22 de abril de 2019

Semana Santa


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En una sociedad que podemos considerar en muchos aspectos apartada de la religión, o incluso contraria a cualquier fenómeno religioso, no puede por menos de llamarme la atención el hecho de que haya en el calendario toda una semana calificada de “santa”.
¿Por qué se denominan santos los días que siguen al Domingo de Ramos hasta hoy Sábado Santo? Pues porque en ellos se conmemora la pasión y la muerte de Jesucristo, a quien los creyentes veneran como fundador de su fe, del catolicismo, y, en un alcance más amplio, del cristianismo.
El concepto de santo puede remitir a lo sagrado, es decir, lo separado de lo corriente y profano por estar relacionado con Dios, lo digno de adoración por su carácter divino.
En el Padrenuestro Jesús exhorta a sus seguidores a que santifiquen el nombre de Dios, a que reconozcan que Dios es santo, “santificado sea tu nombre”.
Más aún, el Gloria de la Misa proclama dirigiéndose a Jesús: “solo tú eres santo, solo tú Señor, solo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”
De este carácter exclusivo de lo santo referido a Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, se desciende a lo santo por guardar alguna relación con Dios y, más en concreto, con Jesucristo, al que sentimos cercano, pues fue hombre verdadero y vivió entre nosotros. Tan fue hombre, que nació de mujer, lo que se celebra en la Navidad, y murió, como todos hemos de morir, aunque con una muerte ignominiosa y precedida de una dolorosa pasión, hechos que se celebran en la Semana Santa.
Apenas hay pueblo o ciudad de España donde no salgan de sus templos en procesión por las calles los tradicionales pasos, con imágenes de Jesús en la oración en el huerto de los Olivos, en la flagelación atado a una columna, coronado de espinas, con la cruz a cuestas camino del monte Calvario y, muy especialmente, con las efigies de Cristo crucificado.
Esta iconografía de la Semana Santa reserva un papel muy destacado a la Virgen, la Dolorosa, Nuestra Señora de las Angustias, María al pie de la cruz, la Piedad con Cristo muerto en su regazo… Vírgenes que son objeto de una veneración muy especial en el sur de España.
Ya en la celebración del nacimiento de Jesús, muchas voces se alzan contra el sentido cada vez más profano de las Navidades, convertidas en fiestas del consumo. En las procesiones de la Semana Santa, yo no puedo sustraerme a la impresión de que a menudo prima el espectáculo sobre la celebración religiosa.
No dudo de que haya fieles que, como pedía San Ignacio de Loyola en la segunda semana de los Ejercicios Espirituales, sientan “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas y pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí”.
Quizá no conozcan la bella secuencia: “Stabat Mater dolorosa, iuxta crucem lacrimosa, dum pendebat filius”, que podríamos traducir: “Estaba en pie la Madre dolorosa, llorando junto a la cruz, de la que pendía su hijo”. Pero habrá quienes compartan en lo profundo de su corazón la angustia de la Virgen de las Angustias.
Sin embargo, a veces me parece que hay quienes pertenecen a una cofradía como quien es partidario de un equipo de fútbol. Y, al igual que en las competiciones deportivas, puede existir una especie de emulación para que la imagen de su Virgen o de su Cristo luzca más que la de otras cofradías y atraiga a más visitantes.
El pasado lunes 15 de abril ardía Notre Dame de París. Muchas noticias en las cadenas de televisión se referían a este monumento como emblema nacional francés, joya del gótico, singular museo de tesoros artísticos, síntesis de la historia de Francia, principal atracción turística del mundo…, olvidando que Notre Dame es ante todo y sobre todo un templo católico, consagrado al culto a Dios y a la oración.
El filósofo Gabriel Albiac escribía en el diario ABC el día 16: “No es arte lo que se destruye; es espíritu. […] Hoy, el dios que ha desplazado a todos los otros dioses se llama turismo: un dios de calderilla”. Y concluía su artículo: “Hace años que no piso Notre Dame. Sé que ahora allí Dios no mora. No hay Dios donde hay turistas”.
Yo no soy tan tajante. Me quedo con el silencio de la gente sencilla al contemplar la procesión del Santo Entierro en Valladolid, o con las emocionadas saetas que espontáneos cantan a las Vírgenes del sur.
Así lo glosa la escritora Angelina Lamelas en un poema de su próximo libro “Mujer en vela”: “Todo es Cristo en el sur, / Cristo y María. / El pueblo reza, / se enciende, se hace flor y saeta, / se desangra. / Lloran los cirios de los nazarenos. / Los olivos del sur también lo saben: / cuando los campos se abren lentamente / resucita la tierra / y Dios asciende”.


15 de abril de 2019

Salud y república

LAS PALABRAS Y LA VIDA
Alberto Martín Baró

Mi amigo J. J. solía saludarme con estas palabras: “Salud y república”. Digo solía, porque últimamente ya no me aborda con dicho saludo. Puede ser que ello se deba a que yo le contestaba: “Bienvenida sea la salud. La república, según y cómo”.
La izquierda española, incluida la más documentada de J. J., cuando se refiere a la república, no puede por menos de mostrar una rendida admiración a la Segunda República de Azaña y compañía, añorarla como la época dorada de nuestra historia reciente y desear por todos los medios restaurarla.
Inmunes al desaliento y refractarios a cualquier argumento que se oponga a su visión idealizada de aquellos años convulsos, por no calificarlos de trágicos, los defensores de la Segunda República española ignoran, o fingen ignorar, que los mismos intelectuales que promovieron su instauración, como José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Marañón, acabaron renegando de ella: “¡No es esto, no es esto!”, exclamó decepcionado el ilustre filósofo en su discurso “Rectificación de la República”, pronunciado el 6 de diciembre de 1931 en una sesión de las Cortes constituyentes.
Si de la Segunda República española como fallida instauración de esta forma de gobierno pasamos al concepto en sí de república, encontramos en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) la siguiente definición: “1. f. Organización del Estado cuya máxima autoridad es elegida por los ciudadanos o por el Parlamento para un período determinado”.
En esta elección de la máxima autoridad del Estado por los ciudadanos o por el Parlamento se basan quienes sostienen el carácter democrático de la república frente a la imposición de una monarquía por vía hereditaria o por otro medio, que evidentemente en los tiempos modernos ya no puede fundarse en el derecho divino de los reyes.
En la Constitución española de 1978, en el Artículo 1 del Título preliminar, se declara: “3. La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”. La monarquía parlamentaria, a diferencia de la monarquía absoluta, es una forma de gobierno en la que el rey ejerce la función de jefe de Estado bajo el control de los poderes legislativo y ejecutivo. O sea, según la célebre sentencia: “El rey reina, pero no gobierna”. La Constitución reconoce expresamente como rey de España a Juan Carlos I, que ya había sido proclamado como tal el 22 de noviembre de 1975 de
acuerdo con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947. Y la Constitución actual fue aprobada por amplia mayoría del pueblo español el 6 de diciembre de 1978.
Me he detenido en el papel que la Constitución española reconoce al Rey para atajar el ataque a la monarquía sobre la base de que no ha sido elegida ni por los ciudadanos ni por el Parlamento. Al aprobar la mayoría del pueblo español la Constitución, estaba ratificando al rey Juan Carlos I como Jefe del Estado. Y al abdicar Juan Carlos I el 19 de junio de 2014 y ser proclamado rey su sucesor Felipe VI, este no necesita ser refrendado, mientras no se reforme la Constitución.
No soy un defensor a ultranza de la institución monárquica como forma de gobierno y, en teoría, soy partidario de la república. Pero hay países en los que la monarquía parlamentaria funciona con notable aceptación, mientras que en otros la república no logra sacarlos de su inoperancia.
Es interesante la tercera acepción que en el lema “República” ha introducido el DRAE y que no figuraba en ediciones anteriores: “3. f. Por oposición a los gobiernos injustos, como el despotismo o la tiranía, forma de gobierno regida por el interés común, la justicia y la igualdad”.
Planteada en estos términos la cuestión sobre la república, ¿quién no se declarará a favor de una forma de gobierno “regida por el interés común, la justicia y la igualdad”?
No me extraña que la república goce de tan buena prensa, mientras que la monarquía es atacada desde múltiples frentes, teóricos y prácticos. ¡Ah, la fuerza de las palabras!
Bien conocen esta fuerza los nacionalistas catalanes, que hablan de “independencia”, no de “secesión”, que es lo que realmente promueven al tratar de separarse de España, y de “república”, forma de gobierno genuinamente democrática, pero que los secesionistas tratan de imponer sin contar siquiera con la mitad de la población catalana, por no decir de la población española en su conjunto, que sería la que tendría que decidir en una hipotética consulta o referéndum sobre la separación.
Aunque, mal que les pese a los dirigentes nacionalistas, que ven fracasado su intento de implantar una república independiente de España, la realidad es la que le espetó un mozo de escuadra de la Generalitat a un agente rural que se manifestaba a favor de la independencia: “¡La república no existe, idiota!”. Pero hoy decir la verdad es motivo de sanción.

7 de abril de 2019

Del frío y del calor


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En Santander, días pasados, me ha sorprendido el invierno: lluvia, viento y frío, y hasta granizo. Un tiempo desapacible que, según me dicen quienes residen en esta bella y querida ciudad, ha estado ausente durante casi todo el invierno oficial.
Tampoco el invierno ha sido lo que era en épocas pretéritas en mis pagos espinariegos. No ha nevado y apenas helado. Las típicas miras –a las que nuestro añorado vecino Gonzalo Menéndez Pidal llamaba “picutos”– que jalonan la carretera de La Coruña han dejado de tener utilidad práctica como guías en la nieve.
Aseguran los expertos, desde los astrofísicos hasta los meteorólogos, aunque no todos, que hemos de acostumbrarnos a estas alteraciones del frío, del calor y de la lluvia fuera de las estaciones en las que solían producirse. Según ellos, tales alteraciones se deben al cambio climático y, sobre todo, al calentamiento global. Y hacen sombrías predicciones: que si el deshielo de las zonas árticas y antárticas hará subir el nivel de las aguas de los océanos, con la consiguiente inundación de costas e islas; que si en nuestras latitudes los veranos durarán más de lo que era habitual; que si los ciclones y las borrascas asolarán campos y poblaciones con inundaciones devastadoras, como en cierta medida ya está sucediendo…
Por supuesto, todos estos desastres no son achacables a una naturaleza salida de madre por su propia iniciativa, sino a la irresponsable actividad humana.
Así, el calentamiento global, que parece ser indiscutible, no se debería a una actividad del Sol –nuestra principal, por no decir única, fuente de calor– fuera de lo normal, sino al efecto invernadero y a la destrucción de la capa de ozono. Ambos fenómenos están causados por la concentración de gases, principalmente dióxido de carbono, en la atmósfera. Hasta los más legos hemos tenido que familiarizarnos con esta terminología física y su significado.
Pero, como en mano de cada uno de nosotros no está sino una mínima parte de las causas que provocan el cambio climático, no nos queda más opción que angustiarnos ante las perspectivas apocalípticas que se nos vaticinan. Se nos insta, por ejemplo, a que limitemos el uso del automóvil privado y utilicemos preferentemente el transporte público; a que bajemos la temperatura de nuestras calefacciones y subamos la del aire acondicionado; a que nos duchemos en vez de bañarnos, y nos demos una ducha rápida en vez de regodearnos largo rato con el agua caliente…
Consejos que la mayor parte de las veces caen en saco roto. En primer lugar, porque a ver quién nos hace renunciar a unas comodidades a las que estamos tan acostumbrados; en segundo lugar, porque, al ver lo que contaminan un avión y la industria pesada, nuestras contaminaciones se nos antojan insignificantes.
Y si a los individuos nos resulta complicado renunciar a cotas de nuestro bienestar, a los países, bien sean desarrollados o en vías de desarrollo, y a sus dirigentes es poco menos que imposible obligarlos a renunciar a un progreso que, hoy por hoy, está vinculado a altos niveles de contaminación y destrucción del medio ambiente natural.
Cuando se nos informa de que los veranos en nuestras latitudes durarán más y los inviernos menos, con el consiguiente acortamiento de las estaciones intermedias, la primavera y el otoño, el personal, al que le gusta tomar el sol en la playa y bañarse en el mar en el mes de marzo, se alegra.
De tejas abajo, y en mi reconocida ignorancia, me he preguntado a veces por qué Groenlandia se llama así, “Isla verde”. ¿Hubo un tiempo en el que esta tierra que hoy se deshiela estuvo libre de hielos?
Otras preguntas, nacidas también del desconocimiento:
¿Cuál fue el cambio climático que acabó con la vida de los dinosaurios sobre la Tierra? Aunque su desaparición también pudo deberse, según otras explicaciones, a la caída de meteoritos sobre la superficie terrestre.
Los registros del aumento de la temperatura de la Tierra ¿a qué época se remontan, que siempre será cercana en comparación con la casi incalculable duración de la historia geológica de nuestro planeta?
Cuando le daba vueltas al enfoque de este artículo, pensaba hablar sencillamente del frío y del calor fuera de su estación habitual. Y me he ido por los cerros de Úbeda del cambio climático.
Y es que el frío y el calor son ciertamente bajadas y subidas de la temperatura. Pero lo que a efectos de nuestra vida cotidiana cuenta es, en expresión que antes no se utilizaba y que usa la aplicación del tiempo de mi móvil inteligente, la “sensación térmica”.
Cuando en la infancia íbamos al colegio en las mañanas de invierno, pasábamos frío y, a pesar de los guantes y del pasamontañas, nos salían sabañones en las manos y en las orejas. En verano, en Valladolid pasábamos calor, hasta que nos íbamos de veraneo a El Espinar.
O sea, pasábamos frío o calor. De “sensación térmica”, nada de nada.