Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Estaba yo una mañana de esta inacabable pandemia oyendo por la radio las noticias que desgranaban con la acostumbrada frialdad el aumento de las curvas de contagios, de fallecimientos y de ingresos hospitalarios. Al borde de la más imparable depresión cambié de emisora y pude escuchar una música de piano. “Chopin”, me dije. Sus composiciones son inconfundibles, al menos para mí. En efecto, al concluir la pieza, la presentadora del programa de Radio Clásica dijo que acababa de sonar un Nocturno de Frédéric Chopin, no pude distinguir cuál. Al estar yo en la casa madrileña de mi mujer, no disponía de los catorce CD con que cuento en mi domicilio de El Espinar, que contienen interpretaciones de Chopin de pianistas de la categoría de Arthur Rubinstein, Maria João Pires y Vlado Perlmutter. Pero pude encontrar un CD que contenía el Concierto para piano y orquesta n.º 1, cuatro Nocturnos y la Polonesa op. 53 en la bemol mayor, también conocida como la Polonesa Heroica, todas estas obras interpretadas por Arthur Rubinstein.
Hacía mucho que no dedicaba un tiempo largo y sosegado a escuchar música. Los acordes nostálgicos de Chopin me trasladaron a escenas y escenarios felices de mi vida. Horas de amor con la familia y con los amigos. El Campo Grande de mi infancia vallisoletana, con el estanque de majestuosos cisnes. El Canal de Castilla, en el que con mi amigo Jaime Ortiz Aboín hacíamos navegar barquitos que nosotros mismos habíamos construido. Jardines de distintas casas en que viví y aprendí a cultivar y distinguir numerosas variedades de plantas. Pinares y montes de El Espinar, que me abrazan cada vez que vuelvo a este paisaje con serenidad de alma.
Sí, la música de Chopin serena el alma, tan necesitada de gozo y esperanza en estos tiempos aciagos de un virus que se ha adueñado de nuestra alegría de vivir.
Gracias, Chopin, por devolverme la paz interior. Tus dos Conciertos para piano y orquesta, tus Nocturnos, tus Impromptus, tus Baladas, tus Valses, tus Polonesas, tus Estudios, tus Preludios, tus Mazurcas…, constituyen uno de los más excelsos homenajes a la música pianística y una fuente en la que beber y recrearse generaciones de todas las épocas.
Volvía yo de mis estudios de Filosofía en Munich, corría el año 1963, y en la casa de mis padres mi hermana menor Cristina me dio la bienvenida tocando al piano la Fantasía Impromptu de Chopin. Le he pedido en posteriores encuentros que me la volviera a tocar. Pero el pasado es irrepetible. Lo único que nos queda es rememorarlo en nuestro interior.
Yo les deseo a todos ustedes, mis queridos lectores, que tengan un Chopin en sus vidas, a cuya música acudir en busca de consolación y ánimo.