Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
He tenido un sueño…
Martin Luther King, en la famosa Marcha en Washington por los Derechos Civiles, soñaba con el día en el
que los negros de Estados Unidos alcanzaran las cotas de libertad y prosperidad
de que gozaban los blancos, y las gentes de ambos colores pudiesen convivir
armoniosamente como iguales..
Mi sueño, no en el
sentido de aspiración, sino de alucinación nocturna, me llevó, por extraños
derroteros, a un campo desolado en el que soldados con distintos uniformes
conversaban amigablemente, aprovechando una tregua en plena Tercera Guerra
Mundial.
¿Que cómo sabía yo
que se trataba de la tercera conflagración que, después de las dos anteriores
mal llamadas mundiales, sacudía, esta vez sí, a todo el mundo?
Pues lo deduje al
despertar: en el planeta Tierra, cada vez más globalizado, resulta casi
imposible un conflicto bélico limitado a un país, a varios, o a un solo
continente. Las mismas guerras en curso, ya sea en Siria, en Irak, o en otra
zona del Oriente Medio, se alimentan con la intervención de potencias
extranjeras, movidas por enfrentados intereses.
En mi duermevela se
me apareció una composición fotográfica que había visto el día anterior en la
primera página de un diario nacional, en la que se reproducían los rostros de
Kim Jong-un, Nicolás Maduro y Donald Trump. Si la cara es el espejo del alma,
las facciones de los tres gobernantes de marras denotaban a las claras su
idiocia y su catadura amoral, por no decir tajantemente su demencia. Aunque
hablar de alma en estos deletéreos personajes sea ya un absurdo.
El intercambio de
amenazas nucleares entre el líder supremo de la República Popular Democrática
–los comunistas acostumbran a llamar “democráticas” a sus crueles dictaduras–
de Corea y el presidente de Estados Unidos, y el desafío de este de intervenir
militarmente en la Venezuela de Maduro, podrían ciertamente desembocar en una
guerra a nivel mundial.
Lo extraño en la
contienda de mi sueño era que los soldados de distintos países o alianzas
departían amistosamente, sin saber muy bien por qué eran enemigos y se
combatían encarnizadamente.
Lo que me llevó a
pensar –ya digo que entremezclaba fases oníricas con desvelos de cierta
lucidez– que ciudadanos bajo las más diferentes banderas no se odian, sino que
se tratan con cordialidad y hasta se ayudan unos a otros, olvidando el
enfrentamiento de sus gobernantes.
A la vez, y en
contraste con esta imagen más o menos idílica, se me presentaban escenas en las
que miles de norcoreanos aclamaban a su líder, o los numerosos miembros de la
Asamblea Constituyente venezolana aplaudían al presidente Maduro, o cómo los
estadounidenses habían elegido en las últimas elecciones presidenciales al
bocazas de Trump.
Que el destino de la
humanidad esté en manos de tales mentecatos, eso sí, apoyados por mayorías más
o menos patentes de ciudadanos de sus respectivos países, me producía en el
subconsciente y en el consciente una desazón que el control mermado de la
voluntad en ese estado intermedio entre la vigilia y el sopor no lograba
superar.
Junto a esta posible
y temible Tercera Guerra Mundial, aún no desatada, existe otra, más difusa,
pero no menos trágica, que es la declarada y ya en ejecución por el yihadismo,
el Estado Islámico, o comoquiera que se autodenominen sus autores, contra todo
el mundo libre que no comulga con su credo fanático, muy en especial contra los
países democráticos de Occidente.
Un holocausto nuclear
que significaría la destrucción del mundo tal como lo conocemos, y una sucesión
de matanzas terroristas ya en marcha y muy difíciles de atajar: dos caras de la
Tercera Guerra Mundial.
Un panorama ante el
cual evoco y actualizo el sueño, en el sentido de esperanza y deseo, de Martin
Luther King, de que todos los hombres, independientemente del color de su piel
y de su credo político o religioso, se abracen como hermanos.