29 de septiembre de 2019

Elecciones ¿inútiles?


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

La existencia de partidos políticos y de elecciones libres para elegir a los representantes de los ciudadanos en el Parlamento de la nación son dos de las principales señas de identidad de la democracia. Así que, si de verdad nos consideramos demócratas, deberíamos alegrarnos de ser llamados a las urnas para que en la actual situación de España pueda formarse Gobierno.
En España, las elecciones generales no son presidenciales, es decir, los ciudadanos no elegimos al presidente del Gobierno, sino que damos nuestro voto a los miembros de los partidos políticos que nos han de representar en las Cortes de la nación. El partido que gana las elecciones y cuenta con el número de escaños suficiente propone al Rey un candidato, y es el Rey quien decide si ese candidato puede presentarse en el Parlamento para ser investido presidente del Gobierno. Si en la investidura el candidato cuenta con los apoyos necesarios para sumar en una primera votación la mayoría absoluta (que en las Cortes españolas se sitúa en los 176 diputados), o una mayoría simple (más síes que noes) en la segunda, el Rey le encarga formar Gobierno y presidirlo.
Me detengo en estas nociones elementales porque, dado el protagonismo que se arrogan los líderes de los partidos políticos, nos parece como si en los comicios generales los ciudadanos estuviéramos eligiendo al presidente del Gobierno. Aunque así no sea, nuestro voto es decisivo para que, cumplidos los mecanismos que establece la Constitución española, el candidato del partido ganador de las elecciones sea investido presidente del Gobierno. Por lo cual, ya digo, deberíamos estar alegres de que se nos consulte en unas nuevas elecciones.
En las pasadas del 28 de abril de 2019, el PSOE fue el partido vencedor con 123 escaños. Había varias combinaciones para alcanzar una mayoría absoluta: PSOE (123 diputados) más PP (66 diputados) o más Ciudadanos (57). Estas dos sumas aritméticas quedaron excluidas desde un primer momento, dada la diferencia de los programas de la izquierda y del centro-derecha. En la noche electoral, los afiliados del PSOE celebraron la victoria socialista ante la sede de Ferraz con gritos de “Con Rivera, no”. Y, por su parte, el líder de Cs mantuvo su “no es no” a Pedro Sánchez hasta la víspera misma de que se cumpliera el plazo para disolver las Cortes.
Por el espectro de la izquierda, los 123 escaños del PSOE más los 42 de Unidas Podemos se quedaban a un escaño de la mayoría absoluta, escaño que en todo momento estuvo dispuesto a otorgarle el Partido Regionalista Cántabro de Miguel Ángel Revilla.
Nunca he entendido la negativa de Pablo Iglesias a aceptar la oferta de Pedro Sánchez de que los morados entraran en un gobierno de coalición con una vicepresidencia y tres ministerios. ¿Le pareció a Pablo Iglesias que podía tensar la cuerda de la negociación y obtener más carteras o más decisivas? ¿O se temió que Pedro Sánchez, político no caracterizado precisamente por la fidelidad a su palabra, fuera de boquilla y no cumpliera su oferta? Hay versiones para todos los gustos.
Pero pasaron los meses de verano, Sánchez se fue de vacaciones y no hizo nada para llegar a pactos y conseguir los apoyos necesarios, o las abstenciones técnicas igualmente válidas, para ser investido presidente.
Y así se quedó, compuesto y sin novia. O, a lo mejor, fiado de las encuestas del CIS de su sociólogo de cabecera Félix Tezanos, que el 30 de julio le daba una intención de voto del 41,3 %, lo que le acercaría a la mayoría absoluta, quiso desde un principio ir a unas nuevas elecciones. De modo similar a la incapacidad de Sánchez de aliarse con Unidas Podemos, los partidos del centro-derecha, PP, Cs y Vox, tampoco lograron entenderse y formar una coalición.
Los arcanos –para mí– de la ley electoral d’Hondt parecen castigar a los partidos que se presentan por separado según en qué circunscripciones. Y, dentro de lo inextricable –insisto, para mí– de la ley d’Hondt, se lleva la palma lo que los expertos llaman el “efecto Mateo”, según el cual la ley electoral española prima a los partidos más votados. ¿Por qué efecto Mateo? Por aquello del Evangelio de San Mateo 13, 12: “Al que tiene se le dará en abundancia, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará”.
Por si fuéramos pocos, parió la abuela. Y su nieto adoptivo Íñigo Errejón se presenta a las próximas elecciones con la plataforma Más País. Dicho sea de paso, ¿han oído ustedes alguna vez a estos seudoprogresistas de izquierdas pronunciar la palabra “España”? No, solo les sale “Este país”. Pues bien, los votos de Este País serán a costa de Unidas Podemos, con lo cual las elecciones del 10 de noviembre no cambiarán sustancialmente el panorama de indefinición de las anteriores y no descarto que tengamos que volver a votar en 2020.
Hay quienes aseguran que a Pedro Sánchez no le desagrada ser presidente en funciones. Así que preparémonos a verle en la Moncloa, aunque sea como okupa, para los restos.
¿Elecciones inútiles? Bueno, siempre serán útiles para practicar la democracia.

22 de septiembre de 2019

La soledad


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En España viven solas 4,7 millones de personas, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) correspondientes al año 2018. Teniendo en cuenta que la población total de España es de 46.934.632 habitantes según el INE para finales de 2018, podemos llegar a la conclusión de que aproximadamente un 10 % de esos habitantes viven en hogares de una sola persona. O, lo que es lo mismo, de cada diez individuos con los que nos cruzamos por la calle uno vive solo. Ya sé que esto no es exacto, porque puede ocurrir que en ese grupo concreto de diez personas no haya ninguna que viva sola o haya más de una. Pero esta concreción a mí me ayuda a visualizar de algún modo lo que significan los datos estadísticos.
Me he planteado la cuestión de la soledad porque, leyendo el libro Cómo hacer que te pasen cosas buenas, de Marian Rojas Estapé, me he encontrado con la siguiente conclusión a un estudio sobre la felicidad dirigido a lo largo de setenta y cinco años por el psiquiatra norteamericano Robert Waldinger: “Las conexiones sociales nos benefician y la soledad mata. Dicho así resulta fuerte, pero es cierto: la soledad mata. Las personas con más vínculos con familia, amigos o la comunidad son más felices, más sanas y viven más tiempo que las personas que tienen menos relaciones. La soledad ha demostrado ser profundamente tóxica. Las personas que viven aisladas son estadísticamente menos felices y más susceptibles de empeorar de salud en la mediana edad, sus funciones cerebrales decaen de forma precipitada en la vejez y mueren antes”.
La psiquiatra española autora del exitoso libro matiza después estas afirmaciones tan tajantes. Ya en las frases citadas puede advertirse que vivir solo no equivale necesariamente a vivir aislado. O, dicho de otra forma, soledad no es lo mismo que aislamiento. Aislamiento y soledad son conceptos distintos.
Los datos estadísticos sobre personas que viven solas recogen también el sexo y la edad de tales personas. Así nos informan de que casi un tercio de las personas que viven solas son mujeres y mayores de 65 años. Pero no nos informan, ni pueden hacerlo, sobre lo que esas personas sienten, a no ser que se hicieran entrevistas en cada caso para conocer sus sentimientos. Alguien puede vivir solo, pero no sentirse solo. Y tener relaciones sociales satisfactorias. Mientras que alguien puede vivir acompañado y no mantener unas conexiones humanas enriquecedoras con la persona o las personas con las que convive.
Dicen los expertos en estos temas que en el medio rural es por lo general más fácil relacionarse con familiares y vecinos. En cambio, la ciudad, y menos cuanto más grande sea, no es propicia para crear vínculos personales de calidad, a pesar de que brinde más oportunidades de establecer contactos. No sé. No creo que los habitantes de muchos pueblos pequeños españoles sean un modelo de convivencia. A menudo abundan las envidias y los enfados que se transmiten de padres a hijos.
Otro factor importante que hay que tener en cuenta al juzgar la soledad de una persona es si la ha elegido voluntariamente o le ha sido impuesta.
A este respecto se me ocurre pensar en los eremitas o anacoretas que, siguiendo el ejemplo de San Antonio Abad en el siglo III, se retiraban al desierto de Egipto para vivir en soledad entregados a la oración y a la penitencia. Esta forma de vida solitaria fue pronto sustituida por formas de vida comunitaria, cuando San Pacomio, ya en el siglo IV, reunió a un grupo de eremitas en un cenobio y les dio una regla. O sea, que la tendencia de los seres humanos, incluidos los movidos por razones religiosas, no es la vida en soledad, sino en agrupaciones más o menos numerosas. A finales del siglo V, San Benito de Nursia unió a la oración y la penitencia el trabajo en la célebre máxima “ora et labora”, “reza y trabaja”, de la regla benedictina.
Hoy también, en otros contextos y circunstancias, las personas que trabajan fuera de casa tienen más oportunidades de entablar relaciones que los jubilados.
Las personas jubiladas que viven solas se defienden de formas variadas de los males que puede acarrear la soledad. Observo en mi barrio madrileño a grupos de personas mayores que se sientan en los bancos de zonas ajardinadas, o en terrazas de cafeterías, para charlar o simplemente estar juntas.
Un amigo mío, que, como suele decirme en broma, me lleva siete años y dos prótesis de cadera, se reúne una vez al mes con sus compañeros de estudios.
Me ha sorprendido una amiga, esta de mediana edad, que se ha ido en septiembre una semana de vacaciones para estar sola y meditar. ¿En qué consistirá su meditación? Tengo que preguntárselo.
Una forma novedosa de combatir la soledad la proporcionan las modernas tecnologías, que facilitan la comunicación a través de las redes sociales o de las citas en páginas web de contactos. A mí nunca me ha gustado hablar por teléfono como sustitución de la conversación cara a cara. Pues aún menos me satisfacen las relaciones a través de los modernos medios tecnológicos.
Diré parafraseando a San Juan de la Cruz: “mira que la dolencia de amor –o sea la soledad– que no se cura sino con la presencia y la figura”.

15 de septiembre de 2019

Blancanieves


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

La fama pasa, las montañas permanecen. Algo parecido debió de pensar Blanca Fernández Ochoa el pasado 24 de agosto cuando, después de dejar el coche en el aparcamiento de Las Dehesas de Cercedilla, se dirigió hacia el escarpado monte de la Peñota.
 Desde que la familia de la famosa esquiadora anunció el 29 de agosto su desaparición y la noticia se hizo pública, fuimos innumerables las personas que seguimos paso a paso la búsqueda de Blanca hasta que el miércoles 4 de septiembre fue hallado su cuerpo sin vida en un agreste paraje entre el Collado del Rey y el Pino de San Roque, también conocido como Pino Solitario, en la vertiente meridional de la Peñota.
No se sabe si Blanca llegó a la cumbre de este monte, situado en la linde entre el término municipal de El Espinar en la Comunidad de Castilla y León y el de Cercedilla en la Comunidad de Madrid. Mi familiaridad con la Peñota añadió una nota de cercanía a mi interés en el seguimiento de los últimos pasos de Blanca en mi querida sierra de Guadarrama.
Desde mi calle de El Espinar y desde otros muchos lugares de esta villa es posible distinguir los tres picos que forman la cima de la Peñota, de difícil acceso a pesar de que por ella pasa el sendero de gran recorrido GR 10. Más de una vez he preguntado a mis acompañantes qué monte les parecía más alto, la Peñota o el vecino a la izquierda contemplados desde El Espinar, la Peña del Águila. Sin excepción me han contestado que la Peñota, siendo así que su cumbre se halla a 1.944 m de altitud, mientras que la Peña del Águila alcanza los 2.008. Se trata de un efecto óptico, debido a que la silueta de la Peña del Águila es aplanada y la de la Peñota escarpada.
Se ha elucubrado en los medios de comunicación sobre las causas de la muerte de Blanca Fernández Ochoa. La autopsia, realizada el 5 de septiembre, descartó una caída o accidente, pues el cuerpo no presentaba magulladuras o huellas de golpes. A la hora en que escribo este artículo no se han hecho públicos los resultados definitivos de la autopsia. En cualquier caso, aunque se llegue a la conclusión de que la muerte ha sido causada por una dosis excesiva de litio, medicamento que tomaba la esquiadora, diagnosticada de bipolaridad, ningún examen médico o forense podrá nunca descubrir la voluntad íntima de la fallecida. Hablar de muerte voluntaria, como han hecho periodistas irresponsables, me parece una inexcusable falta de ética y de respeto a la familia de Blanca.
En un excelente reportaje de la antigua serie “Volver con…” que el jueves 5 de septiembre emitió la Primera de RTVE, pudimos recordar a una Blanca sonriente, feliz de contar con el cariño incuestionable de su familia, de sus amigos, del pueblo todo de Cercedilla, donde existe una avenida con su nombre.
Sí, la fama pasa, pero no la satisfacción de haber logrado ser la primera esquiadora española que obtuvo una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos, como consiguió Blanca en la prueba de eslalon en Albertville en 1992. El ejemplo de su hermano mayor Paco, medalla de oro en Sapporo en 1972, fue sin duda un acicate en su carrera. Del mismo modo que la hazaña de Blanca ha servido de inspiración a muchas deportistas españolas.
La fama pasa, pero no el amor de su madre, de sus hijos David y Olivia, también entregados al deporte, en su caso el rugby, que asimismo practicó Blanca; de sus siete hermanos, Juan Manuel, que fue su entrenador, Paquito, que le aconsejaba que se riera al menos una vez al día, de Lola, la pequeña, que guarda con ella un gran parecido y en cuya casa vivía Blanca en los últimos tiempos. Cuatro de los hermanos, además de Paco, a saber, Juan Manuel, Ricardo, Luis y Lola, también fueron notables esquiadores y participaron en pruebas olímpicas.
Blanca y Lola evocaban en el citado reportaje de RTVE las bromas gastadas a cuenta de su gran parecido. Y el año que pasaron internas en el Colegio Regina Asumpta de Cercedilla, del que salían los fines de semana para ir a ver a sus padres en el Puerto de Navacerrada, en la Escuela Española de Esquí, donde su padre trabajaba como gerente y su madre de cocinera. Blanca tenía entonces 10 años y a los 11 sus padres la enviaron al Valle de Arán, al internado Juan March, a estudiar y a formarse y entrenar como esquiadora. El Puerto de Navacerrada, que por entonces permanecía cubierto de nieve casi la mitad del año, se le había quedado pequeño a la pequeña futura campeona.
La nieve siempre jugó un papel fundamental en la vida de Blanca, cuyo nombre de pila completo era… Blancanieves.
Blanca, aunque no te conocí personalmente, me siento unido a ti por tu permanente sonrisa, por tu tesón en alcanzar tu ideal en la vida, por tu amor a la naturaleza, en especial a la montaña, y por tu entrega a la familia y a los amigos. Este es el ejemplo que quiero seguir.


8 de septiembre de 2019

El periódico en papel


Las palabras y la vida

Alberto Martín Baró

En la misma acera de la casa de la familia de mi mujer, donde nos alojamos durante nuestras estancias en Santander, hay una cafetería diligentemente regentada y atendida por tres jóvenes croatas, que además hablan muy bien el español. Si todos los inmigrantes que llegan a España fueran como ellas, la inmigración dejaría de ser un problema. Pero no es mi intención referirme a la condición de extranjeras de estas encargadas de la cafetería, sino a lo bien que llevan a cabo su trabajo. Entre las atenciones que dispensan a sus clientes está el poner a su disposición dos periódicos, el “Diario Montañés” y el “As”. Yo habría pensado que este segundo sería el más solicitado, pero no es así. A la hora del desayuno se desarrolla una auténtica batalla entre algunos de los asistentes para hacerse con el diario cántabro. Los que no han andado lo bastante rápidos para conseguir el disputado botín miran de reojo al lector para ver cuándo acaba su lectura.
Esta anécdota mañanera puede tener una doble interpretación. Por un lado, en unos tiempos en los que la prensa tradicional está siendo desbancada por la información digital, me pareció extraño ese afán por consultar un periódico en papel. Por otro lado, confirma el descenso de la venta de este tipo de publicaciones, pues los clientes de la cafetería no están dispuestos a gastarse el euro y cincuenta céntimos que cuesta el “Diario Montañés”.
Los quiosqueros también acusan este declive de las ventas de los periódicos y las revistas en papel. Al personal le resulta más barato, y más cómodo y rápido, informarse en los medios digitales a través del móvil. Y los ecologistas celebran el consiguiente ahorro de papel, que en gran parte aún se sigue produciendo a partir de la celulosa y esta de la madera de los árboles.
Yo también me informo en los diarios digitales, pero me gusta más leer los periódicos en papel. Del mismo modo que disfruto más leyendo libros publicados en papel. Cuando leo en pantalla, sea del ordenador, de una tablet, del móvil o de un libro electrónico, me parece que estoy trabajando, como me ha tocado hacerlo en mi actividad profesional de editor desde que se informatizó el proceso de edición y de impresión.
Mi vida, desde que era niño, ha estado rodeada de periódicos. Mi padre, periodista y asiduo articulista, colaboró con los principales diarios de España de la segunda mitad del siglo pasado.
Diarios como el “ABC”, el “Ya”, “La Gaceta del Norte”, “El Correo Español-El Pueblo Vasco”, y los que se englobaban en la Agencia Logos, como “La Verdad” de Murcia, “Hoy” de Badajoz, el “Diario Montañés” de Santander, el “Faro de Vigo” entre otros, llegaban a nuestra casa por correo, amén de los que compraba nuestro padre. A los que había que añadir los tres de Valladolid: “Diario Regional”, que dirigió nuestro padre durante varios años, “El Norte de Castilla” y “Alerta”.
Los periódicos y las revistas que se acumulaban en casa nos turnábamos los hermanos en venderlos cada semana como papel viejo. ¿Qué obtendríamos con aquella venta, cuatro o cinco pesetas? Que se sumaban a la propina, por supuesto módica en una familia de seis hijos.
Muchos años más tarde, en las distintas editoriales en las que trabajé, me dolía tener que mandar al “papelote” libros que llevaban años en los almacenes sin venderse. Protestaban a mis jefes los autores de tales obras, convencidos de que las mismas no podían por menos de contar con un buen número de lectores y compradores. De no ser así, la culpa sería de la editorial, que no las había distribuido y promocionado como debía.
Volviendo a los periódicos en papel, diré en su defensa que me parecen en general mejor maquetados y más cuidados que los digitales. Cuando me he familiarizado con una determinada distribución de las distintas secciones, me molesta que un nuevo diseño la cambie.
Dedico todas las mañanas un par de horas a su lectura. Y es un rato placentero, que podría serlo más si las noticias fueran más gratas. Pero de las guerras, las migraciones, los campos de refugiados, los atentados, las crisis económicas y demás calamidades que asolan el mundo y son el pan nuestro de cada día no tienen la culpa los diarios.
Busco los artículos de mis autores preferidos, que a menudo me sugieren temas para los míos. Ya el título y la entradilla me animan a su lectura o desaniman. He lamentado con frecuencia el exceso de comentarios políticos en que todos los articulistas incurrimos. Tanto más lamentable cuando el columnista en cuestión ha demostrado ser capaz de deleitarnos con escritos de gran belleza literaria o de profundo pensamiento.
Concluyo la lectura del periódico resolviendo el sudoku y los crucigramas de la página de pasatiempos. Dicen los expertos que esta actividad ayuda a mantener ágil nuestra mente.


1 de septiembre de 2019

Progreso


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

“Anoche soñé que volvía…”, no a Manderley, como la protagonista de la película de Hitchcock Rebeca, sino a mi antigua casa de El Espinar. Y la encontré cambiada. Con muchas mejoras, además de las que yo había hecho antes de venderla.
La casa la habían construido allá por el año mil novecientos cuarenta y tantos –no recuerdo la fecha exacta– Sixto, el jardinero del parque municipal, y su mujer Ángeles. Mis abuelos maternos la alquilaban los veranos. Siempre acogían a algunos de sus nietos, que no me explico cómo cabíamos. Ahí nació mi amor a este pueblo serrano.
Bastante tiempo después mi mujer y yo compramos la casa. Nuestro vecino Juan García, excelente albañil, se hizo cargo de las obras que mejoraron notablemente el interior del edificio: alicatado de la cocina y del cuarto de baño, saneamiento de humedades, ampliación de la sala tirando el tabique que la separaba del vestíbulo… El confort de la casa para poder pasar en ella fines de semana en invierno ganó bastantes enteros cuando instalamos una calefacción de gasóleo.
No era la primera vez que adquiríamos una segunda residencia. Un primer intento resultó fallido. Habíamos comprado una casita en El Olivar, pequeña localidad de Guadalajara que Cela describe en su libro Viaje a La Alcarria como “un pueblo miserable, perdido en la sierra, en tierra de lobos, rodeado de barrancos”. Era una construcción humilde, con un terrenito en el que crecía una higuera, y tenía unas vistas preciosas sobre el embalse de Entrepeñas y, al fondo, las Tetas de Viana, dos montes así llamados por semejar los pechos de una mujer.
A pesar de mis gestiones no conseguí que ningún operario se encargara de hacer la casa habitable. Hoy, por lo que me informo en Internet, El Olivar “miserable” de Cela es un pueblo cuidado y lleno de casas de vacaciones.
A veces propendemos a pensar que carecer las viviendas particulares de agua corriente se remonta a la época en la que los romanos construyeron el acueducto de Segovia. Yo puedo atestiguar que, además de la casa de El Olivar, otras muchas viviendas en los años cincuenta del pasado siglo carecían de este servicio básico.
En el verano de 1954 fui invitado a pasar unos días en casa de Ramón, un amigo del colegio, que en realidad era compañero de mi hermano Javier. Más tarde comprendí por qué mi hermano me había cedido la invitación. Después de un viaje en un autobús del que prefiero no acordarme, entre cestas con gallinas y otros aparatosos bultos, llegué mareado al pueblo de mi amigo, que era Valbuena de Duero, una localidad importante. Le pregunté a Ramón por el cuarto de baño, a lo que él me respondió: “Si lo que quieres es lavarte, ahí en el patio tienes el pilón; y si necesitas hacer tus necesidades, al lado está la chivitera”. O sea, el corral, donde campaban a sus anchas, no chivos, como el nombre podía dar a entender, sino gallinas. ¡Y el padre de mi amigo era el alcalde del pueblo, que ya entonces albergaba las famosas bodegas Vega Sicilia!
Todo esto ¿qué tiene que ver con el progreso, tema del artículo al que yo estaba dando vueltas en mi medio insomnio? Pues está bien claro que gran parte del progreso material se ha traducido en las comodidades que disfrutamos no hace demasiado tiempo los habitantes del que hemos llamado “primer mundo”. Abrimos el grifo y disponemos de agua fría y caliente, combatimos el frío con distintos sistemas de calefacción y el calor con aparatos de aire acondicionado, conservamos los alimentos en frigoríficos y congeladores… En casa de mis padres aún recuerdo la fresquera. Y se lavaba a mano, nada de lavadoras y lavavajillas.
Las ventajas que nos proporcionan los grandes y pequeños electrodomésticos tienen la contrapartida, que denuncian los ecologistas, de consumir energía eléctrica y contribuir a las emisiones de CO2, al calentamiento global y al cambio climático.
A lo largo de la historia de la humanidad, a los avances del progreso se han opuesto a menudo sus detractores. Así, los luditas, artesanos ingleses que en el siglo XIX protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleo. La destrucción de puestos de trabajo por el uso de maquinaria tanto en la agricultura como en la industria ha sido utilizada frecuentemente como argumento contra la mecanización. Y lo sigue siendo. Hace pocos días leía yo en un periódico nacional el siguiente titular: “Cada robot industrial elimina dos puestos de trabajo”.
Si del progreso tecnológico pasamos al progreso social y cultural, no faltan tampoco los enfrentamientos entre los denominados progresistas, que defienden ideas y actitudes supuestamente avanzadas, y los conservadores, que como su nombre indica son reacios al cambio y partidarios de conservar creencias y costumbres.
Hoy el progresismo se lo atribuyen los partidos de izquierda radical. Olvidando, y tratando de que olvidemos, que allí donde se han implantado las ideologías y las políticas del comunismo y del socialismo no temperado por la socialdemocracia han cundido la pobreza, el hambre, la falta de libertades, la persecución y muerte del disidente, y los crímenes más atroces a los que aún asistimos en países bajo el yugo de sistemas opresores y totalitarios.