Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
“Deje
ya de molestar a la gente de bien y de meterse en las vidas de los demás”. Así
se dirigía el presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijoo, al
presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el enfrentamiento entre ambos en el
Senado el pasado martes 21 de febrero a propósito de la ley del solo sí es sí y
de la ley trans.
Ministros
del gabinete de Sánchez y medios de comunicación “progresistas” han salido en
tromba a atacar a Feijoo por calificar de “gente de bien” a quienes se oponen a
la actuación de un ejecutivo que no cesa de entrometerse en las vidas de los
ciudadanos.
No
voy a entrar en la polémica de si solo es gente de bien la que sigue a la
mayoría de senadores y diputados del Parlamento español que han ratificado con
sus votos leyes como la ley de regulación de la eutanasia, la ley de memoria
democrática, la ley del solo sí es sí, la ley del aborto y la ley trans.
Me
interesa en este blog analizar qué solemos entender por “gente de bien”. Con
esta expresión, que puede sonarnos anticuada, el común de los mortales nos
referimos a las personas buenas que, se pongan como se pongan nuestros
políticos, son una inmensa mayoría, independientemente de que voten a la
izquierda, a la derecha o al centro, o se abstengan de votar en una democracia
representativa en la que no creen.
Las
personas con las que me cruzo en la calle, con las que comparto el transporte y
la sanidad públicos, los médicos, las enfermeras y demás sanitarios que nos
atienden con entrega y amabilidad, los dependientes del supermercado y demás
comercios, los camareros de los bares y las cafeterías, los inmigrantes
procedentes de cualquier país, mis vecinos jubilados, son gente buena y amable.
Me
dirán que estoy describiendo sobre todo a una clase media o acomodada, con
trabajo para ganarse la vida, olvidándome de aquellos a los que hemos dado en
llamar “desfavorecidos” o “vulnerables”, o simplemente pobres, mendigos, sin
techo.
No,
no me olvido. Pero en su desvalimiento, mayor o menor, son gente buena que no
cae en el crimen, en el robo, en el asalto, en la violencia, y se resigna a
pedir limosna en la puerta del súper o de la iglesia.
Entonces,
me objetarán, para usted no existe gente mala, o es una minoría, a la que los
informativos prestan más atención y dedican más espacio.
Veamos.
Para mi admirado filósofo Aristóteles el bien es aquello a lo que se tiende
como fin en los diferentes ámbitos de la realidad. La definición de bien en el
Diccionario de la Real Academia denota una clara impronta aristotélica: bien es
“Aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio
género, o lo que es objeto de la voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse
sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal”.
Entonces,
me objetará el lector, si nuestra voluntad tiende inevitablemente al bien,
¿cómo se explica la existencia del mal, por ejemplo los crímenes cometidos en
la invasión de Ucrania por militares rusos, o las violaciones de mujeres por
desalmados a los que la ley del solo sí es sí está disminuyendo las condenas o
hasta poniéndolos en libertad?
Por
supuesto que existe el mal y existen los malos. Pero son minoría. Me mantengo
en mi aserto de que la mayoría de la gente es buena, está dispuesta a ayudar al
prójimo, a acoger a familias ucranianas que huyen de la guerra, a echar una
mano en un comedor social, a contribuir con dinero o colaborar con Cáritas, Unicef, Música para salvar vidas, Manos Unidas, o cualquiera de las ONG que
tratan de paliar la pobreza y el hambre en el mundo.
Los
mismos gobernantes y políticos que elaboran y aprueban unas leyes que a la
gente de bien nos parecen malas y que producen unos efectos perniciosos no
obran por maldad, quiero pensar que sus intenciones son buenas. Pero son
incompetentes y pasan de las advertencias y los informes de los expertos.
Claro
que si hacemos caso de las invectivas y descalificaciones que los políticos
gobernantes y los de la oposición se lanzan unos a otros, habría que concluir
que este juicio mío es muy benévolo. Y que, en palabras tantas veces citadas
del escritor inglés del siglo XIX lord Acton, “Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe
absolutamente”.