Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Nos
pasamos la vida esperando. Esperando algo o a alguien. Las esperas pueden ser
de cosas triviales o de cosas más o menos importantes. Se nos va a diario mucho
tiempo aguardando al metro o al autobús, en la cola de la caja del
supermercado, que se ponga verde el semáforo, que baje o suba el ascensor… Hay
lugares destinados precisamente a aguardar, como la sala de espera de la
consulta del médico.
El
tiempo de la espera es a menudo un tiempo perdido. Pero también podemos
aprovechar estos interludios obligados para leer o escuchar música a través de
auriculares conectados a un dispositivo de almacenamiento digital. Actualmente,
pocos viajeros del metro van leyendo, mientras que una gran mayoría están
pendientes de sus móviles. ¿Se comunican con alguien, juegan, o consultan sus
correos y mensajes?
Acabo
de disfrutar con la lectura de un libro titulado en la traducción española El tiempo regalado. Un ensayo sobre la
espera, debido a la escritora y periodista alemana Andrea Köhler. Con
penetrante análisis, la autora recorre pasajes de distintas obras de
pensamiento y literatura para mostrar que la espera es una vivencia humana
fundamental.
Fundamental,
aventuro yo, porque vivimos proyectados hacia el futuro, hacia lo que todavía
no es, hacia lo que está por llegar. Se nos aconseja, ya desde Horacio, que
aprovechemos el presente, “Carpe diem”, pero el presente es lábil, se nos
escurre entre las manos, incapaces de retenerlo. O sea, que el pasado se fue,
el presente, en el mismo instante en que hablo, ya se ha ido, y el futuro aún
no es.
Siendo
esto así, la espera nos instala en la lentitud. Afirma el dicho castellano que
“El que espera desespera”. Esto será verdad si nos consume la impaciencia o la
desconfianza. Pero ¡cuántas veces la espera de algo hermoso o de alguien
querido es gratificante, incluso más que la consecución de lo esperado o la
llegada misma del amado! El niño que sueña con los regalos de los Reyes Magos
puede que sea más feliz con esa ilusión que con los juguetes recibidos en la
mañana del 6 de enero.
Esta
gratificación de la espera ha desaparecido con la inmediatez que las modernas
tecnologías nos proporcionan en la comunicación. El rito de esperar la carta de
un amigo o de la amada, de abrir ceremoniosamente el sobre, sopesando el gozo
de la lectura de lo escrito, ha sido reemplazado por la respuesta instantánea
del correo electrónico.
Aprendamos
a esperar. Esperar a que maduren los frutos. Hoy se aceleran los procesos de
los cultivos, y apenas hay productos de temporada. Casi durante todo el año
podemos adquirir legumbres, hortalizas o frutas que antes se circunscribían a
una determinada estación.
Todo
lo queremos ya. Aflojemos el paso. No tengamos prisa. No nos saltemos el
semáforo en ámbar. Aprovechemos “el tiempo regalado”, las paradas que nos
impone la vida para practicar la sosegada meditación o contemplación en las
luminosas alturas del espíritu.
Los
límites de la espera lindan con la esperanza. Según el filósofo francés André
Comte-Sponville en La felicidad
desesperadamente, la esperanza es un deseo de algo de lo que carecemos, es
un deseo del que ignoramos si será o no satisfecho, y es un deseo cuya
satisfacción no depende de nosotros. También en la espera aguardamos algo que
aún no tenemos y algo que no está en nuestra mano conseguir. Pero, a diferencia
del que abriga esperanza, el que aguarda sabe que obtendrá, de un modo o de
otro, el objeto de su espera. Sabemos que el tren que esperamos llegará, que
disfrutaremos de las vacaciones tan esperadas, que se nos comunicará el
resultado de los análisis clínicos, aunque este no sea favorable.
La
esperanza tiene mucho que ver con el anhelo profundo de felicidad. Una
felicidad que nunca se ve colmada en esta vida. Las religiones prometen al
creyente que, cumplidas ciertas exigencias de fe y morales, será eternamente
feliz después de la muerte. En la esperanza religiosa no vale el aserto
“Mientras hay vida hay esperanza”. La felicidad en la que el creyente espera
tendrá su cumplimiento cuando la vida terrenal se acabe.
Sin
negar valor a la esperanza que mueve a quienes creen, creemos, en un Dios que
ama a los hombres y desea que sean felices, yo pienso que existen otras
esperanzas que pueden hacer nuestra existencia en este mundo más feliz.
Esperanzas que se relacionan con la ilusión y con la utopía que nos impulsan a
esforzarnos por hacer un mundo más justo y más solidario, en el que no haya
semejantes que pasen hambre y sed, y en el que unos a otros nos enjuguemos las
lágrimas de los ojos.