Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Una
parte, mayor o menor, de cómo somos y de cómo nos sentimos la constituye la pertenencia
a una determinada comunidad. Esta pertenencia, a su vez, está condicionada por
algo tan ajeno a nuestra voluntad y tan circunstancial como es el nacimiento en
un lugar geográfico y no en otro más al sur o al norte, al este o al oeste.
Yo
nací en Valladolid capital, como pude haber nacido en Villanueva del Campo,
provincia de Zamora, de donde era oriunda mi abuela paterna, o en Olmedo,
provincia de Valladolid, de donde procedía mi abuelo paterno, o en Jaén o
Granada, patrias chicas respectivamente de mi abuela y de mi abuelo maternos. A
los 16 años abandoné Valladolid para estudiar en distintas localidades del País
Vasco, en Madrid y hasta en Munich. Asimismo en Madrid empecé a trabajar en el
mundo editorial, me casé, y también en la capital de España nacieron mis dos
hijos. Volví a Valladolid por motivo de trabajo y en mi ciudad natal residí
durante cuatro años, al cabo de los cuales retorné a Madrid. Al jubilarme fijé
mi residencia en El Espinar, pueblo de Segovia que desde mi infancia ha desempeñado
un decisivo papel en mi vida. Actualmente vivo a caballo entre El Espinar y
Madrid, con ilusionantes escapadas a Santander.
He
ejercido poco de vallisoletano, algo más de castellano, aunque los sentimientos
en una familia con unos amantes padres y seis hermanos hayan dejado huella
imborrable en mi carácter y forma de ser. Los juegos y los amigos de la
infancia y adolescencia, el paisaje austero de la meseta, de las tierras llanas
de pan llevar, y hasta las nieblas que ascendían del Pisuerga y de la Esgueva,
sin duda han influido en mi profundo sentir. Mis esporádicas visitas a la hoy
capital de la Comunidad Autónoma de Castilla y León me invitan a reconocer que
sus calles y monumentos están muy cuidados. Hombre, y me alegro de que el Real
Valladolid haya ascendido a Primera División.
Con
este somero recorrido por mi vinculación a Valladolid quiero señalar que en mi
identidad personal la patria chica ocupa un puesto subordinado a otros valores,
experiencias, aprendizajes, saberes, relaciones y sentimientos, que han
configurado y siguen configurando mi personalidad.
Me
cuesta por ello entender la obsesión de tantos catalanes, entre los que supongo
que habrá personas inteligentes, con su catalanidad. Suele afirmarse por
estudiosos del conflicto que sacude Cataluña que la postura de los
nacionalistas partidarios de la secesión y de la independencia está basada en
sentimientos, no en motivos racionales, por lo que resulta muy difícil dialogar
y negociar con ellos sobre bases lógicas.
Cuando
en 1932 las Cortes republicanas debatían el Estatuto de Autonomía de Cataluña
pronunciaron sendos discursos el filósofo José Ortega y Gasset y el presidente
de la República Manuel Azaña. Los dos se refirieron al sentimiento que
caracterizaba a los nacionalistas catalanes. Así, para Ortega, el problema
catalán era un caso corriente de nacionalismo particularista, que consistía en
“un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia
clara que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear vivir aparte
de los demás pueblos y colectividades”. Ese sentimiento lleva a los individuos
y los pueblos poseídos por el mismo a convertirse en “una pequeña isla de
humanidad arisca, reclusa en sí misma”, mientras la tendencia universal camina
hacia unidades cada vez más amplias.
Por
su parte, Azaña ponía el acento en que “la realidad es el hecho de los
sentimientos diferenciales en las regiones de la península”. Y achacaba a una
Corona despótica y absolutista la represión de esos sentimientos diferenciales.
Según Azaña, la República podía solucionar el problema político de Cataluña.
Problema que, como bien es sabido, la República no resolvió.
Así
pues, nos seguimos encontrando con unos sentimientos identitarios que llevan a
algo menos de la mitad de la actual población catalana, pero aun así a más de 2
millones de votantes en las elecciones de diciembre de 2017 sobre un censo
electoral de más de 5,5 millones, a tratar por todos los medios de separarse de
España y constituir un Estado independiente en forma de República.
Este
sentimiento secesionista e independentista, en sí ni bueno ni malo desde un
punto de vista ético, va acompañado de otros sentimientos no tan indiferentes
moralmente, como son el supremacismo con tintes xenófobos y racistas, el
resentimiento y hasta el odio. Y la mentira sistemática sobre la realidad
histórica y la actual. Por no hablar de la reiterada ilegalidad, de funestas
consecuencias: si hoy los catalanes no aceptan las leyes que nos hemos dado
todos los españoles, ¿por qué habrán de respetar en el futuro las que sus
gobernantes dicten?
A mí
me parece una lamentable pobreza que en la identidad de una persona primen unos
sentimientos políticos que poco o nada aportan a la realidad afectiva,
intelectual, cultural, humana en suma, de cualquier individuo.