Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
El
mundo del teatro tiene su propio espacio. El espectador, aunque ocupe la
primera fila del patio de butacas, siempre está separado del escenario, donde
actúan los actores y donde se desarrolla la acción. El teatro está sujeto a sus
propias reglas, que no son las mismas que rigen en la vida real. Pero, dentro
de ese espacio propio y sin transgredir esas reglas propias, el teatro debe
conectar con el espectador. Si esta conexión no se produce, el arte escénico
fracasa. El caso extremo de fracaso se daría en una obra teatral sin público.
Hace
unos días, Germán Ubillos Orsolich, autor teatral, novelista y articulista de
brillante y reconocida trayectoria, nos invitó a mi mujer y a mí a presenciar,
en la Sala Manuel de Falla de la sede en Madrid de la Sociedad General de
Autores y Editores (SGAE), el drama Rey o Bufón, acertado título de la
versión española de Escorial, obra del dramaturgo y poeta belga Michel de
Ghelderode (1898-1962).
La
adaptación del drama de Ghelderode en esta representación ha corrido a cargo
del gran director, actor y autor teatral Ángel Borge, a quien yo había visto
dirigir e interpretar obras de Ubillos, como Evelynne y John y El reinado de
los lobos. En esta ocasión, Germán actuó solo como presentador, con unas
breves y certeras palabras de introducción.
Era
la primera vez que en la sala de la SGAE se representaba una obra de teatro.
Después, consultando la hemeroteca, he descubierto que este drama se había
programado el 2 de marzo de 2012 en el Teatro Juan Bravo de Segovia, en versión
y dirección de Eva del Palacio, de la Compañía Morboria, con el título de El
Rey y el Bufón.
En
la Sala Manuel de Falla, la puesta en escena era de una impactante sobriedad:
en el centro del escenario, el sillón del trono del Rey, y sobre un pedestal a
la izquierda del espectador, una corona dorada. Solo tres personajes llevan el
peso de la acción: al Rey y al Bufón se añade el Monje. Cabría hablar de un
cuarto personaje, que en esta versión no aparece: la Reina, de la que el Monje
anuncia que está agonizando.
El
núcleo del argumento reside en la confrontación del Rey, despótico, de humor
cambiante, lleno de contradicciones, dudas y miedos, y el Bufón, maléfico,
inteligente y artero. Deducimos por alusiones que ambos personajes se disputan
el amor de la Reina.
He
sostenido al comienzo de este artículo la exigencia de que el teatro conecte
con el espectador para que la acción dramática adquiera vida. Pues bien, desde
el comienzo de Rey o Bufón, los ladridos de unos perros que no vemos y la
orden del Rey enloquecido de que dejen de ladrar, mandando al Bufón que, si es
preciso, los mate, nos introducen en una atmósfera agobiante y angustiosa,
típica de los dramas de Ghelderode.
Al
monólogo inicial del Rey, genialmente interpretado por Ángel Borge, sigue el
diálogo con el Bufón, cuyo papel encarna con acierto Antonio Martínez. El
clímax se produce cuando el Rey propone al Bufón intercambiar sus papeles y le
ciñe la corona real. El Bufón se mete tan de lleno en su nuevo rol que se niega
a devolver al Rey la corona.
Como
ocurre con toda la obra dramática de Ghelderode, Rey o Bufón está llena de
sugerencias susceptibles de múltiples interpretaciones. A mí me venía a la
mente la tantas veces citada frase del historiador y político inglés lord
Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe
absolutamente”. El Rey manda al Bufón con desmedida autoridad que le haga reír.
Y el simple hecho de ceñir una corona pervierte al Bufón y le incita a
arrogarse un poder del que carecía. Por asociación de ideas pienso en el
turbador monólogo de Concha Velasco en Reina Juana. ¿Es el amor no
correspondido a Felipe el Hermoso lo que vuelve loca a la hija de los Reyes
Católicos, o es “la voluntad de poder”, de acuerdo con la expresión que acuñara
el filósofo alemán Nietzsche?
Un
giro inesperado lleva a los dos personajes a despojarse de sus respectivos
papeles y reconocerse como… sencillamente seres humanos.
La
estricta formación católica de Ghelderode le llevó a renegar de su fe, pero no
de su creencia en el diablo. Como él mismo declararía: “La existencia del
diablo es verdadera, basta con observar alrededor de uno. Dios se manifiesta
raramente”. El Monje de Rey o Bufón representa para el dramaturgo belga la
figura de la religión opresora, que entraña la muerte.
Así,
el mundo del teatro en la farsa de Ghelderode cobra vida, vida real, y se
transforma en tragedia de resonancias shakespearianas con la irrupción
irremediable de la muerte.
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