30 de agosto de 2020

El presente y el pasado

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Afirmaba yo en mi artículo de la semana pasada que “No tenemos otra cosa que el presente. El pasado ya no es. Y el futuro no sabemos cómo será, incluso si llegará a ser”.

Como toda afirmación tajante, necesita matizarse. Empezando por el papel que desempeña el pasado, tanto en la vida individual como en la colectiva.

Somos lo que somos en el presente como consecuencia de lo que hemos sido en el pasado. El pasado está presente en nuestra vida, fundamentalmente de dos formas: una, mediante la configuración que ha moldeado nuestra personalidad, nuestro carácter, nuestros conocimientos, nuestros sentimientos; y otra, mediante los recuerdos.

Aun en el supuesto improbable de que hubiéramos olvidado todo nuestro pasado, ese pasado ya es parte de lo que hoy somos, para bien o para mal.

En el prólogo al libro de la gran cuentista Angelina Lamelas Cuentos de la vida casi entera, el maestro del relato Medardo Fraile escribe: “Saber que hemos nacido por amor y que recibimos todos por igual, sin preferencias o excesos irresponsables, educación y cuidados con amor, no solo garantiza el futuro de un niño, sino que agranda su corazón, lo hace más rico y sabio, más humano, y le convence de que donde falta amor se ven puñales”.

Angelina Lamelas, además de conservar, para asombro de propios y extraños, un caudaloso río de recuerdos de su infancia, adolescencia, juventud y madurez, recibió de sus mayores esa impronta de educación y cuidados con amor de la que habla Medardo Fraile. Y de tal río caudaloso brotan su vida y sus cuentos de la vida.

En la otra cara de la significación del pasado en la vida individual están “los puñales”, los trastornos actuales de aquellas personas que han carecido del amor de sus padres, de una educación y de unos cuidados amorosos. Vidas truncadas que se reflejan, como lamenta Medardo, en “tanta literatura de psicópatas, pirados, terroristas, violadores, caníbales y demás ralea de esa especie”.

Por supuesto que se puede superar un pasado de desamor. Pero para hacerle frente hay que reconocer su existencia y su influencia en el presente. Las técnicas curativas del psicoanálisis se basan, en gran medida, en el reconocimiento y la indagación de carencias y traumas agazapados en el subconsciente.

De la significación del pasado, o sea de la historia, en la vida colectiva de los pueblos hablaré en el próximo artículo.

23 de agosto de 2020

El presente

 Las palabras y la vida

Alberto Martín Baró

No tenemos otra cosa que el presente. El pasado ya no es. Y el futuro no sabemos cómo será, incluso si llegará a ser.

Por eso, el poeta latino Horacio (65 a.C. – 8 a.C.) nos aconseja en la Oda 1, 11: “Carpe diem, quam minimum credula postero”. Que en román paladino podría traducirse: “Aprovecha el día de hoy, sin fiarte para nada del mañana”. Y en versos anteriores de la misma oda asegura: “Dum loquimur, fugerit invida aetas”. “Mientras hablamos, se habrá fugado el tiempo celoso”.

Con palabras similares registra el también poeta latino Virgilio (70 a.C. – 19 a.C.) en las Geórgicas (III, 284) esta condición ineludible del tiempo: “Et fugit interea irreparabile tempus”. “Y se escapa entretanto el tiempo irreparable”.

Ha sido un tópico de la antigüedad grecorromana, acentuado en la Edad Media, la fugacidad del tiempo que, aplicada a cada uno de los mortales, nos avisa de lo corta que es nuestra vida.

Los hedonistas sacan de esta premisa innegable la conclusión de que hemos de disfrutar del presente.

Mas qué hacer si el presente, tanto el individual como el colectivo, está marcado por la desgracia y la infelicidad. La actualidad de España y de los españoles, al igual que la del mundo entero, está lastrada por el azote del covid-19 que ha generado una crisis sanitaria, económica y laboral sin precedentes. Situación agudizada en nuestro país por una funesta gestión gubernamental y autonómica de la pandemia.

En estas circunstancias podemos adoptar tres posturas: negar la realidad del coronavirus y sus consecuencias; defendernos del virus y atacarlo; o confiar en un futuro más halagüeño.

Está claro lo que nos aconsejaría Horacio: no nos fiemos para nada del futuro. Y ya que tampoco es sensato cerrar los ojos a los contagios y las muertes causadas por el covid-19, no queda otra opción que la defensa y el combate frente al mortal coronavirus.

En esta defensa desempeñan un papel importante el uso de la mascarilla, la observancia de la distancia de seguridad y la desinfección con geles hidroalcohólicos. En el combate contra el virus es crucial la desinfección de locales y hasta de vías y espacios públicos, así como la detección y el aislamiento de los contagiados. Y fortalecer nuestro sistema autoinmune: a él se debe que el covid-19 no haga mella en nosotros. En nuestro presente, que es lo único que tenemos.

16 de agosto de 2020

Santander en tiempos de pandemia

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Cuando estoy fuera de El Espinar, añoro sus montes y pinares. Cuando estoy fuera de Santander, añoro sus playas y el mar. Santander sigue siendo, como cantara el inolvidable Jorge Sepúlveda, la “novia del mar”. Sin que la maldición del covid-19, pasado el estado de alarma, impida a los santanderinos y a los visitantes, disfrutar de su dorada concatenación de playas, los Peligros, La Magdalena, Bikini, el Camello, la Concha, la primera y la segunda del Sardinero… Estas dos últimas son las preferidas por mí, para pasear por ellas dejando que el agua y la arena de la orilla activen la circulación de las plantas de los pies, hasta que me decido a adentrarme en el abrazo del oleaje y la espuma del mar abierto.

No desdeño la Bahía, tan querida por propios y extraños, ni el Puntal, ni las Quebrantas, a cuyas dunas aún no nos hemos acercado a bordo de la lancha de los Diez Hermanos. Pero cuando el autobús supera la península de La Magdalena y se abre ante mis ojos, valga la redundancia, el mar abierto, abrazado por el Cabo Menor y el Cabo Mayor, mi vista y mi espíritu se dilatan.

Este año, por razones conocidas, no se ven extranjeros en la ciudad, o yo no los he visto, pero es notable la afluencia de nacionales, a los que el calor sofocante del centro y sur de la Península ha empujado hacia el norte.

Quiero consignar la disciplina de esta población, con la que me cruzo por el Muelle o el Paseo Marítimo: todos vamos provistos de las preceptivas, e incómodas, mascarillas, de las que nos despojamos para tomar algo en las terrazas, si tenemos la suerte de encontrar una mesa libre. Quizá por ello el número de contagios por el coronavirus en Cantabria sea de los menores de España.

En mi artículo El amor en tiempos de pandemia ya tocaba tangencialmente el tema de la familia, y vuelvo a hacerlo ahora, al observar a las personas que caminan por las playas o por las calles de la capital cántabra. Son minoría los paseantes solitarios. Predominan las parejas, no solo de matrimonios, sino también de madre anciana o mayor e hija de menor edad que la ayuda a caminar, o de amigas jóvenes o provectas. Me consuela la presencia de familias con hijos pequeños que juegan con la arena o las suaves olas que arriban a las orillas.

Por si no estuviera ya convencido del valor de la familia o de la amistad, la actual pandemia me ha confirmado la consolación, además de la que encuentro en Dios y en la naturaleza, la de los seres queridos que gozan y sufren a mi lado. Incluidos aquellos que nos dejaron, pero siguen confortándonos con su compañía.

9 de agosto de 2020

Por sus hechos los conoceréis

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

¿De qué se le acusa en resumidas cuentas al rey emérito don Juan Carlos? Pues, hoy por hoy, judicialmente de nada. No hay ninguna causa incoada por la Fiscalía o por algún juez contra él. Luego es merecedor de la presunción de inocencia.

¿Reconoce implícitamente el anterior rey de España su culpabilidad al ceder a las presiones que desde numerosas instancias se le han hecho para abandonar el país del que ha sido Jefe del Estado hasta su abdicación en su hijo Felipe en 2014?

Tanto el padre como el hijo, en sus respectivos escritos, aducen el servicio a la Corona y a España en la decisión de don Juan Carlos de emprender un exilio voluntario, sin que ello suponga un reconocimiento de hechos delictivos.

Como en cualquier investigación de un acto sujeto a sospecha, cabe hacerse la típica pregunta “Cui prodest?”. ¿A quién beneficia la salida de España del rey emérito? ¿Al actual rey Felipe VI? ¿A los enemigos de la Monarquía y de España?

A mi juicio, a Felipe VI ni le beneficia ni le perjudica el abandono de su padre, que ya no desempeñaba ningún papel institucional, al que su hijo había retirado la asignación oficial y a cuya herencia había renunciado.

Los enemigos de la Monarquía encarnada en el rey emérito y en Felipe VI ahora pretextan no estar al tanto de la salida de don Juan Carlos y que para ellos significa una huida de la justicia. Lo que demuestra que la verdadera pieza que quieren abatir no es don Juan Carlos, sino Felipe VI, y con él el régimen democrático de 1978.

Por sus hechos los conoceréis, frase evangélica que permite conocer la verdadera talla o catadura de las personas. El balance de la actuación política del rey emérito a lo largo de su reinado es muy positivo, como defensor de la concordia entre los españoles y de una Constitución que implantó en España la democracia.

¿Qué hechos avalan la trayectoria política y humana de los miembros de Unidas Podemos, de los independentistas catalanes, de los nacionalistas vascos y de los herederos y defensores de ETA? No digo ya en beneficio de España, lo que está descartado de sus intenciones, sino de la prosperidad de sus propios pueblos.

Y mientras el rey Felipe VI ha recorrido España para estar en contacto con la gente e interesarse por su situación, Pedro Sánchez no ha visitado un solo hospital y sus únicas apariciones han sido en la televisión a mayor gloria de… Pedro Sánchez.

Más de 50.000 fallecidos por el covid-19 hablan por sí solos de la calamitosa gestión de la pandemia por el ejecutivo de Sánchez e Iglesias.

Por sus hechos los conoceréis.

2 de agosto de 2020

La consolación en tiempos de rebrotes


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Cuando pensábamos que lo peor de la pandemia del coronavirus había pasado, los rebrotes de los contagios y de los fallecimientos causados por el covid-19 han vuelto a afligirnos. Es esta una aflicción acentuada por el temor a volver a experimentar la angustia que ya creíamos superada. El temor a un enemigo mortal que sigue amenazándonos por más mascarillas que nos pongamos y por más geles hidroalcohólicos con los que nos lavemos las manos. Es, en resumidas cuentas, el miedo a la enfermedad y a la muerte, las nuestras y las de nuestros seres queridos.
Libramos una batalla desigual, puesto que desconocemos cómo acabar con el enemigo. La vacuna que en algún momento llegará nos defenderá de los ataques del virus, pero no lo destruirá. El punto débil del coronavirus es la capa lipídea que lo recubre y que la espuma del jabón y los hidroalcoholes disuelven. Habría que armar con estos y otros desinfectantes a ejércitos enteros que llevaran a la extinción a un virus que, además, experimenta continuas mutaciones.
He estado leyendo estos días La consolación de la filosofía, del pensador romano Severino Boecio (Roma hacia 480 – Pavía 524), con la ilusión de encontrar en sus páginas el consuelo que la amenaza del covid-19 me niega. Insiste el autor, que sufrió el destierro y la pérdida de todos sus bienes para acabar siendo ejecutado a palos –sí, como lo leen–, que la fortuna es mudable y que no podemos poner nuestra esperanza ni en las riquezas, ni en los placeres corporales, ni en el poder. ¿En qué entonces? En una vida moral recta y, en último término, en Dios, nuestro creador, autor del orden que brilla en la naturaleza y fuente de toda felicidad.
Otra lectura en la que he buscado consuelo es Naturaleza, del poeta y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson (Boston 1803 – Concord 1882). Estoy de acuerdo con Emerson en que la naturaleza nos consuela con su belleza y con su protección. “En los bosques recobramos la razón y la fe. En ellos me parece que nada malo puede sucederme en la vida, ninguna desgracia, ninguna calamidad (mientras conserve los ojos) que la naturaleza no pueda reparar”.
Salgamos al campo, a los montes, a las praderas. En ellos, como canta san Juan de la Cruz en su Cántico espiritual, está Dios. “Mi Amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos”.
Así que, de un modo o de otro, acabamos en Dios. En la naturaleza trascendida de Dios hallo la consolación que la ciencia de los sedicentes expertos no me concede.