Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Tanto en la misa del Domingo de Ramos como en los oficios del Viernes Santo se leen los textos de los Evangelios sobre la pasión y muerte de Jesús: el de Marcos en el Domingo de Ramos y el de Juan en el Viernes Santo. Un ayudante lee el relato de la pasión y muerte, mientras que otro pronuncia las palabras de los protagonistas que no son Jesús, y el sacerdote se reserva las pocas palabras pronunciadas por el mismo Jesús.
Esta división de papeles resalta el dramatismo de los hechos narrados. Independientemente de la fe cristiana o de las creencias de quienes asisten a las ceremonias religiosas, o leen los textos evangélicos, a mí me ha impresionado y emocionado un año más la narración de la pasión y muerte de Jesús.
El Jueves Santo se conmemora, siguiendo el evangelio de Juan, la Última Cena, en la que Jesús lava los pies a sus discípulos, y se celebra la institución de la Eucaristía según la primera epístola de san Pablo a los Corintios.
No voy a entrar en la cuestión de la inspiración divina de los escritos de la Biblia, ni tampoco en el carácter histórico de los hechos narrados, debates que dejo a los especialistas y que no afectan a la emocionada experiencia mía.
Tal como han llegado a nosotros, los relatos de los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan sobre la pasión y muerte de Jesús son una obra maestra de estructura y graduación dramática. Aunque tenemos pocos datos biográficos sobre los autores de los Evangelios, aparte de los que nos dan los propios textos bíblicos, Mateo, recaudador de impuestos, o sea publicano, y Lucas, médico, fueron personas cultas. No lo sabemos de Marcos, compañero de Pablo en varios de sus viajes apostólicos, ni de Juan, aunque el Evangelio de este último sea de una hondura teológica incomparable.
Pero desde la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén hasta su muerte en la cruz, los sucesos que se nos relatan son, unos de una emoción innegable, como la Última Cena o la oración en el Huerto de los Olivos, y otros de un inquietante intercambio de preguntas y réplicas, como las que se ponen en boca de Pilatos o del Sumo Sacerdote Caifás y del propio Jesús, en la inicua pantomima de juicio a que los judíos y el gobernador romano someten a Jesús.
Recuerdo cómo, en la Plaza Mayor de Valladolid, predicadores actuales desgranaban piezas oratorias magistrales sobre las Siete Palabras de Cristo en la cruz, Siete Palabras que dan nombre a una cofradía de la Semana Santa vallisoletana.
Cuando Jesús exclama “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, a mí se me pone un nudo en la garganta, mientras que algunos de los presentes, al oír “Eli, Eli, lakma sabatani?”, comentaban “Mira, llama a Elías”.
Muestras de la debilidad humana, como los discípulos que se duermen mientras Jesús ora en el Huerto de los Olivos, o las tres negaciones de Pedro y, más que ninguna otra, la traición de Judas: “¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?”.
La naturaleza acompaña con unas súbitas tinieblas la muerte de Jesús, una escenografía acentuada con la apertura de muchas tumbas.
Y la voluble conducta de las masas, que tan pronto aclaman a Jesús el Domingo de Ramos, como piden a Pilatos que suelte a Barrabás y haga crucificar a Jesús.
Jesús, hijo de Dios para quienes, sin mérito alguno, hemos recibido el don de la fe, se hace hombre hasta sus últimas consecuencias, el sufrimiento extremo y la muerte.