23 de agosto de 2017

La Tercera Guerra Mundial

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

He tenido un sueño… Martin Luther King, en la famosa Marcha en Washington por los Derechos Civiles, soñaba con el día en el que los negros de Estados Unidos alcanzaran las cotas de libertad y prosperidad de que gozaban los blancos, y las gentes de ambos colores pudiesen convivir armoniosamente como iguales..
Mi sueño, no en el sentido de aspiración, sino de alucinación nocturna, me llevó, por extraños derroteros, a un campo desolado en el que soldados con distintos uniformes conversaban amigablemente, aprovechando una tregua en plena Tercera Guerra Mundial.
¿Que cómo sabía yo que se trataba de la tercera conflagración que, después de las dos anteriores mal llamadas mundiales, sacudía, esta vez sí, a todo el mundo?
Pues lo deduje al despertar: en el planeta Tierra, cada vez más globalizado, resulta casi imposible un conflicto bélico limitado a un país, a varios, o a un solo continente. Las mismas guerras en curso, ya sea en Siria, en Irak, o en otra zona del Oriente Medio, se alimentan con la intervención de potencias extranjeras, movidas por enfrentados intereses.
En mi duermevela se me apareció una composición fotográfica que había visto el día anterior en la primera página de un diario nacional, en la que se reproducían los rostros de Kim Jong-un, Nicolás Maduro y Donald Trump. Si la cara es el espejo del alma, las facciones de los tres gobernantes de marras denotaban a las claras su idiocia y su catadura amoral, por no decir tajantemente su demencia. Aunque hablar de alma en estos deletéreos personajes sea ya un absurdo.
El intercambio de amenazas nucleares entre el líder supremo de la República Popular Democrática –los comunistas acostumbran a llamar “democráticas” a sus crueles dictaduras– de Corea y el presidente de Estados Unidos, y el desafío de este de intervenir militarmente en la Venezuela de Maduro, podrían ciertamente desembocar en una guerra a nivel mundial.
Lo extraño en la contienda de mi sueño era que los soldados de distintos países o alianzas departían amistosamente, sin saber muy bien por qué eran enemigos y se combatían encarnizadamente.
Lo que me llevó a pensar –ya digo que entremezclaba fases oníricas con desvelos de cierta lucidez– que ciudadanos bajo las más diferentes banderas no se odian, sino que se tratan con cordialidad y hasta se ayudan unos a otros, olvidando el enfrentamiento de sus gobernantes.
A la vez, y en contraste con esta imagen más o menos idílica, se me presentaban escenas en las que miles de norcoreanos aclamaban a su líder, o los numerosos miembros de la Asamblea Constituyente venezolana aplaudían al presidente Maduro, o cómo los estadounidenses habían elegido en las últimas elecciones presidenciales al bocazas de Trump.    
Que el destino de la humanidad esté en manos de tales mentecatos, eso sí, apoyados por mayorías más o menos patentes de ciudadanos de sus respectivos países, me producía en el subconsciente y en el consciente una desazón que el control mermado de la voluntad en ese estado intermedio entre la vigilia y el sopor no lograba superar.
Junto a esta posible y temible Tercera Guerra Mundial, aún no desatada, existe otra, más difusa, pero no menos trágica, que es la declarada y ya en ejecución por el yihadismo, el Estado Islámico, o comoquiera que se autodenominen sus autores, contra todo el mundo libre que no comulga con su credo fanático, muy en especial contra los países democráticos de Occidente.
Un holocausto nuclear que significaría la destrucción del mundo tal como lo conocemos, y una sucesión de matanzas terroristas ya en marcha y muy difíciles de atajar: dos caras de la Tercera Guerra Mundial.

Un panorama ante el cual evoco y actualizo el sueño, en el sentido de esperanza y deseo, de Martin Luther King, de que todos los hombres, independientemente del color de su piel y de su credo político o religioso, se abracen como hermanos.

17 de agosto de 2017

Vigencia de los crucigramas

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Creía yo que éramos una especie en riesgo de extinción los aficionados a hacer crucigramas. Hacerlos, puntualizo, en el sentido de resolverlos, no de crearlos, lo que siempre me ha parecido de una dificultad supina.
Pues estaba muy equivocado. Pregunto en diferentes quioscos si siguen vendiendo cuadernillos con pasatiempos del tipo de las palabras cruzadas, y me aseguran que tales publicaciones en papel tienen una venta considerable, sin llegar a los millones de ejemplares que, según me informan distintas fuentes, encuentran consumidores en Estados Unidos.
Lo cual tiene su mérito, habida cuenta de que raro es el diario o la revista que no incluya en sus páginas una sección de pasatiempos, entre los que figuran, junto al inevitable y más reciente sudoku, los clásicos crucigramas y autodefinidos. El Adelantado de Segovia no es una excepción en esta regla generalizada.
O sea que las palabras cruzadas de toda la vida han aguantado el tipo frente a la invasión de los juegos digitales.
Veo en imágenes color sepia a mi madre y a mi suegra entregadas a la absorbente tarea de rellenar los recuadros de crucigramas elaborados por Ocón de Oro.
Médicos y educadores insisten en el valor que estos pasatiempos encierran para mantener despierta nuestra mente, ejercitar la memoria y atajar el Alzheimer, a la vez que enriquecen nuestro vocabulario, pobre sobre todo en los jóvenes.
La habitación de mi hijo Guillermo, adolescente entonces, en nuestro chalet de El Espinar, daba al jardín de tres hermanas mayores, con las que nos unía algún parentesco y, sobre todo, una gran amistad. Contaba Guillermo cómo la más joven de las tres hacía a las otras dos preguntas del tipo “¿Con quién se casó fulano?”, o “¿Cuántos hijos tuvo menganita?”, o “¿Cómo se llama la cuñada de zutano?”. Y la interrogadora apostillaba con “Muy bien” o “Muy mal” las respuestas. Sí, era una forma de activar las neuronas, que con los años pierden reflejos y conexiones.
Una variedad de los pasatiempos con palabras que a mí me gustaba especialmente eran los damerogramas o dameros, apodados “malditos” por la, además de autora de los mismos, insigne actriz, Conchita Montes. Al resolverlos, se formaba una frase de un literato u otro personaje famoso además de su nombre. Quiero recordar que, en otros casos, el resultado era un texto de la Constitución Española de 1978, junto con el artículo al que pertenecía.
Los inventores de crucigramas –no los llamo crucigramistas, pues así se denominan también los que los resolvemos– suelen utilizar, además de palabras de uso común, de mayor o menor dificultad, otras que yo solo he hallado en esta clase de pasatiempos. Los ejemplos son muy numerosos.
¿Han leído ustedes en algún escrito u oído a alguien utilizar el verbo “iterar” con el significado de repetir? “Reiterar”, de la misma raíz, sí es más usado.
La definición de “Extremo inferior y más grueso de la entena” hoy sé que corresponde al vocablo “car”, pero tuve que consultar el diccionario para averiguar que “entena” –¡ojo, no antena!– es la verga de las velas latinas.
Cuando en la Editorial Santillana estábamos preparando el Diccionario Esencial, con el asesoramiento del académico de la Lengua Gregorio Salvador, este juzgó que no debía incluirse en este léxico destinado a jóvenes estudiantes el término “tas”. Yo le pregunté a don Gregorio si hacía crucigramas, a lo que me contestó que no. Cualquier crucigramista con alguna experiencia sabe que tal vocablo significa “Yunque pequeño de platero”.
La voz “isa”, canción y baile típicos de Canarias, me temo que no la conozcan muchos españoles de fuera de las Islas Afortunadas, si no son adictos a los crucigramas.
Inane, ido, leso, lar, Ra, ros, ca, uro, ucase, son otras tantas palabras, más o menos cultas, favoritas –dicho sea sin ningún ánimo de crítica– de los autores de crucigramas. A los que, desde estas líneas, quiero expresar mi admiración y sincero agradecimiento.

Porque los crucigramas, a diferencia de las bicicletas, no son solo para el verano, sino para cualquier época del año.    

10 de agosto de 2017

El PSOE y la plurinacionalidad

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Me pregunto cuál o cuáles de las actuaciones y propuestas de Pedro Sánchez ha hecho avanzar al PSOE en intención de voto según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) realizada en julio de 2017 y hecha pública el pasado 4 de agosto. El Partido Popular, aunque ganaría las elecciones, reduce su ventaja sobre el PSOE a 3,9 puntos, mientras que en el barómetro de abril era de 11,6 puntos.
Aunque hay que dar a las encuestas el valor que tienen, a saber, muy relativo, no hay duda de que algo ha cambiado en la percepción que los votantes de izquierda tienen del PSOE después de la victoria de Pedro Sánchez en las primarias socialistas. ¿Habrá revertido el secretario general del PSOE su trayectoria de perdedor o, si quieren, de ganador solo en el ámbito interno del partido, y aun eso no siempre?
Cuando Pedro Sánchez declara una y otra vez su intención prioritaria de arrojar a Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno, a muchos dentro y fuera del PSOE les gustaría que se propusiera ganar las elecciones generales, lo que hasta hoy no ha conseguido, ni siquiera en los pronósticos más favorables.
Sí ha logrado, hay que reconocerlo, unir a un PSOE que estaba dividido en banderías y facciones, eliminando con mano de hierro cualquier asomo de disidencia o discrepancia y apartando sin contemplaciones a los disidentes o discrepantes. Algunos de ellos, en lugar de resignarse a las tinieblas de la relegación –fuera hace mucho frío–, se han pasado con armas y bagaje al bando del hoy por hoy vencedor.
Si del terreno de los hechos nos movemos al de las propuestas, no puede por menos de llamar la atención la resolución del 39 Congreso Federal del PSOE referente a la plurinacionalidad, que como toda resolución congresual es “de obligado cumplimiento”.
Desde que el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero manifestara que nación es “un concepto discutido y discutible” –en lo cual no le falta razón, a la vista del debate que desde la Constitución Española de 1978 y en su misma gestación no ha cesado de producirse–, no sabemos a ciencia cierta qué entendemos cuando hablamos de nación. ¿Nos referimos al “Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno”, según define nación el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) en primera acepción, o como lo hace en segunda acepción, al “Territorio de una nación”, o en tercera acepción, al “Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”? En cualquiera de estas acepciones, el término nación podría aplicarse prácticamente a todas la Comunidades autónomas españolas, de malhadada invención por inútiles y costosas.
Para acabar de complicar las cosas, la misma Constitución de 1978 introdujo y consagró la denominación de “nacionalidad” para designar a aquellas Comunidades autónomas a las que, en su Estatuto, se les reconoce una especial identidad histórica y cultural. El DRAE no tuvo más remedio que incluir esta definición en el lema “nacionalidad”, junto a “Condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una nación”, y “Vínculo jurídico de una persona con un Estado, que le atribuye la condición de ciudadano de ese Estado en función del lugar en que ha nacido, de la nacionalidad de sus padres, o del hecho de habérsele concedido la naturalización”.
Así, cuando el PSOE de Pedro Sánchez impone la obligatoriedad de aceptar para España el concepto de plurinacionalidad, o de nación de naciones, ¿cómo puede una nación incluir a otras naciones? Si se trata de un mismo concepto de nación, tal aserto carece de toda lógica. Y si damos al término nación distinto significado según designe al todo o a las partes, ¿cuál es ese todo y cuáles son las partes?

Dudo mucho de que la imposición del concepto de plurinacionalidad haya pesado en el ánimo de los encuestados por el CIS para decantar hacia el PSOE su intención de voto. Menos aún satisfará a los nacionalistas independentistas que sus naciones sean equiparadas al resto de Comunidades autónomas Y estas no podrán por menos de considerarse discriminadas frente a las llamadas “nacionalidades históricas”. Menudo galimatías. Fuente de un trato desigual, que no creo que sea lo que sostenga un partido que se pretende socialista e igualitario.     

8 de agosto de 2017

Posverdad

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El Diccionario Oxford declaró el término post-truth palabra del año 2016, en el contexto del referéndum británico sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea o la ruptura con la misma, y de las elecciones presidenciales en Estados Unidos.
El propio Diccionario Oxford define post-truth, cuya traducción al español puede ser perfectamente “posverdad”, como “lo relativo a las circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”.
Según Oxford, el término fue usado por primera vez en un artículo de Steve Tesich que apareció en 1992 en la revista The Nation, en el que, a propósito de la Primera Guerra del Golfo, Tesich se lamentaba de que “nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posverdad”, o sea en un mundo en el que la verdad, la realidad, ya no importa.
El prefijo post- compone en español muchos derivados en los que añade el significado de “detrás” o “después de”. La Real Academia recomienda la forma simplificada pos-, por la dificultad de pronunciar la t cuando va seguida de otra consonante: posgrado, posdata, posindustrial. Solo en los casos en que este prefijo se une a palabras que comienzan por s se aconseja conservar la t: postsocialismo, postsurrealismo.
Además, de acuerdo con la norma académica, los prefijos se escriben unidos a la palabra que acompañan, sin necesidad de guión intermedio.
Pero vayamos al significado de posverdad. Con este vocablo se indica no solo que algo es posterior en el tiempo a la verdad, sino que de algún modo esta es superada o deja de ser relevante.
En el mundo de la comunicación, la posverdad se refiere a aquella información o aseveración que deja de basarse en hechos objetivos y apela a las emociones, a las creencias o a los deseos del público.
De ahí que la posverdad aluda a un pensamiento muy querido de los populismos y los nacionalismos de todo tipo.
En distintos momentos de la historia de la filosofía se han dado actitudes propias del subjetivismo idealista que afirman que la existencia de la realidad se reduce a las percepciones y formas de pensamiento del sujeto, y que no es independiente de ellas. “Esse es percipi”, “Ser es ser percibido”, sostenía en el siglo XVIII el filósofo irlandés George Berkeley.
¿Por qué la realidad ha de arruinar al político una construcción ideológica, una manera de influir en los ciudadanos, en el pueblo, en el que reside para los sistemas democráticos la soberanía? De ahí a la ficción o a la mentira como forma de actuación política no hay más que un paso.
Sin embargo, los hechos son a menudo tozudos y acaban por demoler las visiones basadas en las emociones o los deseos de los individuos.
¿No están ya muchos británicos arrepintiéndose de haber votado el brexit?
Las destituciones y los abandonos de políticos catalanes menos fervorosos con el proceso secesionista promovido por el gobierno de la Generalidad hablan a las claras de que la identidad como nación diferente al resto de las comunidades autónomas de España pesa menos que las consecuencias negativas que en todos los órdenes se seguirían de consumarse la desconexión y la independencia de Cataluña, muy en especial las que afectan al bolsillo, al patrimonio económico del sujeto.
Pintar con tintes sombríos la realidad social, educativa, sanitaria, económica de España, como hacen los populistas de una izquierda radical, prometiendo si ellos llegan al cielo del poder un paraíso en la tierra, no se compagina bien con las muchas bondades de que disfrutamos hoy día los españoles.
Si no, que se lo pregunten a los miles de inmigrantes que se juegan la vida en frágiles pateras por arribar a nuestras costas y ser admitidos en nuestra, desde luego mejorable, pero incomparablemente mejor que la de sus países de procedencia, sociedad del bienestar.

En registro de humor, y en el contexto de la reciente comparecencia como testigo del presidente Rajoy en la Audiencia Nacional, mi colega articulista en la última página de ABC Ignacio Ruiz-Quintano afirmaba que la pregunta del tribunal a Rajoy debería haber sido: “¿Jura usted decir la posverdad, toda la posverdad y nada más que la posverdad?”.