cantidad y mejor calidad de proteínas que los alimentos vegetales, y las proteínas son imprescindibles en el equilibrio de la dieta.
E, insisto, déjennos combinar el cuidado de la salud con las propias preferencias.

11 de agosto de 2019

Mañana de playa, tarde de concierto


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

La playa es la primera del Sardinero de Santander. La marea baja deja libre una amplísima extensión de arena dorada entre la orilla del mar y la franja donde los bañistas toman el sol tumbados sobre las toallas extendidas en el suelo o sentados en sillas plegables, o se protegen bajo sombrillas multicolores. Lo que distingue a esta playa y a la segunda del Sardinero, también conocida con el nombre de Castañeda, es, me parece a mí, la ingente multitud de paseantes que van de un extremo a otro de ambas playas. Mi mujer y yo nos unimos a esta laica procesión de gentes de todas las edades, dejando que el flujo del agua nos bañe los pies y la arena estimule la circulación de la sangre en las plantas.
Se ven pocos cuerpos perfectos, pero a nadie le importa mostrar sus imperfecciones, las huellas de la vejez, pechos caídos de las mujeres y tripas voluminosas de los hombres. Hay quienes se ayudan con bastones o muletas para caminar, o lo hacen del brazo de alguien más joven. Ancianos encorvados junto a niños que juegan a salpicarse o a hacer construcciones con la arena.
Esta es la humanidad al desnudo que acude a ser tonificada por el sol y besada por las olas del mar. El mar está azul, como azul está el cielo, sin asomo de brumas y nubes tan propias de Cantabria.
Ha llegado el momento de entrar en el agua. Poco a poco, despacio, hasta que rompe una ola más potente y me lanzo a ella, que me envuelve en su blanca espuma. Se nada bien pasada la rompiente, en el suave ondular del mar en calma. Me vuelvo boca arriba y me saluda el sol, el hermano Sol que nos da la vida. Pocas playas como estas del Sardinero acogen a tantos bañistas y paseantes sin que tengamos sensación de agobio y aglomeración.
Cuando digo a mis convecinos que me voy a Santander, es unánime la admiración que esta ciudad suscita. Todo el mundo ama a Santander, “la novia del mar que se inclina a tus pies”, que cantara el inolvidable Jorge Sepúlveda, al que saludo al volver a casa en el monumento que le dedica la ciudad en la avenida de Reina Victoria.
En la misma avenida se alza el Palacio de Festivales, en cuya sala Argenta el pasado 3 de agosto se ha inaugurado el Festival Internacional de Santander. Sí, tarde de concierto, a cargo de la Mahler Chamber Orchestra, bajo la dirección del checo Jakub Hrusa. El programa lo integran la Obertura de Las Hébridas de Felix Mendelssohn, el Concierto para piano nº 1 de Frederic Chopin y la Sinfonía nº 4 de Ludwig van Beethoven.
No puedo por menos de confesar una vez más mi predilección por la música del Romanticismo, del que los tres compositores del programa son preclaros exponentes. En 1829, Mendelssohn visitó en Escocia las islas Hébridas, cuyas pintorescas cuevas le causaron una honda impresión. La Obertura, compuesta en 1830, es como una pintura musical –Mendelssohn fue también un excelente pintor–, retrata el oleaje del mar mediante las ondulaciones del tema inicial, que las fanfarrias del metal alteran reflejando sucesivas tormentas. La brumosa atmósfera nórdica de Las Hébridas contrasta con la soleada mañana de playa que aún está presente en mi ánimo.
He escuchado innumerables veces y en diferentes versiones el Concierto para piano nº 1 que Chopin compuso en 1830 y siempre me produce una honda emoción. La interpretación del pianista surcoreano Seong-Jin Cho, llena de ternura y colorido, me llega al alma. Decía mi hermana mayor Alicia, profesora de música recientemente fallecida, que a Chopin se le podía definir con una sola palabra: “sentimiento”, Me dejo llevar por el Allegro maestoso del primer movimiento, por el Romance y el Largheto del segundo y el Rondó y el Vivace del tercero. Entro en profunda comunión con el compositor polaco y me invade la emoción que él sentiría al escribir tales compases, acordes, arpegios, filigranas, danzas y melodías que siguen cautivando a los oyentes de todas las latitudes y culturas. No creo que las críticas de algunos musicólogos a la orquestación de los dos conciertos para piano influyeran en la decisión de Chopin de componer solo para este instrumento. Chopin fue un enamorado del piano, al que arrancó como nadie no solo brillante virtuosismo, sino sobre todo profundo sentimiento lírico.
La Cuarta sinfonía del Beethoven, que fue concebida en 1806, no ha gozado de la misma adhesión del público que, por ejemplo, la Quinta, la Sexta, la Séptima y la Novena. Pero en sus adagios iniciales y en los allegros del tercer y cuarto movimiento Beethoven alterna el paisaje nublado del comienzo con la brillante luz del sol en los scherzos de los allegros y del trío. A mí me gusta especialmente el tercer movimiento, cuya dulce y vibrante melodía espero impaciente y siento la tentación de tararear, aunque sin que se me oiga.
En tiempos política y socialmente convulsos, agradezco a la vida –es decir, a Dios– la capacidad de disfrutar de una mañana de playa y de una tarde de concierto. Y siempre trato de comunicar mi alegría de vivir a quienes me rodean y leen.

4 de agosto de 2019

Los parques de nuestra vida


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

A diferencia de los jardines particulares, los parques tienen una dimensión pública, social. Están abiertos a cuantos desean pasear por sus viales o sentarse en sus bancos. Son el respiro verde de las grises aglomeraciones urbanas, el mejor antídoto contra la contaminación. Plantar árboles en las calles y en las plazas de las ciudades contribuye a purificar el aire. Su sombra nos alivia en este seco verano de altas temperaturas por encima de los valores normales, pequeños refugios frente a las olas de calor.
Fue un acierto denominar a la Estación del Norte de Valladolid Valladolid-Campo Grande. En cuanto sales del edificio ferroviario, a los pocos metros, te encuentras en el parque más extenso de la ciudad del Pisuerga, mi ciudad de nacimiento.
A la salida del colegio, por la tarde, las muchachas nos llevaban a merendar y jugar al Campo Grande: Paseo del Príncipe, Fuente de la Fama, el estanque y la cascada, Países Bajos –no sé si esta es una denominación oficial, o solo vigente en el ámbito familiar, para una zona de profunda umbría–, la Rosaleda, los pavos reales de irisada cola y desafinado canto…. Jugábamos a civiles y ladrones, al balón, a tú la llevas, al diábolo, y con las niñas al avión –nosotros entonces no lo llamábamos ‘rayuela’–.
Años después, mi mujer y yo íbamos con nuestros dos hijos a llenarnos de gozosa melancolía en el Campo Grande. Donde el campo penetra en la ciudad. Donde cada estación tiene su encanto particular. Por un artículo publicado en el Diario Regional de Valladolid, mi padre, el periodista y escritor Francisco Javier Martín Abril, ganó el prestigioso premio Mariano de Cavia: se titulaba Otoño en los jardines, los jardines eran los del Campo Grande.
Rememorando este dato, encuentro otro artículo de mi padre, Echar la tarde a jardines, en el que, jugando con la expresión “echar algo a perros”, en el sentido de malgastar algo, de no hacer nada de provecho, defendía el valor de dedicar un tiempo a pasear sin prisa por un parque, a sentarnos en un banco de madera, “que pintan de verde todos los veranos”.
También nos llevaban las muchachas a jugar, en los veraneos de El Espinar, a las eras de Santa Quiteria y, cuando se acercaban toros bravos espoleados por mayorales a caballo, corríamos a refugiarnos tras las puertas del parque de Cipriano Geromini.
Parque por el que me gusta pasar y descansar un rato cada vez que bajo –y subo– al pueblo a hacer la compra. Era más frondoso este parque en mi infancia y adolescencia, o así me lo parece hoy, con la doble hilera de altas piceas que desembocaba en la cancela que da a la plaza de toros. Pero sigue siendo hermoso y está bien cuidado este parque, donde hubo un quiosco de libros, iniciativa de Víctor Espinós Moltó, pariente mío en no sé qué grado, que cundió en otros parques públicos españoles.
Junto a los grandes parques, por así decirlo oficiales, vienen bien para chicos y grandes los pequeños reductos verdes, con árboles, bancos y columpios para los niños. En las Peñitas, también en El Espinar, es muy frecuentada una de tales zonas con juegos infantiles. Y no me olvido del Pinarillo, como su nombre indica, un pequeño pinar, junto al Centro de Salud.
Claro que en El Espinar basta con dirigir la vista hacia el sur desde cualquier altozano para extasiarse en la contemplación del pinar que cubre las laderas de los montes de Aguas Vertientes.
Segovia capital no tiene un gran parque comparable al Campo Grande vallisoletano. Pero, a cambio, todo el núcleo urbano está sembrado de placitas arboladas y ajardinadas, a menudo en torno a una iglesia.
Entrando por la carretera N-603 se encuentra el Parque de la Dehesa, que yo aprovecho para mis esperas cuando dejo el coche a revisión en el taller.
Y están en las afueras la incomparable Alameda del Parral y el Parque de la Puerta Verde, hermoso nombre, que me trae a la memoria unos versos de mi padre, enamorado de Segovia y galardonado con el Acueducto de Oro de la ciudad, que no me resisto a reproducir: “La puerta verde tenía / verde candado de hiedra. / Ay, si vieras qué despacio / caían las hojas secas”.
Otoño en los jardines. Pero parques y plazuelas para todas las estaciones del año. Para que los niños jueguen y los mayores volvamos a la infancia, en la que siempre hay –o debería haber– un parque.
Dentro de unos días nos iremos a Santander, mi nueva ciudad de adopción. Pasear por las playas del Sardinero, con el agua lamiéndote los pies y la arena activando la circulación de las plantas, es placer incomparable antes de sumergirte en el mar. Pero yo, a buen paso, aunque sin correr, que no me sienta bien –lo lamento Murakami–, disfruto igualmente recorriendo los Jardines de Piquío y siguiendo por la Avenida de Reina Victoria, entre tamarindos y arriates llenos de flores, hasta llegar a la casa en la que me alojo, frente al Palacio de Festivales y la bahía.

Abreviaturas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Nunca me han gustado las abreviaturas, a pesar de que en mi etapa de editor de diccionarios tuve que usarlas. Pero en mis escritos procuro evitarlas, aunque comprendo que son un modo de economizar espacio al escribir.
Tengo en contra de las abreviaturas, ante todo, su falta de claridad y su frecuente ambigüedad. En los medios de comunicación se suele dar por supuesto que el lector, oyente o telespectador está al tanto de lo que significan siglas, una forma de abreviación, que por lo general no se desarrollan. La mayoría de los no versados en estos conocimientos se verían en un serio apuro si tuvieran que precisar el significado de siglas tan comunes como ONU, OTAN, UNICEF y UNESCO, más allá de saber que son organismos de las Naciones Unidas.
¿Usted, querido lector, sería capaz así, a bote pronto, de decir qué significa el acrónimo TIC? ¿O de desglosar de dónde se forma este otro acrónimo sonar? Para no incurrir en el defecto que yo achaco a otros, aclararé que TIC es la sigla con la que se abrevia la expresión “tecnología de la información y la comunicación”. Y sonar es un vocablo formado por la combinación de letras iniciales de las siguientes palabras inglesas: so(und) n(avigation) a(nd) r(anging).
Es posible que tampoco sepa el común de los lectores en qué se diferencian sigla y acrónimos, que no son sinónimos. Pues, bien, el acrónimo es una sigla que puede pronunciarse como una palabra. Y se suele poner como ejemplo ovni, objeto volador no identificado”. Todos los acrónimos son siglas, pero no todas las siglas son acrónimos. Hay siglas impronunciables, que por lo tanto es necesario deletrear: FBI, efe be i.
Si usted se encuentra en un diccionario las abreviaturas m. y f. ante la definición de una palabra, no tiene por qué conocer que el sustantivo que sigue es del género masculino o femenino.
Y hablando de género gramatical no me resisto a referirme al otro género, hoy mucho más en boga, como sustituto o ampliación de sexo. De un tiempo a esta parte todos tenemos que saber lo que significa la sigla LGBTI, a riesgo de ser tachados de anticuados anclados en la distinción de dos sexos, masculino y femenino, hombre y mujer.
Esta sigla comenzó siendo LGBT, o sea, lesbianas, gays, bisexuales y transexuales. Pero se alzaron protestas de quienes no se consideraban representados por ninguna de estas categorías y se propuso ampliar la sigla con las letras I, intersexual, o sea que presenta conjuntamente caracteres sexuales masculinos y femeninos, Q, queer, de género no definido, y A, asexual.
A poco que estemos familiarizados con la historia de la antigua Grecia, sabremos que el término lesbianas proviene de Lesbos, donde ya hubo mujeres atraídas sexual o afectivamente por otras mujeres. Y aunque no se llamaran gays, la predilección de varones griegos y romanos por efebos está asimismo atestiguada al menos desde aquellos tiempos. Otras variantes de la ·”identidad de género” son más recientes, o al menos han salido a la luz en tiempos modernos. A mis años no sé si asistiré a la ampliación de la sigla LGBTIQA hasta completar todo el alfabeto.
Volviendo a mis objeciones a las abreviaturas, otro inconveniente que presentan es la multiplicidad de sus posibles variantes. ¿Cómo abreviar teléfono, tel., tlfo., tfno., teléf.? ¿Y plaza, pl,, plza., pza.? ¿Y calle, c., cl., c/?
El uso de los mensajes y del whatsapp en los móviles nos ha llevado de manera inconsciente a utilizar abreviaciones que vienen a constituir códigos de comunicación no siempre comprensibles por todos los usuarios. A la vez, suprimimos signos, como los iniciales de interrogación y exclamación, por la dificultad de pasar a otro teclado. Y ya no digo puntos y comas, tildes o mayúsculas, que se están convirtiendo en un lujo superfluo.
En el lenguaje coloquial y en el uso cotidiano del habla, se nos pegan acortamientos de palabras y expresiones que adoptamos por pereza o por no desentonar del medio que nos rodea.
Los niños dejan de ir al cole cuando les dan las vacas. Y no solo ellos, cuando piden algo, lo hacen por fa. Nuestra mujer hace mucho que no va a la peluquería, sino a la pelu. Y todos, con más o menos adicción, vemos la tele. Las palabras o expresiones acortadas pasan a sustituir a los vocablos originales, así cinema desbancó a cinematógrafo y cine a cinema. Hoy, apenas se dice película, sino peli. Y deseamos “buen finde” en vez de buen fin de semana y buen día en vez de buenos días.
Me comenta una amiga que regenta un comercio que la respuesta del proveedor “está hecho el pedido”, dicha con rapidez puede convertirse en “tachoelpedido”
Contestar a una pregunta por whatsapp con “De acuerdo” o incluso “Vale” se reemplaza por el más breve “Ok”, aprovechando la capacidad del inglés para la brevedad y concisión en el habla y en la escritura.
Animado por tanta economía de palabras, yo también me decido a acortar y terminar este artículo.