Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Suelo valorar la
magnitud de mis preocupaciones por el impacto, mayor o menor, que producen en
mi ya de por sí alterado sueño. O, lo que es lo mismo, por su capacidad de
causarme insomnio.
Las inquietudes que a
mí me quitan horas de dormir plácidamente no son siempre los problemas que
desasosiegan al común de los mortales. Así, en cierta ocasión, hace no muchos
años, después de ver en la televisión un programa sobre la degradación del
medio ambiente y los atentados contra el hábitat de muchas especies animales,
daba yo vueltas despierto en la cama preocupado por “la extinción del lince
ibérico”. Comprenderán que la posible desaparición de este hermoso felino no
deja de ser una cuestión menor en comparación con otras muchas alteraciones que
ponen en peligro la vida toda sobre la Tierra.
Evocaba el gran autor
teatral Germán Ubillos en uno de sus magistrales artículos los años en los que,
en plena guerra fría y peligro de catástrofe nuclear, con las dos
superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, enfrentadas en una demencial
carrera armamentística, él y otros muchos como él se acostaban sin estar
seguros de que verían la luz el día siguiente.
Hace unos días, el 28
de noviembre, el perturbado dictador comunista que responde al nombre de Kim
Jong-un lanzó al espacio un nuevo misil para demostrar a la comunidad
internacional, y muy en especial a Estados Unidos, que Corea del Norte es ya un
Estado nuclear y que está en condiciones de causar graves daños a este país y
hasta desencadenar un holocausto atómico.
Cuando hablamos del
fin del mundo, englobamos bajo esta expresión las múltiples formas en que puede
desaparecer la vida, tal como la conocemos, sobre la Tierra. Desde el cambio
climático que puede acabar con las condiciones que hacen posible la existencia
de seres vivos hasta la destrucción total de nuestro planeta por las más
variadas causas.
Pues a mí, aun
reconociendo con la razón la gravedad de estos peligros, no me inquietan ni angustian,
mientras que sí lo hacen, por ejemplo, las imágenes de los embalses medio
vacíos que nos alertan sobre la falta de lluvia y, por lo tanto, de agua en
nuestra reseca España.
El cometa azul es
una obra de teatro del mencionado Germán Ubillos que se representa actualmente
en el Teatro Victoria de Madrid. Lo que en el texto originario de Ubillos era
un drama ha sido actualizado y convertido en loca comedia por la directora
Paloma Mejía, quien ya ha asombrado y fascinado a amplios públicos con sus
montajes de Los miserables de Víctor Hugo, La casa de Bernarda Alba de Federico
García Lorca o El conde de Montecristo de Alejandro Dumas padre.
El cometa azul, que
en su día fue Premio Provincia de Valladolid de Teatro, narra –según su autor–
la historia de una familia cuyo padre, muy aficionado a la astronomía, descubre
por casualidad en el firmamento una lucecita que se desplaza y brilla cada vez
más. Esa luz la bautiza con el nombre de “cometa azul”, que va transformándose
en algo inquietante, en un cuerpo celeste de grandes dimensiones que en su
trayectoria puede chocar contra la Tierra.
En el teatro se
escucha una voz que anuncia los días que quedan para el choque y la explosión
que pondría fin a la vida en nuestro planeta, mientras los espectadores asistimos
a las reacciones que en los miembros de la familia y en algún amigo suscita la posibilidad
de su inminente muerte.
En el estreno de esta
tragedia transformada en farsa yo escuchaba las risas de unas jóvenes sentadas
en la fila de atrás.
Ya sabe Germán
Ubillos que soy admirador incondicional de sus obras teatrales, como la
recientemente estrenada Evelynne y John y la repuesta El reinado de los
lobos, así como de sus siempre interesantes artículos en prensa. Pero la
versión esperpéntica de El cometa azul no logró inquietarme ni hacerme reír.
Quizá ello se deba a
que, a una persona como yo a la que altera el sueño la extinción del lince
ibérico, no logra causar angustia el pensamiento de la destrucción de nuestro
mundo.
O tal vez mi falta de
sintonía con el montaje de El cometa azul por Paloma Mejía, cuyo genio
teatral no pongo en duda, esté ocasionada por “la oxidación” de mi mente, en
tantos aspectos anclada en un pasado que, “a nuestro parescer”, fue mejor.
Mientras que la juventud, el futuro, vibra, se emociona y ríe con este final
apocalíptico del mundo en tono de grotesca burla.
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