20 de mayo de 2018

El mundo del teatro


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El mundo del teatro tiene su propio espacio. El espectador, aunque ocupe la primera fila del patio de butacas, siempre está separado del escenario, donde actúan los actores y donde se desarrolla la acción. El teatro está sujeto a sus propias reglas, que no son las mismas que rigen en la vida real. Pero, dentro de ese espacio propio y sin transgredir esas reglas propias, el teatro debe conectar con el espectador. Si esta conexión no se produce, el arte escénico fracasa. El caso extremo de fracaso se daría en una obra teatral sin público.
Hace unos días, Germán Ubillos Orsolich, autor teatral, novelista y articulista de brillante y reconocida trayectoria, nos invitó a mi mujer y a mí a presenciar, en la Sala Manuel de Falla de la sede en Madrid de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), el drama Rey o Bufón, acertado título de la versión española de Escorial, obra del dramaturgo y poeta belga Michel de Ghelderode (1898-1962).
La adaptación del drama de Ghelderode en esta representación ha corrido a cargo del gran director, actor y autor teatral Ángel Borge, a quien yo había visto dirigir e interpretar obras de Ubillos, como Evelynne y John y El reinado de los lobos. En esta ocasión, Germán actuó solo como presentador, con unas breves y certeras palabras de introducción.
Era la primera vez que en la sala de la SGAE se representaba una obra de teatro. Después, consultando la hemeroteca, he descubierto que este drama se había programado el 2 de marzo de 2012 en el Teatro Juan Bravo de Segovia, en versión y dirección de Eva del Palacio, de la Compañía Morboria, con el título de El Rey y el Bufón.
En la Sala Manuel de Falla, la puesta en escena era de una impactante sobriedad: en el centro del escenario, el sillón del trono del Rey, y sobre un pedestal a la izquierda del espectador, una corona dorada. Solo tres personajes llevan el peso de la acción: al Rey y al Bufón se añade el Monje. Cabría hablar de un cuarto personaje, que en esta versión no aparece: la Reina, de la que el Monje anuncia que está agonizando.
El núcleo del argumento reside en la confrontación del Rey, despótico, de humor cambiante, lleno de contradicciones, dudas y miedos, y el Bufón, maléfico, inteligente y artero. Deducimos por alusiones que ambos personajes se disputan el amor de la Reina.
He sostenido al comienzo de este artículo la exigencia de que el teatro conecte con el espectador para que la acción dramática adquiera vida. Pues bien, desde el comienzo de Rey o Bufón, los ladridos de unos perros que no vemos y la orden del Rey enloquecido de que dejen de ladrar, mandando al Bufón que, si es preciso, los mate, nos introducen en una atmósfera agobiante y angustiosa, típica de los dramas de Ghelderode.
Al monólogo inicial del Rey, genialmente interpretado por Ángel Borge, sigue el diálogo con el Bufón, cuyo papel encarna con acierto Antonio Martínez. El clímax se produce cuando el Rey propone al Bufón intercambiar sus papeles y le ciñe la corona real. El Bufón se mete tan de lleno en su nuevo rol que se niega a devolver al Rey la corona.
Como ocurre con toda la obra dramática de Ghelderode, Rey o Bufón está llena de sugerencias susceptibles de múltiples interpretaciones. A mí me venía a la mente la tantas veces citada frase del historiador y político inglés lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. El Rey manda al Bufón con desmedida autoridad que le haga reír. Y el simple hecho de ceñir una corona pervierte al Bufón y le incita a arrogarse un poder del que carecía. Por asociación de ideas pienso en el turbador monólogo de Concha Velasco en Reina Juana. ¿Es el amor no correspondido a Felipe el Hermoso lo que vuelve loca a la hija de los Reyes Católicos, o es “la voluntad de poder”, de acuerdo con la expresión que acuñara el filósofo alemán Nietzsche?
Un giro inesperado lleva a los dos personajes a despojarse de sus respectivos papeles y reconocerse como… sencillamente seres humanos.
La estricta formación católica de Ghelderode le llevó a renegar de su fe, pero no de su creencia en el diablo. Como él mismo declararía: “La existencia del diablo es verdadera, basta con observar alrededor de uno. Dios se manifiesta raramente”. El Monje de Rey o Bufón representa para el dramaturgo belga la figura de la religión opresora, que entraña la muerte.
Así, el mundo del teatro en la farsa de Ghelderode cobra vida, vida real, y se transforma en tragedia de resonancias shakespearianas con la irrupción irremediable de la muerte.

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