31 de mayo de 2020

La unidad en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Me ha impresionado la fotografía de la Asamblea Nacional Popular del Partido Comunista Chino que han difundido los medios de comunicación la semana pasada. En la imagen aparecen los delegados que asisten a la Conferencia Consultiva Política Popular –en China todo es popular– en Pekín, puestos en pie, con las bocas cubiertas por la preceptivas mascarillas, todos ataviados con trajes oscuros y corbata, excepto cuatro militares de uniforme y tres mujeres con vestidos de color claro, otras cuatro también van de negro, o sea siete mujeres en un total de 84 delegados. Digo que me ha impresionado esta foto porque todos los asistentes aplauden al presidente de China Xi Jimping, que de pie y sin mascarilla agradece delante de la primera fila el aplauso unánime de los delegados.
En España estamos acostumbrados a que los diputados presentes en el Parlamento aplaudan solo las intervenciones de los líderes o portavoces de sus respectivos partidos. En China, y en otras dictaduras, al no existir más que un partido único, sus máximos dirigentes se llevan todos los aplausos.
El presidente del Gobierno español, en sus interminables alocuciones de los fines de semana, ha hecho llamamientos constantes a la unidad de todas las fuerzas políticas, sanitarias, sociales y económicas, y de todos los ciudadanos, para vencer al coronavirus. “Este virus lo paramos unidos”, reza uno de los eslóganes que se repiten en todas las televisiones.
Hay quienes miran con no disimulada envidia a China, que con la disciplina impuesta por el régimen dictatorial ha sabido superar la pandemia en menor tiempo y con menor número de muertes que otros países. Los que así argumentan y defienden el valor de la unidad en la lucha contra el covid-19 olvidan u ocultan que ha sido el gigante asiático el causante del mortífero virus, que sus gobernantes dictatoriales no han sido capaces de impedir los contagios y las muertes dentro de su propio territorio y su expansión al mundo entero, y que las cifras de contagiados y fallecidos es impensable que sean las que una censura monolítica ha permitido divulgar.
El lunes 25 de mayo, al ir a coger el periódico en el supermercado, me sorprendió que todas las portadas de los diarios eran iguales, a excepción de la cabecera con el nombre de cada periódico, y con grandes caracteres se leía: # SALIMOS MÁS FUERTES. Al pie de página, el escudo de España y los rótulos de Gobierno de España y Ministerio de Sanidad.
Esta uniformidad tiene una doble interpretación: que el Gobierno de España haya impuesto a esos diarios en papel la publicación de dicha portada, supongo que pagándola como publicidad, y que los periódicos en cuestión, ahogados económicamente, hayan aceptado ese pago, en el caso de que hubieran podido negarse a publicar la misma portada.
Frente a la sibilina tesis de que una dictadura sin posibilidad de disensión o discrepancia es más eficaz a la hora de combatir cualquier calamidad, catástrofe o pandemia que los regímenes democráticos puede aducirse que países con gobiernos demócratas, como Japón o Corea del Sur, han logrado mejores resultados que su vecina China en la batalla contra el covid-19, sin renunciar a la pluralidad de opiniones y sin coartar la libertad de sus ciudadanos.
“Este virus lo paramos unidos”. Sí, unidos con un gobierno en el que se han aliado PSOE y Unidas Podemos, sin que al presidente Sánchez parezca haberle quitado el sueño la presencia de los comunistas Pablo Iglesias, Irene Montero, Alberto Garzón y Yolanda Díaz en el Consejo de Ministros. Unidos con partidos nacionalistas e independentistas que buscan la destrucción de España. Y, lo que ha acabado de lograr la cuadratura del círculo, unidos con Bildu, el partido de los herederos de ETA que nunca han condenado sus asesinatos, sino que celebran la salida de la cárcel de asesinos, secuestradores y extorsionistas, a los que rinden homenaje con total impunidad.
Con el pretexto de la eficacia en la superación de la pandemia, el gobierno de Sánchez ha impuesto un estado de alarma que conculca libertades y derechos básicos. Y culpa a la oposición de que haya tenido que firmar con Unidas Podemos y con Bildu la derogación íntegra de la reforma laboral de 2012. Derogación fundamental para evitar contagios y muertes por el covid-19, que luego fue rectificada por la ministra Calviño.
Las continuas discrepancias dentro del gabinete de Sánchez serían lógicas en un gobierno democrático, si no denotaran la falta de un plan de acción unitario y decidido en todos los frentes, político, sanitario, social y económico. ¿Cómo puede llamar Sánchez a la unidad de todos los ciudadanos y de todas las fuerzas políticas si su gobierno es la viva imagen de una nave sin rumbo en la que sus distintos tripulantes buscan tan solo imponer sus preferencias ideológicas y sus intereses partidistas o personales?
Imagino al comunista Pablo Iglesias envidiando la unanimidad de los delegados de la Asamblea Nacional Popular de China al aplaudir sin fisuras al amado líder.

24 de mayo de 2020

Los números en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Los números han servido desde tiempos remotos como prueba objetiva para expresar la cantidad de personas o cosas de una determinada especie. Han gozado de un indudable prestigio en la demostración de hechos o ideas. Nadie discutirá que 2 + 2 son 4, o que 4 es más que 2.
En la actual pandemia que padecemos a causa del coronavirus, los números también han sido utilizados por los gobernantes y los expertos para demostrar el avance o el retroceso de la infección por el covid-19.
Con las cantidades expresadas por los números se han elaborado curvas que muestran gráficamente cómo han ido creciendo o decreciendo los contagiados, los fallecidos y los recuperados.
Uno de estos gráficos que tengo ante la vista muestra la evolución de las muertes diarias desde el 9 de marzo hasta el día en que escribo este artículo, el 21 de mayo. El “pico” de la curva, por utilizar la jerga de los supuestos especialistas, se produjo el 1 de abril con 950 fallecidos.
De pasada, aunque no tiene que ver con los números, no me resisto a comentar cómo se habla solo de contagiados, muertos y recuperados, sin el innecesario y cansino desdoblamiento en contagiados y contagiadas, muertos y muertas, y recuperados y recuperadas. Algo bueno en medio del caos.
Pues bien, volviendo a las cantidades utilizadas para la confección de tales gráficos, los problemas y las preguntas se acumulan si queremos saber los criterios y los informes que se han tenido en cuenta en cada caso. En el número de infectados, ¿se ha contabilizado solo a los detectados por test o pruebas fiables? En las cifras de fallecidos y recuperados ¿se han incluido únicamente los comunicados por los hospitales?
Con ser graves las deficiencias que han arrojado los diferentes cómputos, hay un aspecto que, a mi juicio, encierra una mayor gravedad: se utilizan los fríos números y los porcentajes para quitar dramatismo a tragedias humanas. ¡Por Dios, que estamos hablando de personas contagiadas o muertas, personas con nombres y apellidos, con una historia en su pasado y un futuro que les ha sido arrebatado, con unos familiares y amigos desolados, que ni siquiera les han podido acompañar y darles un último adiós!
Malditos números que nos ocultan los féretros y las camas de las UCI.
Malditos números con que los ineptos gobernantes y los no menos ineptos expertos tratan de esconder su nefasta gestión de la crisis, como si los contagios y las muertes fueran una calamidad de la que ellos no son en absoluto responsables.
Todavía hemos de alegrarnos de que, gracias a los sucesivos estados de alarma y al consiguiente confinamiento decretados por el desgobierno de Sánchez, no hayamos tenido 300.000 muertos, cálculo esgrimido por el presidente para justificar sus medidas coercitivas y sin aportar la base de tal cifra.
Vayamos ahora a los números con los que se adereza la ruina económica a la que nos encaminamos. Todos los parámetros de los que nos informan los mismos miembros del Gobierno, los organismos de la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de España anuncian una recesión económica y una destrucción de empresas y de empleo muy superiores a las de la crisis de 2008.
No reproduzco aquí las cifras y los porcentajes de la caída del PIB, del aumento de la deuda pública, del número de parados, etc., porque cuando se publique esta columna las previsiones de los desastres habrán crecido.
A mí siempre me han desbordado los grandes números, pues carezco de un término de comparación para entenderlos. Ya me cuesta valorar los precios de pisos y otros inmuebles, que son muy superiores de manera incalculable a mis ingresos y gastos ordinarios.
Si Sánchez anuncia al comienzo de la pandemia con insólito desparpajo una inyección de 200.000 millones de euros para créditos y ayudas a las empresas, me resulta a mí y a la mayoría de quienes nos movemos en sueldos y pensiones que no superan los 2.000 euros, oiga y contentos si los alcanzamos, una cifra que no significa nada. Y los 16.000 millones prometidos a las comunidades autónomas, no reembolsables, ¿cómo se distribuirán entre ellas? ¿Con qué criterios se asignarán? ¿Serán un medio de comprar voluntades y votos, o de castigar oposiciones?
Merkel y Macron han propuesto un fondo de 500.000 millones de euros, ¡medio billón!, para la reconstrucción de los países más castigados por la pandemia y la mala gestión de la misma. De nuevo, si no ponen ese medio billón de euros en un contexto comparativo con otros presupuestos e inversiones, es como si me hablan en chino.
Una última cuestión que tiene que ver con los números y con el país asiático en el que se originó el coronavirus: si este virus no es un ser vivo y, por tanto, no se reproduce ni multiplica, ¿cómo se ha expandido por todo el mundo causando millones de contagios y cientos de miles de muertes?

18 de mayo de 2020

El trabajo en la pospandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Se nos presenta un panorama desolador tras el confinamiento en nuestras casas durante la etapa más virulenta –nunca mejor dicho– del coronavirus. Y uno de los sectores en los que las previsiones son más alarmantes es el laboral.
Si antes de la pandemia la cifra de parados en España era aterradora, la amplia paralización de la actividad económica, que solo ha salvaguardado la producción y los servicios esenciales, ha traído consigo el cierre de empresas, negocios, grandes y pequeños comercios, centros culturales y de ocio, que se ha traducido en la pérdida temporal o definitiva de puestos de trabajo.
Las condiciones impuestas por el Gobierno a la reapertura de empresas, negocios y comercios son tan restrictivas, supongo que necesariamente si se quiere evitar un recrudecimiento del covid.19, que muchos empresarios y dueños, por ejemplo, de hoteles, tiendas, restaurantes, cafeterías y bares deciden continuar con sus establecimientos cerrados por no resultarles rentable abrirlos y readmitir a sus trabajadores.
Pocos son en el ámbito de la patronal y menos aún en el de los asalariados quienes cuentan con reservas monetarias suficientes para mantenerse ellos y a sus familias durante la forzada inactividad empresarial y laboral.
En los que hemos dado en llamar “Estados de bienestar” existe el recurso a las subvenciones y ayudas públicas para las empresas y a los subsidios de desempleo para los que se han quedado sin trabajo.
Los cierres de empresas y negocios a causa de la pandemia se unen a los que ya habían cerrado anteriormente por otros motivos. Y los que han perdido su trabajo por el coronavirus se añaden a los parados existentes, que ya dependían del subsidio de desempleo.
Entre pensionistas, funcionarios y parados sumamos casi una tercera parte de la población española, hoy cifrada en 47 millones de habitantes, que dependemos –yo pertenezco al primer grupo– de las arcas del Estado.
Con la prevista reducción de los ingresos por la vía de impuestos y cotizaciones, ¿cuánto aguantará el erario público esta creciente carga sin declararse insolvente y sin reducir drásticamente, o incluso suprimir, las prestaciones?
Si ya la deuda del Estado era agobiante antes de la actual pandemia, en la pospandemia –si llegamos a ella– será decididamente insostenible.
El Gobierno reclama y espera la ayuda de la Unión Europea. ¿Cómo llegará esta, en forma de “mutualización de la deuda” o en la forma más drástica del rescate? Pues las autoridades económicas de la UE parecen haber descartado los eurobonos o una especie de “Plan Marshall” para la reconstrucción.
No son los subsidios, aunque en algún momento y temporalmente necesarios para la subsistencia de colectivos e individuos, la mejor forma de crear empleo y puestos de trabajo.
El socialismo y el comunismo que nos gobiernan –es un decir– prefieren que todos dependamos de los poderes públicos en vez de estimular la iniciativa privada. Los socialismos no democráticos y los comunismos solo han creado pobreza y falta de libertades dondequiera se han implantado.
Se da el contrasentido de que los titulares de la cúpula del Ministerio de Trabajo se jacten de los millones de euros que han pagado en subsidios a los sin trabajo. Debería cambiar de nombre y denominarse Ministerio de Desempleo.
La renta mínima de inserción, o cualquier otro subsidio universal, aparte de no cubrir más que precariamente las mínimas necesidades vitales, y a menudo ni eso, de individuos y familias, no podrá mantenerse indefinidamente. Será pan para hoy y hambre para mañana.
¿Y qué hará entretanto esa legión de parados con su tiempo libre, que ahora serán las veinticuatro horas del día?
Solía decirse que la principal obligación y ocupación del desocupado era buscar trabajo. Pero, en la situación que se avecina, ¿dónde buscarlo?
El trabajo puede ser una carga y una maldición bíblica, recuerden: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Solo en contadas ocasiones y para pocas personas puede convertirse, de condición necesaria para vivir, en fuente de satisfacción y realización personal. Pero el ocio forzoso, lejos de contribuir al grato esparcimiento y al cultivo del espíritu, será causa de trastornos psíquicos y físicos.
O sea, ¿que no hay salida a esta aporía? Sí la hay. Pero, como en otras muchas situaciones y crisis de la historia, tenemos que dejar de confiarlo todo a los gobernantes y a los políticos, más preocupados de sus intereses partidistas y personales que del bien común. La iniciativa de individuos y grupos no dependientes de los gobiernos de turno, la sociedad civil que, contra lo que algunos interesadamente sostienen, sí existe, hallará, ya las está hallando, soluciones a los problemas que el covid-19 y una incompetente y tardía gestión de la crisis ha generado.

10 de mayo de 2020

Los expertos


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Cuando Pedro Sánchez quiere justificar cualquiera de las actuaciones de su Gobierno durante la crisis del covid-19, alega que siempre sigue el consejo de “los expertos”. Quiénes sean tales expertos, no lo comunica. Se da por supuesto que son conocedores cualificados de los distintos ámbitos, sanitarios, económicos y sociales, a los que ha afectado de manera especial la actual pandemia y que, además de los conocimientos teóricos, tienen experiencia en la solución de los problemas prácticos.
Estamos acostumbrados a que los jefes del Ejecutivo y los ministros de sus gabinetes sean, con alguna excepción, políticos militantes del partido que ha ganado las elecciones. He estado repasando los currículos de los ministros –perdón, y las ministras– del Gobierno de Pedro Sánchez y la mayoría de ellos han realizado su carrera profesional dentro de la Administración pública y, en bastantes casos, han ejercido la docencia en distintas universidades asimismo públicas. Con alguna rara excepción, nunca han trabajado en la empresa privada.
¿Se les puede considerar expertos en las competencias asignadas a sus respectivas carteras? Sobre el papel, a bastantes de ellos se les podría juzgar preparados para desempeñar con solvencia las funciones de sus cargos. O sea, que tenemos el mejor de los Gobiernos posibles en la más grave coyuntura sanitaria, económica y social que está asolando no solo a España, sino al mundo entero.
¿A qué se debe entonces que nuestro país ocupe el cuarto puesto en el número de fallecidos por el covid-19 en relación con el número de habitantes, después de Estados Unidos, Reino Unido e Italia?
Es un hecho reconocido por la práctica totalidad de los analistas, pero no así por el Gobierno de Pedro Sánchez, que este empezó con retraso a tomar las medidas necesarias para atajar los contagios por el coronavirus, cuando ya se habían dado casos de infectados en nuestro país. No fue hasta el 14 de marzo cuando el Gobierno decretó el estado de alarma, después de permitir por motivos ideológicos las masivas manifestaciones feministas del 8-M.
La responsabilidad asumida por el Gobierno central en materia de sanidad a raíz del estado de alarma ha recaído en el ministerio que dirige Salvador Illa. A Salvador Illa se le suele presentar como filósofo, por ser esta la materia de sus estudios principales. Yo estudié Filosofía y Letras en la Universidad de Munich y en la Complutense de Madrid, y nunca me he considerado filósofo por no haberme dedicado profesionalmente a esta disciplina. Salvador Illa ni es filósofo, ni mucho menos experto en sanidad, a pesar de que esta es la cartera que le confió Pedro Sánchez en la idea de que, estando transferidas a las comunidades autónomas las competencias sanitarias, no tendría el titular del ministerio central que hacer frente a situaciones especiales, por supuesto no a una crisis mundial de la salud.
Aquí es donde entra en juego el “experto” Fernando Simón, que ostenta el pomposo cargo de director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Desbordaría los límites de este artículo recorrer todas las declaraciones de este pretendido especialista. El 31 de enero, cuando ya se había diagnosticado el primer contagiado por coronavirus en nuestro país, Simón aseguraba: “Nosotros creemos que España no va a tener como mucho algún caso diagnosticado, esperemos que no haya transmisión local. Si la hay será muy limitada y controlada”.
Obsérvese la confusa redacción, marca de la casa. En numerosas comparecencias, insistió en que en España no se darían más que un par de casos de covid-19.
Pero si estas intervenciones no fueran suficientes para desautorizar al doctor especialista, el propio Fernando Simón cayó contagiado por el coronavirus. ¿No cumplió las medidas de protección y distancia social que él mismo aconseja, o estas no valen para nada? Del desabastecimiento de mascarillas, test y equipos de protección, así como de la adquisición de material defectuoso, no es responsable Simón, pero sí el Ministerio de Sanidad
Y no es de recibo en cualquier caso que los médicos y sanitarios en primera línea de choque contra el covid-19 no hayan contado con los imprescindibles equipos de protección individual. Lo que ha causado que el número de sanitarios contagiados en España superen los 45.000. Otro récord de la gestión del gabinete de Sánchez.
¿Por qué ministros como Nadia Calviño, José Luis Escrivá, Manuel Castells y Luis Planas, cualificados en sus respectivos dominios, no tienen peso en las decisiones del Gobierno de Sánchez? Porque en este priman las razones ideológicas y partidistas, y una improvisación y una rectificación constantes.
Y porque en el seno del mismo Gobierno están los políticos de Unidas Podemos que, como reconoció el propio Sánchez antes de formar coalición con ellos, no dormiría tranquilo ni él, ni el 95 % de los españoles, si les dejara sentarse en el Consejo de Ministros.
Pues ahí están. Y si de alguien puede afirmarse sin temor a equivocarse que no son expertos en nada, salvo en medrar a costa del erario público después de convertirse en “casta”, es de Pablo Iglesias y de Irene Montero.

3 de mayo de 2020

El lenguaje en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
El lenguaje en tiempos de pandemia
Alberto Martín Baró
El coronavirus ha cambiado drásticamente nuestras vidas, en especial después de la declaración del estado de alarma por el Gobierno de Pedro Sánchez y la consiguiente paralización de las actividades no esenciales.
El cambio ha afectado, ante todo, a las personas que han muerto como consecuencia del covid-19: no hay mayor alteración en un ser humano que pasar de la vida a la muerte. Siguen a los fallecidos en ver alterada su existencia sus familiares y, no sabría precisar si en mayor o menor grado que estos, los contagiados por la enfermedad.
La lista de los trastornados por la pandemia resulta interminable: los que han perdido su trabajo o su negocio, y todos a los que el confinamiento ha causado secuelas físicas y psíquicas que aún no estamos en condiciones de evaluar.
Y si son incalculables las transformaciones que hemos experimentado los habitantes de todo el mundo durante la fase álgida de la pandemia, más imprevisibles y angustiosas aún pueden ser las que nos acechan cuando logremos vencer al perverso coronavirus.
Ante la magnitud de la tragedia social y económica que nos amenaza en fechas más o menos próximas según los distintos países hayan logrado superar el covid-19 con mayor o menor eficacia y rapidez, ¿no es un ejercicio de frivolidad ocuparse del lenguaje en tiempos de pandemia?
Por supuesto que lo que ahora urge en el mundo entero es preservar la salud de quienes en él aún vivimos y trabajar por que las vidas de todos disfruten de unos niveles de calidad humana lo más satisfactorios posible.
En este contexto, una reflexión sobre el lenguaje relacionado con la pandemia del covid-19 puede ayudarnos a comprender mejor una situación que no ha tenido precedentes desde la Segunda Guerra Mundial.
El lenguaje puede ser un reflejo fiel de la realidad, o deformarla en aras de intereses espurios. He comenzado poniendo de relieve el mayor mal que ha originado el coronavirus, la muerte de cientos de miles de personas en todo el mundo. Y para sustraernos al inmenso dolor que estos fallecimientos nos producen, o deberían producirnos, los maquillamos en porcentajes estadísticos. Y se ocultan los féretros, y los familiares no pueden despedir a sus seres queridos. No hay palabras que nos consuelen de la pérdida de parientes y amigos. Pero si se nos priva de la posibilidad de decir a la familia del finado “Te acompaño en el sentimiento”, se está cercenando el consuelo que puede proporcionar un lenguaje sincero y sentido.
En otro aspecto lingüístico, han irrumpido en nuestras conversaciones, aunque solo sean virtuales, y en los medios de comunicación palabras que antes desconocíamos o no habíamos usado, empezando por los términos coronavirus y covid-19. Corona fue el nombre genérico que la Organización Mundial de la Salud dio ya en 1968 a una categoría taxonómica a la que pertenece el coronavirus, responsable de la actual pandemia. COVID-19 es una sigla compuesta por las iniciales de las palabras inglesas “corona virus disease” y designa a la enfermedad, “disease”, causada por este virus. Al poderse leer como una palabra, se convierte en acrónimo y puede escribirse en minúsculas.
Me ha llamado la atención el uso de expresiones referidas al coronavirus que tienden a considerarlo como un ser vivo, cuando ningún virus lo es: no es un “bicho”, ni siquiera una bacteria. Al referirnos a él como a un enemigo contra el que hay que luchar, como a un agente patógeno con una gran capacidad de transmitirse y contagiar, parece que lo estuviéramos personificando y atribuyéndole una inteligencia maligna. No se puede matar lo que carece de vida. Su poder destructivo radica en que, al parasitar células vivas, produce en ellas trastornos que, en los seres humanos, se localizan especialmente en las vías respiratorias.
A partir del próximo lunes, se inicia la que se ha dado en llamar “desescalada” y el “Plan para la transición hacia la nueva normalidad”. “Desescalada”, aunque la Real Academia lo haya dado como válido después de desaconsejar su uso y recomendar términos más sencillos como “disminución o reducción”, a mí se me antoja poco apropiado si lo que se quiere indicar es que comienza un periodo de desconfinamiento y de vuelta progresiva a la normalidad. Una vez más responde a la afición de los hablantes españoles a utilizar calcos del inglés.
“Plan para la transición hacia la nueva normalidad” de nuevo denota la tendencia de Pedro Sánchez, de sus ministros y supuestos expertos a las frases largas y vacías de contenido. Como largas y vacías de contenido son las continuas apariciones del presidente del Gobierno, de los portavoces y técnicos en las pantallas de nuestros televisores, emulando los discursos de Fidel Castro y las alocuciones “Aló presidente” de Nicolás Maduro.
Diríase que ese asesor presidencial en la sombra aconsejara al propio presidente y a su camarilla que hablaran mucho. Olvidando aquel sabio aforismo que suele atribuirse a Baltasar Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.