17 de diciembre de 2017

La Navidad

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Las principales festividades que se celebran en España siguen siendo religiosas. “Fiestas de guardar”, que se decía antes, porque en ellas hay obligación de oír misa.
Entre tales celebraciones destaca la Navidad, en la que conmemoramos la natividad, el nacimiento de Jesús en Belén de Judá, aunque sería más conocido como Jesús de Nazaret, o con el sobrenombre de Cristo, Jesucristo.
Nacimiento o belén denominamos asimismo la representación de la natividad de Jesús con figuras de barro, de plástico u otros materiales. El núcleo del nacimiento, que recibe el nombre de “misterio”, lo constituye el portal o pesebre en el que María dio a luz a su Hijo, acompañada de su esposo José, y de una mula y un buey. Pero el belén puede albergar también a otros personajes, como los ángeles que anunciaron al recién nacido, los pastores que acudieron a adorarle, los Reyes Magos que desde Oriente siguieron una estrella para presentar sus ofrendas ante aquel rey celestial. Además del portal, el escenario puede ampliarse con casas, un río y lavanderas en sus orillas, un puente, un molino, el palacio de Herodes… Y, al fondo, un papel azul brillante que semeja el cielo tachonado de estrellas.
Me detengo en estos detalles que la tradición conserva, que son cantados en los villancicos y que han dado lugar a verdaderas obras de arte, porque en nuestra sociedad actual se tiende con frecuencia a sustituirlos por iluminaciones que lo mismo valen para cualquier otro festejo, por el típico árbol o el Papá Noel de origen nórdico, olvidando lo que la Navidad significa.
En una población como la española que se declara mayoritariamente católica, se da el contrasentido de quienes quieren sustituir la Navidad por la celebración del solsticio de invierno. En los orígenes del cristianismo se produjo el fenómeno inverso: la Iglesia católica fue reemplazando festividades paganas por otras de contenido religioso. Y si el solsticio de invierno cedió el lugar a la Navidad, el de verano fue cristianizado por la noche de San Juan.
No son pocos los que ignoran que Santiago es el patrono de España y que la Inmaculada Concepción es su patrona. El santo apóstol y la advocación de la Inmaculada han dado lugar a sendas fiestas. Y son bastantes los que confunden la Inmaculada con la virginidad de María. Que María fuera concebida sin pecado original no es lo mismo que concibiera a su Hijo sin dejar de ser virgen. Conceptos ambos alejados de nuestra comprensión poco dada a los misterios.
Hay quienes alzan la voz contra el afán consumista que se desata con ocasión de las fiestas de Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes. Comprendo las razones en que se apoyan los ataques al consumo desenfrenado. Pero ¿qué sería de la economía y de tantos puestos de trabajo si solo consumiéramos lo estrictamente necesario para la subsistencia? Gran parte de la producción de bienes y servicios está basada en lo superfluo y, si me apuran, en el lujo. Con lo cual no estoy defendiendo el hedonismo superficial que a menudo acompaña a nuestras compras y regalos.
Están hoy de moda la cocina y los programas de televisión en que se compite por el título de mejor chef. En las Navidades ocupan puesto destacado la gastronomía, las comidas y las cenas más ricas y selectas de lo normal, en la propia casa o en restaurantes, lo que de nuevo es una buena oportunidad de hacer caja y sanear sus cuentas para las empresas y los profesionales que se dedican al sector de la alimentación y la restauración.
La misa, que es la principal celebración religiosa de los católicos, con sus lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, sus oraciones, antífonas y alabanzas, puede resultarles a algunos difícil de comprender o alejada de sus preocupaciones e intereses cotidianos. Así, por ejemplo, la palabra “gloria” aparece no solo en el “Gloria a Dios en el cielo”, sino en otros muchos momentos y plegarias. ¿Nos mueve realmente a los creyentes “dar gloria a Dios”? ¿Necesita Dios que le glorifiquemos? ¿Están los cielos y la tierra llenos de su gloria?
La Navidad, el nacimiento del Hijo de Dios que se hace hombre, humaniza esa gloria divina que puede parecernos distante y poco comprensible.
Cuando los defensores del laicismo y de la paganización de todo vestigio religioso tratan de celebrar los grandes momentos de la vida y de la muerte con actos no religiosos, caen en las ceremonias más pobres e insulsas, o tratan de remedar sin ningún éxito los ritos de la liturgia católica.
Pues para ese viaje…


12 de diciembre de 2017

La verdad es que...

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

No hace falta estar muy atento a los usos del lenguaje para haber advertido la abrumadora frecuencia con la que hablantes de toda condición comienzan sus frases con la aseveración “La verdad es que…”.
En las entrevistas a políticos o a otros personajes de actualidad, el entrevistado contesta a las preguntas sirviéndose machaconamente de esta introducción, acompañada a menudo del consabido “bueno”: “Bueno, la verdad es que…”.
Y a poco que reflexionemos sobre nuestra propia habla, nos daremos cuenta de que también nosotros incurrimos en tal hábito.
¿Qué se pretende, qué pretendemos, con semejante muletilla?
Está claro que una primera explicación de este uso residiría en el empeño por recalcar lo que a continuación se expresa. “Sí, puede que usted, o la gente en general, piense tal o cual cosa, pero la verdad es que…”. O sea, que se sale al paso de un error y se trata de sustituirlo por lo verdadero, por lo cierto, por lo auténtico. Los demás se equivocan, y es el que habla o responde, somos nosotros, el que está, o los que estamos, en posesión de la verdad.
Es también muy posible que, sin entrar en profundidades, el bordón que estoy comentando no sea más que un apoyo, como indica el nombre de su sinónimo “muletilla”, una manera de tomarse tiempo para que nos venga a la lengua lo que queremos decir.
Si nos observamos, y observamos a quienes nos rodean, descubriremos los numerosos latiguillos, las expresiones innecesarias que lastran nuestras conversaciones. Al “bueno” ya mencionado se podrían añadir otros vocablos o locuciones que nada añaden a lo que queremos comunicar, como “En este sentido”; “vale” entre interrogaciones o sin ellas; “Como no podía ser de otro modo”; “Vamos a ver”, o el “¿no? Interrogativo final, que a mí me induce a replicar a quien así concluye su exposición: “Pues usted sabrá”.
Volviendo a “La verdad es que…”, me parece a mí que la verdad es hoy un concepto devaluado, sobre todo en determinados ámbitos, y frente a la verdad en cuanto conformidad con la realidad, o con unas convicciones o creencias, prima un relativismo ideológico en el que, por huir del pensamiento dogmático, se cae en el qué más da lo uno que lo otro. No hay principios inamovibles, no hay verdades absolutas, no hay credos que todos debamos confesar. Mi verdad no tiene por qué coincidir con la verdad de mi interlocutor.
Se habla en política de “transversalidad”, invento con el que se pretende estar a la vez con los que sostienen unas ideas y con los que defienden las contrarias. Lo único que importa a los transversales es conquistar el poder, sin exponer con claridad qué es lo que harán cuando lo alcancen.
Hay quienes ven con buenos ojos la falta de firmes creencias y justifican esta carencia aduciendo las sangrientas guerras que a lo largo de la historia han desencadenado las intransigencias religiosas. La pacífica convivencia se basaría, según estos relativistas, en la ausencia de verdades de cualquier tipo: religiosas, filosóficas, morales… Al no haber ideologías excluyentes no hay lugar a discusiones ni enfrentamientos.
A diferencia del creyente que cree en la existencia de Dios y del ateo que la niega, el agnóstico declara que el entendimiento humano no es capaz de pronunciarse sobre si existe o no un Dios, un ser absoluto.
Después de siglos y milenios en los que unos hombres se han enfrentado a otros por ideas y doctrinas contrapuestas, se logró en los siglos XIX y XX unos acuerdos de mínimos con las sucesivas Declaraciones o Cartas de los Derechos Humanos.
En 1789, la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó en París la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que establecía como principios básicos la igualdad, la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Basándose en estos principios, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en 1948, sin ningún voto en contra, aunque con las abstenciones de tres países, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Así, los derechos humanos constituyen una verdad sobre la que puede y debe fundarse la paz entre individuos y entre pueblos.

Los españoles nos dimos en 1978 una Constitución que recoge tales derechos y que fue aprobada en referéndum por una amplia mayoría de españoles, incluidos los catalanes. La aceptación de este contrato social, de esta verdad sancionada por la ley de leyes, salvaguarda nuestra pacífica convivencia. 

7 de diciembre de 2017

El cometa azul

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Suelo valorar la magnitud de mis preocupaciones por el impacto, mayor o menor, que producen en mi ya de por sí alterado sueño. O, lo que es lo mismo, por su capacidad de causarme insomnio.
Las inquietudes que a mí me quitan horas de dormir plácidamente no son siempre los problemas que desasosiegan al común de los mortales. Así, en cierta ocasión, hace no muchos años, después de ver en la televisión un programa sobre la degradación del medio ambiente y los atentados contra el hábitat de muchas especies animales, daba yo vueltas despierto en la cama preocupado por “la extinción del lince ibérico”. Comprenderán que la posible desaparición de este hermoso felino no deja de ser una cuestión menor en comparación con otras muchas alteraciones que ponen en peligro la vida toda sobre la Tierra.
Evocaba el gran autor teatral Germán Ubillos en uno de sus magistrales artículos los años en los que, en plena guerra fría y peligro de catástrofe nuclear, con las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, enfrentadas en una demencial carrera armamentística, él y otros muchos como él se acostaban sin estar seguros de que verían la luz el día siguiente.
Hace unos días, el 28 de noviembre, el perturbado dictador comunista que responde al nombre de Kim Jong-un lanzó al espacio un nuevo misil para demostrar a la comunidad internacional, y muy en especial a Estados Unidos, que Corea del Norte es ya un Estado nuclear y que está en condiciones de causar graves daños a este país y hasta desencadenar un holocausto atómico.
Cuando hablamos del fin del mundo, englobamos bajo esta expresión las múltiples formas en que puede desaparecer la vida, tal como la conocemos, sobre la Tierra. Desde el cambio climático que puede acabar con las condiciones que hacen posible la existencia de seres vivos hasta la destrucción total de nuestro planeta por las más variadas causas.
Pues a mí, aun reconociendo con la razón la gravedad de estos peligros, no me inquietan ni angustian, mientras que sí lo hacen, por ejemplo, las imágenes de los embalses medio vacíos que nos alertan sobre la falta de lluvia y, por lo tanto, de agua en nuestra reseca España.
El cometa azul es una obra de teatro del mencionado Germán Ubillos que se representa actualmente en el Teatro Victoria de Madrid. Lo que en el texto originario de Ubillos era un drama ha sido actualizado y convertido en loca comedia por la directora Paloma Mejía, quien ya ha asombrado y fascinado a amplios públicos con sus montajes de Los miserables de Víctor Hugo, La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca o El conde de Montecristo de Alejandro Dumas padre.
El cometa azul, que en su día fue Premio Provincia de Valladolid de Teatro, narra –según su autor– la historia de una familia cuyo padre, muy aficionado a la astronomía, descubre por casualidad en el firmamento una lucecita que se desplaza y brilla cada vez más. Esa luz la bautiza con el nombre de “cometa azul”, que va transformándose en algo inquietante, en un cuerpo celeste de grandes dimensiones que en su trayectoria puede chocar contra la Tierra.
En el teatro se escucha una voz que anuncia los días que quedan para el choque y la explosión que pondría fin a la vida en nuestro planeta, mientras los espectadores asistimos a las reacciones que en los miembros de la familia y en algún amigo suscita la posibilidad de su inminente muerte.
En el estreno de esta tragedia transformada en farsa yo escuchaba las risas de unas jóvenes sentadas en la fila de atrás.
Ya sabe Germán Ubillos que soy admirador incondicional de sus obras teatrales, como la recientemente estrenada Evelynne y John y la repuesta El reinado de los lobos, así como de sus siempre interesantes artículos en prensa. Pero la versión esperpéntica de El cometa azul no logró inquietarme ni hacerme reír.
Quizá ello se deba a que, a una persona como yo a la que altera el sueño la extinción del lince ibérico, no logra causar angustia el pensamiento de la destrucción de nuestro mundo.
O tal vez mi falta de sintonía con el montaje de El cometa azul por Paloma Mejía, cuyo genio teatral no pongo en duda, esté ocasionada por “la oxidación” de mi mente, en tantos aspectos anclada en un pasado que, “a nuestro parescer”, fue mejor. Mientras que la juventud, el futuro, vibra, se emociona y ríe con este final apocalíptico del mundo en tono de grotesca burla.