27 de julio de 2017

Días de poesía y música

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Días de poesía y música en Santander. Poesía por las mañanas y música por las tardes. Días de vino y rosas, el vino de la poesía y las rosas de la música. O también podría ser al revés, el vino de la música que embriaga y las rosas de la poesía, por aquello de Juan Ramón: “No le toques ya más, que así es la rosa”. La rosa del poema. El poema que se le da al poeta y le sorprende, y luego él sorprende al lector u oyente. Así, el poeta Gonzalo Rojas, chileno del sur, de los sures, de allá abajo de ese país tan largo y estrecho, con el que vamos a conversar en el encuentro “A zaga de tu huella” (Saludo del centenario: Gonzalo Rojas, Premio Cervantes 2003), de la mano y la sabiduría de poetas y profesores convocados en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el palacio de La Magdalena junto al mar, gracias al patrocinio de la Fundación Chile-España, que preside Emilio Gilolmo y dirige María Ángeles Osorio, y de la Asociación Cultural Plaza Porticada, presidida por Elena García Botín.
Pronto, muerto el padre de Gonzalo cuando este tenía cuatro años, la madre abandona Lebu con sus seis hijos y se muda a Concepción. Un vaticinio de lo que sería la vida itinerante del poeta: Iquique, Santiago, Atacama, Valparaíso, París, China, Cuba, República Democrática Alemana, Venezuela, Estados Unidos, para regresar a Chile, donde moriría en su casa de Chillán (2011).
Antonio Fernández Ferrer, catedrático de la Universidad de Alcalá, dirige el encuentro; José Corredor-Mateos, poeta, ensayista y traductor, nos acerca la memoria de Gonzalo Rojas; Fabienne Bradu, escritora y traductora, bajo el título de “El volcán y el sosiego” traza una magistral biografía del poeta, acompañada por Rodrigo Rojas Mackenzie, quien intercala fragmentos de poemas de su padre; el poeta y ensayista Juan Malpartida, director de “Cuadernos Hispanoamericanos”, sitúa a Gonzalo Rojas en el contexto de la modernidad; Adriana Valdés, vicedirectora de la Academia Chilena de la Lengua, diserta sobre el exilio y el exilio interior de los escritores chilenos coetáneos de Rojas; María Ángeles Pérez López, profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, esclarece el relámpago del eros en Gonzalo Rojas; el poeta y ensayista Pedro Lastra, miembro de la Academia Chilena de la Lengua, actualiza los encuentros de escritores en Concepción que propició nuestro poeta; el secretario del encuentro Juan Antonio González Fuentes leyó el trabajo “Las voces del poeta Gonzalo Rojas”, del poeta y ensayista Juan Gustavo Cobo Borda, que no pudo asistir al acto; y Alicia Gómez Navarro, directora de la Residencia de Estudiantes, evocó las visitas de Gonzalo Rojas a esta preclara institución, en la que a través de un vídeo pudimos ver y escuchar al poeta recitando algunos de sus poemas. Y como colofón de las jornadas, la actriz Rosa Gil nos deleitó con la lectura de más poemas rojianos.
Gonzalo Rojas cantó al carbón de su infancia en Lebu, al silencio que no cabe en todo el hueco del mar, al Dios numinoso, a la mujer que nos salva por el amor, a las piedras que nadie ve porque son de nadie, al árbol axial que une el cielo con la tierra, a Teresa, la de Ávila, alta y sagrada, a Juan de Yepes, él que se declaró “místico concupiscente”… Asombra y sorprende la poesía de Rojas por su palabra inesperada, por su oscura claridad, por su libertad –Gonzalo Rojas fue “anarca”, nunca al dictado de ninguna ideología–, por su metamorfosis ovidiana de lo mismo, con ecos grecolatinos y españoles. En su poesía están el mundo y la vida, la realidad toda pasada por la experiencia de este grandísimo poeta que se confesó perenne aprendiz e inconcluso. Un relámpago, que nos sigue iluminando después de extinguido su fulgor.
Y música por las tardes en el Palacio de Festivales: maestros consagrados y jóvenes aventajados interpretan a Rabl, Mozart, Richard y Franz Strauss, Franck, Mussorgsky, Poulenc y Brahms. Desde lo alto de la fila 27 se me antojan los intérpretes en el escenario pequeñas figuras de una caja de música. Que me traslada una vez más a la emoción ebria –sí, el vino– de los sueños.

Mientras que en la iglesia de Santa Lucía, repleta de fieles, actúa el grupo Kawá, cuatro cantores ugandeses traídos de gira a España por “Música para salvar vidas”, ONG que preside mi incansable y admirable amiga Elisabeth Michot, y que mantiene en la capital de Uganda un orfanato consagrado a la formación integral de niños y jóvenes. Con sus gospels y sus cantos nacidos de las entrañas vivas de África, Kawá nos eleva a la región etérea donde Jesús abraza a los peregrinos salvados por la música del amor. 

19 de julio de 2017

Un día en la vida de un catalán independentista

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

No bien levantarse de la cama, ya se siente catalán de los pies a la cabeza. Muy superior a esos españoles, vagos de nacimiento, que no piensan en otra cosa más que en comer, beber y, bueno, eso que empieza por efe.
Su desayuno debe distinguirse de cualquier otro vulgar y tener un toque catalán. Así él no puede prescindir del pa amb tomàquet para acompañar el café con leche.
Si coge el autobús para ir a la oficina, donde trabaja como administrativo de un bufete de abogados, y el autobús tarda en llegar, piensa que esos retrasos desaparecerán cuando Cataluña consiga la anhelada independencia.
Como dejarán de producirse los atascos en los que se ve envuelto cuando se desplaza en coche.
Nadie impedirá que, siendo como somos una nación, lo que reconoce incluso el insuficiente estatuto de autonomía, tengamos nuestro propio Estado independiente. Independiente de la España que nos roba. Y del Gobierno español, que ni siquiera permite votar en un referendo de autodeterminación, el derecho más inviolable de los demócratas. A un buen independentista como él no le vale la “plurinacionalidad”, la propuesta de algunos políticos de conceder la categoría de nación, o de nacionalidad histórica, a otras comunidades autónomas
Cuando se declare la República Democrática de Cataluña, las malas lenguas auguran que no habrá en ella libertad de expresión, ni se permitirá que, por ejemplo, el Valle de Arán, o cualquier otra región o provincia, se pronuncien por separarse de Cataluña. Pero ¿cómo o por qué van a querer abandonar el paraíso catalán?
En el trabajo, nuestro hombre observa con satisfacción que todos los documentos están en catalán, como están en la querida lengua catalana los rótulos de los comercios. La “inmersión lingüística” y la educación prácticamente toda en catalán han dado espléndidos resultados. Quien quiera venir a trabajar en Cataluña que aprenda el catalán.
Ha leído en la prensa la queja de un castellanohablante que, en carta al director del periódico, se lamentaba de que le resultaba difícil entender la obsesión enfermiza de la sanidad pública de Cataluña por marginar el español. Hasta una simple receta, un comprobante de visita médica o instrucciones para un análisis están en catalán.
A él le parece que una nación como la catalana debe expresarse en su propia lengua. ¡Ya está bien de ser colonizados por el castellano! Por cierto, él compra el Avui y no comprende cómo es que La Vanguardia se edita en español.
Su comida del mediodía es típicamente catalana: escalivada de entrada y después butifarra con alubias. Y si bebe, elige vinos de la Coca de Barberà, del Ampurdán o del Priorato. ¡Hasta ahí podíamos llegar que en Cataluña, la tierra de los mejores caldos y del mejor cava del mundo, se introdujesen denominaciones de origen de La Rioja o de la Ribera de Duero!
No se echa la siesta, invento de la perezosa España. Y le molesta que en Cataluña se puedan ver canales de televisión en español. Las series y las películas que él ve están dobladas al catalán. ¡Faltaría más!
En las noticias de la noche ha oído que Puigdemont y Junqueras se echan en cara mutuamente no querer firmar la convocatoria del referendo de independencia, y ni siquiera el recibo de compra de las urnas para la votación, pues el coste de una firma de esa especie sería la inhabilitación administrativa y una cuantiosa multa.
Nuestro catalán independentista se acuesta con la preocupación de que sus gobernantes no estén a la altura del admirable pueblo catalán que, con total unanimidad, clama por librarse de las cadenas de la pérfida España y por gozar de las inmensas ventajas de la independencia.
Contra lo que pronostican los pájaros de mal agüero, la Unión Europea acogerá con los brazos abiertos a la más culta y europea nación de toda Europa.
Con este pensamiento se olvida de las miserias de unos políticos enredados en estériles discusiones y demasiado mirados por su patrimonio e ingresos, y logra conciliar el sueño.

Ay, soñar con la Arcadia feliz no cuesta dinero.

12 de julio de 2017

Adiós, Suzuki

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Aunque, remedando a nuestro añorado convecino Gonzalo Menéndez-Pidal, que tenía un coche como el mío, más bien debería decir: “Adiós, Mizuki”.
Todavía anda en trayectos cortos y medianos. Pero, con calor y después de recorridos unos treinta kilómetros, empieza a dar tirones, como si no le llegara el aire, quiero decir la gasolina, al carburador, hasta que finalmente se para con estruendo estertóreo y aparatosas luces amarillas que se encienden en el salpicadero.
Si antes de la parada respiratoria consigo apartarme al arcén, al cabo de un rato se enfría el motor y el coche arranca de nuevo, para andar a poca velocidad otro nuevo trecho. Así, a trancas y barrancas, conseguí llegar a Madrid en el último viaje a lomos del Suzuki.
En una bochornosa tarde de un martes y trece, a la altura de Torrelodones en la A-6, tuve que llamar a la grúa. ¡Qué desvalimiento, amén del evidente riesgo de ser arrollado por alguno de los mastodónticos camiones que, cuando estás parado, tienes la sensación de que circulan a gran velocidad! Y, claro, después de estar detenido y enfriarse, el coche subió por sus propios medios a la plataforma de la grúa.
El coche ha pasado por las manos de tres mecánicos, de los que me consta que son competentes, pero ni a ellos ni a la máquina de diagnosis les reproduce la avería.
Mi yerno ha entrado en un foro de Internet en el que varios usuarios de un Jimny todoterreno como el mío describen una avería semejante y opinan que se debe al sensor de levas. Así que le indiqué al jefe del último taller al que llevé el coche que bajo mi responsabilidad cambiara el susodicho sensor de levas. No ha servido de nada.
El Suzuki ha dicho que hasta aquí hemos llegado, que son 15 años los que cumplirá el próximo mes de agosto y que ya le toca jubilarse.
Estoy muy triste. Lo miro y aún lo encuentro altivo y con buen aspecto. ¡Cuántos gratos recuerdos me hace revivir, a cuántos parajes de El Espinar y alrededores me ha llevado para después pasear a pie por ellos!
Solo una vez nos dejó tirados a mi mujer Ana y a mí en un trampal, más por imprudencia mía que por impotencia suya.
Y qué alegría montar en su habitáculo acogedor cuando regresaba cansado de una marcha, como una vez que había luchado con la nieve para subir a la Cruz de Pedro Álamo y el Jimny me esperaba paciente y fiel en la senda de Santa Quiteria.
Hace unos días hasta había pasado sin problemas la ITV.
Adiós, Suzuki. No quiero imaginarte en el cementerio de coches, ni en el desguace, troceada tu integridad para repuesto de otros semejantes necesitados de tus piezas en buen estado.
Prefiero pensarte en el camino de la Dehesa atravesado por arroyos como el de la Granjera y el Guijo, o en las umbrías del Baldío, o en la garganta de Ruy Vázquez recorrida por el río Moros, o en la pista forestal entre El Espinar y San Rafael que mandó construir mi abuelo materno Fernando Baró siendo Director General de Montes.
Nos hemos llevado bien, ¿verdad? Has formado parte de la imagen de mi casa, aparcado delante de la puerta del jardín.
A mi nueva mujer, Angelina, también le has gustado, y ha disfrutado de tu austera comodidad, aunque últimamente haya sufrido los achaques de tu avanzada edad.
Será difícil sustituirte, leal servidor. Nos acostumbramos a unas rutinas, a unos reflejos, al tacto de los pedales, al cambio de marchas. Este verano he manejado dos coches diferentes que me habían prestado amigos generosos, y me costaba hacerme a sus mandos.
Toda despedida es difícil y no quiero alargar más la nuestra.
Baste mi emocionado ¡Adiós, Suzuki!


6 de julio de 2017

En busca de temas

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Cuando se acerca el miércoles, día en el que desde el 26 de abril de 2006 El Adelantado de Segovia publica un artículo mío en su sección de Opinión –gracias por tu confianza, querida directora–, miro a mi alrededor o dentro de mí en busca de un tema que pueda interesar a los lectores.
Puede ocurrir que tenga que elegir entre varias posibilidades, o que haya una que se imponga claramente a las demás, o –lo que es peor– que no vea con nitidez de qué puedo escribir con un mínimo de solvencia e interés.
Hace un par de semanas, en la presentación del libro “Prensa, democracia y libertad”, obra del maestro de periodistas Antonio Fontán, me encontré con otro gran periodista, Ramón Pi, cuyos escritos hacía tiempo que yo echaba de menos en la prensa diaria.
–Me he jubilado –me dijo– y ahora puedo dedicarme a leer, sin la urgencia de mandar al periódico o a la revista con los que colaboraba el obligado artículo.
Y me confesó la desazón que a veces experimenta el articulista al enfrentarse a la página en blanco, hoy más bien a la pantalla vacía del ordenador.
En ocasiones, hay quien, con buena voluntad, me sugiere algún asunto del que tratar en “Las palabras y la vida”.
–Ahí tienes un artículo.
Pero lo que a mi interlocutor le parece interesante, a mí, que soy quien tiene que tratarlo, puede dejarme indiferente. Y tengo la experiencia de que los temas que hallan un mayor eco en los lectores suelen ser los más inesperados.
Despliego el abanico de opciones que se me presentaban para el artículo del miércoles 5 de julio, o sea, hoy:
–La brillante idea de la “plurinacionalidad”, alumbrada en el último Congreso Federal del PSOE.
–Mi lucha, cada día más enconada, para abrir envases de todo tipo.
–El calor, los aparatos de aire acondicionado y los ventiladores de toda la vida.
–Los cuarenta años transcurridos desde las primeras elecciones democráticas, en las que votamos con una ilusión que hoy parece defraudada por motivos no siempre aclarados.
–El calor y el cambio climático.
–El reciente convenio firmado entre la FES (Federación Empresarial Segoviana) y la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Segovia capital, al frente de la cual está mi admirada Marifé Santiago Bolaños, incansable en su labor de filósofa, escritora y generadora de ideas y proyectos, con el objetivo de potenciar el trabajo conjunto en pro de una mayor presencia cultural en los distintos ámbitos ciudadanos.
–El calor que aún nos espera en el verano que acaba de comenzar…
Si el criterio para elegir el tema de mi artículo semanal fuera la materia predominante de conversación de mis convecinos, no hay duda de que debería escribir sobre las altas temperaturas que este año se han adelantado a la canícula oficial, seguidas de un acusado descenso.
En resumidas cuentas, que he acabado dedicando al tiempo atmosférico el espacio que me resta de columna.
Alterno actualmente mi residencia habitual espinariega con estancias en Madrid. Recuerdo cuando en los veranos de mi adolescencia en El Espinar llegaba de Madrid mi abuelo Fernando Baró, se ponía una chaquetilla de pijama, se sentaba en el jardín del chalet situado en la calle que hoy lleva su nombre y le decía a mi abuela Mama Luisa:
–Esto es vida, Luisita.
Una joven venida de Córdoba a la Estación de El Espinar salió la noche del fin de semana provista de un jersey, mientras sus amigas, en camiseta sin mangas, la miraban extrañadas.
–Es que tengo frío.
Pero el frío, el relente de las noches de El Espinar, aunque a nuestro parecer no sea tan fresco como antaño, es grato y natural. Nada que ver con el frío artificial de los aparatos de aire acondicionado que, en mí, han vuelto a reavivar el dolor del hombro derecho que ya creía definitivamente superado.

Y la semana pasada, al llegar de Madrid, El Espinar, haciendo honor a su clima serrano, me recibió con algo más que frescor: ¡de madrugada el termómetro marcaba 6 grados!