27 de mayo de 2018

La espera y la esperanza


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Nos pasamos la vida esperando. Esperando algo o a alguien. Las esperas pueden ser de cosas triviales o de cosas más o menos importantes. Se nos va a diario mucho tiempo aguardando al metro o al autobús, en la cola de la caja del supermercado, que se ponga verde el semáforo, que baje o suba el ascensor… Hay lugares destinados precisamente a aguardar, como la sala de espera de la consulta del médico.
El tiempo de la espera es a menudo un tiempo perdido. Pero también podemos aprovechar estos interludios obligados para leer o escuchar música a través de auriculares conectados a un dispositivo de almacenamiento digital. Actualmente, pocos viajeros del metro van leyendo, mientras que una gran mayoría están pendientes de sus móviles. ¿Se comunican con alguien, juegan, o consultan sus correos y mensajes?
Acabo de disfrutar con la lectura de un libro titulado en la traducción española El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera, debido a la escritora y periodista alemana Andrea Köhler. Con penetrante análisis, la autora recorre pasajes de distintas obras de pensamiento y literatura para mostrar que la espera es una vivencia humana fundamental.
Fundamental, aventuro yo, porque vivimos proyectados hacia el futuro, hacia lo que todavía no es, hacia lo que está por llegar. Se nos aconseja, ya desde Horacio, que aprovechemos el presente, “Carpe diem”, pero el presente es lábil, se nos escurre entre las manos, incapaces de retenerlo. O sea, que el pasado se fue, el presente, en el mismo instante en que hablo, ya se ha ido, y el futuro aún no es.
Siendo esto así, la espera nos instala en la lentitud. Afirma el dicho castellano que “El que espera desespera”. Esto será verdad si nos consume la impaciencia o la desconfianza. Pero ¡cuántas veces la espera de algo hermoso o de alguien querido es gratificante, incluso más que la consecución de lo esperado o la llegada misma del amado! El niño que sueña con los regalos de los Reyes Magos puede que sea más feliz con esa ilusión que con los juguetes recibidos en la mañana del 6 de enero.
Esta gratificación de la espera ha desaparecido con la inmediatez que las modernas tecnologías nos proporcionan en la comunicación. El rito de esperar la carta de un amigo o de la amada, de abrir ceremoniosamente el sobre, sopesando el gozo de la lectura de lo escrito, ha sido reemplazado por la respuesta instantánea del correo electrónico.
Aprendamos a esperar. Esperar a que maduren los frutos. Hoy se aceleran los procesos de los cultivos, y apenas hay productos de temporada. Casi durante todo el año podemos adquirir legumbres, hortalizas o frutas que antes se circunscribían a una determinada estación.
Todo lo queremos ya. Aflojemos el paso. No tengamos prisa. No nos saltemos el semáforo en ámbar. Aprovechemos “el tiempo regalado”, las paradas que nos impone la vida para practicar la sosegada meditación o contemplación en las luminosas alturas del espíritu.
Los límites de la espera lindan con la esperanza. Según el filósofo francés André Comte-Sponville en La felicidad desesperadamente, la esperanza es un deseo de algo de lo que carecemos, es un deseo del que ignoramos si será o no satisfecho, y es un deseo cuya satisfacción no depende de nosotros. También en la espera aguardamos algo que aún no tenemos y algo que no está en nuestra mano conseguir. Pero, a diferencia del que abriga esperanza, el que aguarda sabe que obtendrá, de un modo o de otro, el objeto de su espera. Sabemos que el tren que esperamos llegará, que disfrutaremos de las vacaciones tan esperadas, que se nos comunicará el resultado de los análisis clínicos, aunque este no sea favorable.
La esperanza tiene mucho que ver con el anhelo profundo de felicidad. Una felicidad que nunca se ve colmada en esta vida. Las religiones prometen al creyente que, cumplidas ciertas exigencias de fe y morales, será eternamente feliz después de la muerte. En la esperanza religiosa no vale el aserto “Mientras hay vida hay esperanza”. La felicidad en la que el creyente espera tendrá su cumplimiento cuando la vida terrenal se acabe.
Sin negar valor a la esperanza que mueve a quienes creen, creemos, en un Dios que ama a los hombres y desea que sean felices, yo pienso que existen otras esperanzas que pueden hacer nuestra existencia en este mundo más feliz. Esperanzas que se relacionan con la ilusión y con la utopía que nos impulsan a esforzarnos por hacer un mundo más justo y más solidario, en el que no haya semejantes que pasen hambre y sed, y en el que unos a otros nos enjuguemos las lágrimas de los ojos.

20 de mayo de 2018

El mundo del teatro


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El mundo del teatro tiene su propio espacio. El espectador, aunque ocupe la primera fila del patio de butacas, siempre está separado del escenario, donde actúan los actores y donde se desarrolla la acción. El teatro está sujeto a sus propias reglas, que no son las mismas que rigen en la vida real. Pero, dentro de ese espacio propio y sin transgredir esas reglas propias, el teatro debe conectar con el espectador. Si esta conexión no se produce, el arte escénico fracasa. El caso extremo de fracaso se daría en una obra teatral sin público.
Hace unos días, Germán Ubillos Orsolich, autor teatral, novelista y articulista de brillante y reconocida trayectoria, nos invitó a mi mujer y a mí a presenciar, en la Sala Manuel de Falla de la sede en Madrid de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), el drama Rey o Bufón, acertado título de la versión española de Escorial, obra del dramaturgo y poeta belga Michel de Ghelderode (1898-1962).
La adaptación del drama de Ghelderode en esta representación ha corrido a cargo del gran director, actor y autor teatral Ángel Borge, a quien yo había visto dirigir e interpretar obras de Ubillos, como Evelynne y John y El reinado de los lobos. En esta ocasión, Germán actuó solo como presentador, con unas breves y certeras palabras de introducción.
Era la primera vez que en la sala de la SGAE se representaba una obra de teatro. Después, consultando la hemeroteca, he descubierto que este drama se había programado el 2 de marzo de 2012 en el Teatro Juan Bravo de Segovia, en versión y dirección de Eva del Palacio, de la Compañía Morboria, con el título de El Rey y el Bufón.
En la Sala Manuel de Falla, la puesta en escena era de una impactante sobriedad: en el centro del escenario, el sillón del trono del Rey, y sobre un pedestal a la izquierda del espectador, una corona dorada. Solo tres personajes llevan el peso de la acción: al Rey y al Bufón se añade el Monje. Cabría hablar de un cuarto personaje, que en esta versión no aparece: la Reina, de la que el Monje anuncia que está agonizando.
El núcleo del argumento reside en la confrontación del Rey, despótico, de humor cambiante, lleno de contradicciones, dudas y miedos, y el Bufón, maléfico, inteligente y artero. Deducimos por alusiones que ambos personajes se disputan el amor de la Reina.
He sostenido al comienzo de este artículo la exigencia de que el teatro conecte con el espectador para que la acción dramática adquiera vida. Pues bien, desde el comienzo de Rey o Bufón, los ladridos de unos perros que no vemos y la orden del Rey enloquecido de que dejen de ladrar, mandando al Bufón que, si es preciso, los mate, nos introducen en una atmósfera agobiante y angustiosa, típica de los dramas de Ghelderode.
Al monólogo inicial del Rey, genialmente interpretado por Ángel Borge, sigue el diálogo con el Bufón, cuyo papel encarna con acierto Antonio Martínez. El clímax se produce cuando el Rey propone al Bufón intercambiar sus papeles y le ciñe la corona real. El Bufón se mete tan de lleno en su nuevo rol que se niega a devolver al Rey la corona.
Como ocurre con toda la obra dramática de Ghelderode, Rey o Bufón está llena de sugerencias susceptibles de múltiples interpretaciones. A mí me venía a la mente la tantas veces citada frase del historiador y político inglés lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. El Rey manda al Bufón con desmedida autoridad que le haga reír. Y el simple hecho de ceñir una corona pervierte al Bufón y le incita a arrogarse un poder del que carecía. Por asociación de ideas pienso en el turbador monólogo de Concha Velasco en Reina Juana. ¿Es el amor no correspondido a Felipe el Hermoso lo que vuelve loca a la hija de los Reyes Católicos, o es “la voluntad de poder”, de acuerdo con la expresión que acuñara el filósofo alemán Nietzsche?
Un giro inesperado lleva a los dos personajes a despojarse de sus respectivos papeles y reconocerse como… sencillamente seres humanos.
La estricta formación católica de Ghelderode le llevó a renegar de su fe, pero no de su creencia en el diablo. Como él mismo declararía: “La existencia del diablo es verdadera, basta con observar alrededor de uno. Dios se manifiesta raramente”. El Monje de Rey o Bufón representa para el dramaturgo belga la figura de la religión opresora, que entraña la muerte.
Así, el mundo del teatro en la farsa de Ghelderode cobra vida, vida real, y se transforma en tragedia de resonancias shakespearianas con la irrupción irremediable de la muerte.

13 de mayo de 2018

La vida interior


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Si ya es difícil definir la vida humana, aún resulta más complicado determinar en qué consista la vida interior.
¿Que por qué me interesa indagar en semejante forma de vida, sobre la que se insistía, y a lo mejor se sigue insistiendo, en monasterios, conventos y órdenes religiosas?
Los eremitas que se retiraban a la soledad del desierto, los hombres y las mujeres que abrazaban el monacato, quienes ingresaban en algún noviciado o seminario…, buscaban el silencio y el recogimiento para entregarse a la meditación y la oración, para vivir, como se les exhortaba, “en presencia de Dios”.
Escribo estas acciones en pasado, aunque sé que, salvo en el caso de los eremitas, continúa habiendo personas que escuchan la llamada de Dios y se meten monjas o monjes, religiosas o religiosos, y sacerdotes –en la Iglesia católica no hay sacerdotisas–… Pero, como lamentan los responsables de estas instituciones, cada vez hay menos vocaciones a cualquiera de tales maneras de existencia consagrada a Dios.
Así que la vida interior que se cultivaba en cenobios, monasterios, conventos, seminarios y demás centros religiosos es casi una reliquia de tiempos pasados. En la actualidad, a quienes vivimos en el siglo –de ahí viene la palabra ‘seglar’–, a los laicos de toda condición, nos suena a chino la vida interior. Estamos volcados al exterior, inmersos en el mundo que nos rodea, sometidos a un bombardeo de noticias sobre lo que sucede en cualquier punto del orbe, que la mayor parte de las veces es triste y luctuoso.
Los periodistas y los escritores que solemos publicar en las páginas de la prensa denominadas “de opinión” nos ocupamos casi exclusivamente de comentar hechos y sucesos de la vida política, social, económica…, o sea de la vida exterior. Raro es encontrar algún artículo en el que el autor hable de su vida interior, o de la vida interior de otras personas.
Me saldrá al paso el lector llamándome la atención sobre la circunstancia de que aún no he dicho a qué me refiero con la expresión “vida interior”. Ya me he curado en salud advirtiendo que resulta arduo esbozar siquiera qué sea semejante vida. No obstante, apuntaré algunas notas sobre la misma, sin ningún ánimo de zanjar la cuestión.
En el flujo de consciencia que circula por nuestra mente se suceden recuerdos de lo vivido, pensamientos e ideas, sentimientos y emociones, suscitados por cualquier causa o experiencia. Sobre este monólogo interior, la mayor parte del tiempo no ejercemos ningún tipo de control, esa circulación va por libre, configurando nuestro carácter, nuestro humor, nuestra manera de ser y de comportarnos.
Las técnicas de meditación y contemplación tratan de hacernos conscientes de ese mundo del subconsciente, y nos invitan a procurar que pensamientos y sentimientos sean positivos, o sea, que transmutemos la tristeza en alegría, el pesimismo en optimismo, la ira en sosiego, el odio en amor, la venganza en perdón… Ideas y emociones son capaces de curarnos de muchos males y de muchas dolencias. La fuerza mental nos hace dueños de nuestras acciones.
Tomo de la filosofía escolástica y del empirismo una máxima que en latín reza así: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, que en román paladino puede traducirse como “Nada hay en el intelecto que antes no estuviere en los sentidos”. Quiere ello decir que no existen ideas innatas, que todo cuanto bulle en nuestro interior tiene su origen en lo que percibimos a través de los sentidos. De ahí que sea importante buscar entornos naturales que alimenten sensaciones luminosas y placenteras. Pasear por el campo, por el monte, con un arroyo que corre a la vera del camino, entre esbeltos pinos, con el límpido cielo sobre nuestras cabezas, nos libera de las telarañas que los paisajes urbanos, contaminados y ruidosos, tejen en nuestros ojos y en nuestra mente.
Un estrato superior a los sentidos y a la mente es el espíritu. En el lenguaje de la religión esta distinción tendría su correlato en la ascética y la mística. El asceta se ejercita en la mortificación, en el dominio de las pasiones, para alcanzar bienes del alma. El místico llega a un estado de unión íntima y amorosa con la divinidad, como quiera que esta se entienda.
Tanto ascetas como místicos buscan el silencio, externo e interno. En el silencio nacen los grandes descubrimientos, las grandes creaciones del espíritu.
Y la espera en la que, de una manera o de otra, siempre estamos instalados se transforma en esperanza.
Pero a la espera y la esperanza dedicaré otro artículo.


6 de mayo de 2018

Paisaje desde el tren


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Tenía por delante más de cuatro horas de viaje en un tren Alvia que me llevaría a Santander desde Madrid. ¿En qué ocupar ese tiempo de obligado confinamiento?
Mi vista poco aguda y lo pequeño de las pantallas de televisión que hay en el techo del vagón me impiden, aunque me apeteciera, que la mayor parte de las veces no es el caso, ver la película que emiten.
Suelo llevar conmigo un pequeño libro y puedo aprovechar la oportunidad para entregarme a la lectura. Si viajo con mi mujer, gran viajera, no nos falta conversación. Conversación que, si voy solo, trato de entablar con mi compañero o compañera de asiento, que no siempre se prestan a la comunicación. Una mujer joven con la que coincidí en un reciente viaje a Barcelona se excusó diciéndome que tenía que preparar un informe para una reunión de trabajo. Cada vez hay más viajeros que abren el portátil para trabajar –o tal vez jugar– con él.
A mí, poco dado a viajar, siempre me ha gustado contemplar el paisaje a través de la ventanilla. A esta contemplación me entregué en el viaje a Santander al que me refiero.
Después de las pasadas e intensas lluvias, los campos de Castilla están verdes, compitiendo casi en verdor con las praderas y montañas cántabras. El verde es un color sedante, sosiega la vista y el alma. Tierras de pinares, los pinos de ancha copa de Valladolid, tan diferentes de los pinos silvestres o albares que predominan en la sierra de Guadarrama, así en El Espinar. Plantaciones jóvenes de chopos, en hileras muy apretadas. He preguntado y me han informado de que su finalidad es el aprovechamiento maderero. Como antes se aprovechaban los eucaliptos, tan dañinos al suelo, para la fabricación de pasta de papel.
La velocidad, que es alta cuando el tren circula por vías del AVE, disminuye notablemente al recorrer la montuosa Cantabria, permitiendo una visión más reposada. Los dilatados horizontes de la Meseta dejan lugar a la cercana caricia de la hierba, de los árboles, los arbustos y las matas.
Pero este idilio con la hermosa naturaleza, más o menos transformada por la mano del hombre, desaparece en las proximidades de las poblaciones por las que pasamos. Los aledaños de las ciudades, y en mayor medida cuanto más grandes son, están plagados de feas construcciones, muchas de ellas abandonadas y en ruinas, sucias fábricas y naves industriales sin actividad… Por el suelo, restos y desechos de las transformaciones que ha experimentado el ferrocarril, antiguas traviesas, viejos vagones, palés y grava amontonados.
Los mismos edificios habitados de los suburbios, muy cerca de los cuales pasa el tren, son anodinos, carentes de toda gracia; su arquitectura adolece de una total falta de arte, ya sea antiguo o moderno.
Para acabar de afear el entorno, tapias, vallas, paredes y muros aparecen cubiertos de desafortunados grafitis. Aunque esta a juicio de algunos muestra artística de nuestro tiempo no es exclusiva de tales alrededores urbanos degradados, sino que también puede encontrarse en barrios céntricos, donde los grafiteros, incansables depredadores de cualquier espacio vacío, no perdonan escaparates, lunas, cierres, persianas, puertas, columnas y pilares. Se repiten en los grafitis rotulaciones sin significado y monótonas manchas de color.
Ya el arte abstracto nos había acostumbrado a la ausencia de figuración. Pero hay, o puede haber, en la abstracción artística, una plasmación de luces y formas impactantes, sugerentes, composiciones geométricas y cromáticas llenas de movimiento y visualidad. Todo lo cual, a mi indocumentado juicio, está ausente en los sucios grafitis.
Sé que me he quedado antiguo. Y que disfruto con indecible deleite al contemplar pinturas figurativas no modernas, como hace unas semanas en la visita al Museo Sorolla en Madrid. Salí renovado por playas luminosas con figuras aladas de niños, de mujeres y hasta de un caballo, junto a retratos magistrales de nobles personajes. Enriquecían la exposición permanente interesantes muestras de la moda de trajes y aditamentos que estaba vigente en la época del gran pintor valenciano.
Pero me he ido del tren y del paisaje que me fue dado observar desde la ventanilla. Comento con mi mujer qué gran labor de limpieza y embellecimiento sería “barrer” de las afueras suburbanas tantas edificaciones sin utilidad ni prestancia alguna.
Sería también una forma de dar trabajo a cuadrillas de obreros y transportistas. Pero ¿adónde llevar los restos de esta demolición y qué hacer con ellos?
Embellecer un paisaje puede significar levantar en otro lugar montones de residuos muy difíciles o imposibles de reciclar.