Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En una sociedad que podemos considerar en muchos aspectos
apartada de la religión, o incluso contraria a cualquier fenómeno religioso, no
puede por menos de llamarme la atención el hecho de que haya en el calendario
toda una semana calificada de “santa”.
¿Por qué se denominan santos los días que siguen al Domingo
de Ramos hasta hoy Sábado Santo? Pues porque en ellos se conmemora la pasión y
la muerte de Jesucristo, a quien los creyentes veneran como fundador de su fe,
del catolicismo, y, en un alcance más amplio, del cristianismo.
El concepto de santo puede remitir a lo sagrado, es decir,
lo separado de lo corriente y profano por estar relacionado con Dios, lo digno
de adoración por su carácter divino.
En el Padrenuestro Jesús exhorta a sus seguidores a que
santifiquen el nombre de Dios, a que reconozcan que Dios es santo, “santificado
sea tu nombre”.
Más aún, el Gloria de la Misa proclama dirigiéndose a Jesús:
“solo tú eres santo, solo tú Señor, solo tú Altísimo, Jesucristo, con el
Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”
De este carácter exclusivo de lo santo referido a Dios, al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, se desciende a lo santo por guardar alguna
relación con Dios y, más en concreto, con Jesucristo, al que sentimos cercano,
pues fue hombre verdadero y vivió entre nosotros. Tan fue hombre, que nació de
mujer, lo que se celebra en la Navidad, y murió, como todos hemos de morir,
aunque con una muerte ignominiosa y precedida de una dolorosa pasión, hechos que
se celebran en la Semana Santa.
Apenas hay pueblo o ciudad de España donde no salgan de sus
templos en procesión por las calles los tradicionales pasos, con imágenes de
Jesús en la oración en el huerto de los Olivos, en la flagelación atado a una
columna, coronado de espinas, con la cruz a cuestas camino del monte Calvario
y, muy especialmente, con las efigies de Cristo crucificado.
Esta iconografía de la Semana Santa reserva un papel muy
destacado a la Virgen, la Dolorosa, Nuestra Señora de las Angustias, María al
pie de la cruz, la Piedad con Cristo muerto en su regazo… Vírgenes que son
objeto de una veneración muy especial en el sur de España.
Ya en la celebración del nacimiento de Jesús, muchas voces
se alzan contra el sentido cada vez más profano de las Navidades, convertidas
en fiestas del consumo. En las procesiones de la Semana Santa, yo no puedo
sustraerme a la impresión de que a menudo prima el espectáculo sobre la
celebración religiosa.
No dudo de que haya fieles que, como pedía San Ignacio de
Loyola en la segunda semana de los Ejercicios Espirituales, sientan “dolor con
Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas y pena interna de
tanta pena que Cristo pasó por mí”.
Quizá no conozcan la bella secuencia: “Stabat Mater
dolorosa, iuxta crucem lacrimosa, dum pendebat filius”, que podríamos traducir:
“Estaba en pie la Madre dolorosa, llorando junto a la cruz, de la que pendía su
hijo”. Pero habrá quienes compartan en lo profundo de su corazón la angustia de
la Virgen de las Angustias.
Sin embargo, a veces me parece que hay quienes pertenecen a
una cofradía como quien es partidario de un equipo de fútbol. Y, al igual que
en las competiciones deportivas, puede existir una especie de emulación para
que la imagen de su Virgen o de su Cristo luzca más que la de otras cofradías y
atraiga a más visitantes.
El pasado lunes 15 de abril ardía Notre Dame de París.
Muchas noticias en las cadenas de televisión se referían a este monumento como
emblema nacional francés, joya del gótico, singular museo de tesoros
artísticos, síntesis de la historia de Francia, principal atracción turística
del mundo…, olvidando que Notre Dame es ante todo y sobre todo un templo
católico, consagrado al culto a Dios y a la oración.
El filósofo Gabriel Albiac escribía en el diario ABC el día
16: “No es arte lo que se destruye; es espíritu. […] Hoy, el dios que ha
desplazado a todos los otros dioses se llama turismo: un dios de calderilla”. Y
concluía su artículo: “Hace años que no piso Notre Dame. Sé que ahora allí Dios
no mora. No hay Dios donde hay turistas”.
Yo no soy tan tajante. Me quedo con el silencio de la gente
sencilla al contemplar la procesión del Santo Entierro en Valladolid, o con las
emocionadas saetas que espontáneos cantan a las Vírgenes del sur.
Así lo glosa la escritora Angelina Lamelas en un poema de su
próximo libro “Mujer en vela”: “Todo es Cristo en el sur, / Cristo y María. /
El pueblo reza, / se enciende, se hace flor y saeta, / se desangra. / Lloran
los cirios de los nazarenos. / Los olivos del sur también lo saben: / cuando
los campos se abren lentamente / resucita la tierra / y Dios asciende”.
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