28 de julio de 2018

El sentimiento identitario


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Una parte, mayor o menor, de cómo somos y de cómo nos sentimos la constituye la pertenencia a una determinada comunidad. Esta pertenencia, a su vez, está condicionada por algo tan ajeno a nuestra voluntad y tan circunstancial como es el nacimiento en un lugar geográfico y no en otro más al sur o al norte, al este o al oeste.
Yo nací en Valladolid capital, como pude haber nacido en Villanueva del Campo, provincia de Zamora, de donde era oriunda mi abuela paterna, o en Olmedo, provincia de Valladolid, de donde procedía mi abuelo paterno, o en Jaén o Granada, patrias chicas respectivamente de mi abuela y de mi abuelo maternos. A los 16 años abandoné Valladolid para estudiar en distintas localidades del País Vasco, en Madrid y hasta en Munich. Asimismo en Madrid empecé a trabajar en el mundo editorial, me casé, y también en la capital de España nacieron mis dos hijos. Volví a Valladolid por motivo de trabajo y en mi ciudad natal residí durante cuatro años, al cabo de los cuales retorné a Madrid. Al jubilarme fijé mi residencia en El Espinar, pueblo de Segovia que desde mi infancia ha desempeñado un decisivo papel en mi vida. Actualmente vivo a caballo entre El Espinar y Madrid, con ilusionantes escapadas a Santander.
He ejercido poco de vallisoletano, algo más de castellano, aunque los sentimientos en una familia con unos amantes padres y seis hermanos hayan dejado huella imborrable en mi carácter y forma de ser. Los juegos y los amigos de la infancia y adolescencia, el paisaje austero de la meseta, de las tierras llanas de pan llevar, y hasta las nieblas que ascendían del Pisuerga y de la Esgueva, sin duda han influido en mi profundo sentir. Mis esporádicas visitas a la hoy capital de la Comunidad Autónoma de Castilla y León me invitan a reconocer que sus calles y monumentos están muy cuidados. Hombre, y me alegro de que el Real Valladolid haya ascendido a Primera División.
Con este somero recorrido por mi vinculación a Valladolid quiero señalar que en mi identidad personal la patria chica ocupa un puesto subordinado a otros valores, experiencias, aprendizajes, saberes, relaciones y sentimientos, que han configurado y siguen configurando mi personalidad.
Me cuesta por ello entender la obsesión de tantos catalanes, entre los que supongo que habrá personas inteligentes, con su catalanidad. Suele afirmarse por estudiosos del conflicto que sacude Cataluña que la postura de los nacionalistas partidarios de la secesión y de la independencia está basada en sentimientos, no en motivos racionales, por lo que resulta muy difícil dialogar y negociar con ellos sobre bases lógicas.
Cuando en 1932 las Cortes republicanas debatían el Estatuto de Autonomía de Cataluña pronunciaron sendos discursos el filósofo José Ortega y Gasset y el presidente de la República Manuel Azaña. Los dos se refirieron al sentimiento que caracterizaba a los nacionalistas catalanes. Así, para Ortega, el problema catalán era un caso corriente de nacionalismo particularista, que consistía en “un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia clara que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear vivir aparte de los demás pueblos y colectividades”. Ese sentimiento lleva a los individuos y los pueblos poseídos por el mismo a convertirse en “una pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma”, mientras la tendencia universal camina hacia unidades cada vez más amplias.
Por su parte, Azaña ponía el acento en que “la realidad es el hecho de los sentimientos diferenciales en las regiones de la península”. Y achacaba a una Corona despótica y absolutista la represión de esos sentimientos diferenciales. Según Azaña, la República podía solucionar el problema político de Cataluña. Problema que, como bien es sabido, la República no resolvió.
Así pues, nos seguimos encontrando con unos sentimientos identitarios que llevan a algo menos de la mitad de la actual población catalana, pero aun así a más de 2 millones de votantes en las elecciones de diciembre de 2017 sobre un censo electoral de más de 5,5 millones, a tratar por todos los medios de separarse de España y constituir un Estado independiente en forma de República.
Este sentimiento secesionista e independentista, en sí ni bueno ni malo desde un punto de vista ético, va acompañado de otros sentimientos no tan indiferentes moralmente, como son el supremacismo con tintes xenófobos y racistas, el resentimiento y hasta el odio. Y la mentira sistemática sobre la realidad histórica y la actual. Por no hablar de la reiterada ilegalidad, de funestas consecuencias: si hoy los catalanes no aceptan las leyes que nos hemos dado todos los españoles, ¿por qué habrán de respetar en el futuro las que sus gobernantes dicten?
A mí me parece una lamentable pobreza que en la identidad de una persona primen unos sentimientos políticos que poco o nada aportan a la realidad afectiva, intelectual, cultural, humana en suma, de cualquier individuo.

22 de julio de 2018

Montañas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Isa y Audrey son dos adolescentes estadounidenses que han pasado unas semanas con una familia española, dos de cuyos hijos, Teresa y Kiko, estuvieron a su vez el verano anterior en la casa de ellas a orillas del lago Michigan. Aparte de visitar Madrid y San Sebastián, han viajado con sus anfitriones a París. A la vuelta, en una comida en mi jardín de El Espinar, pregunto a Isa y Audrey qué es lo que más les ha gustado de todo lo que han visto en España y Francia. Después de pensárselo un momento, Isa me responde:
The mountains.
Yo me esperaba que hubieran mostrado su preferencia, qué sé yo, por el parque del Retiro, por la playa de La Concha, por la torre Eiffel o por Disneyland. Pero no. Fueron tajantes: “Las montañas”. Sin especificar si fueron los Pirineos o nuestra sierra de Guadarrama el objeto de su predilección.
A veces necesitamos que visitantes extranjeros nos hagan reconocer o redescubrir el valor de lo que día tras día tenemos ante los ojos.
A mí mismo, que tanto he disfrutado de los montes de El Espinar y tanto he escrito sobre ellos, me ha hecho falta el relativo distanciamiento que en los últimos meses he experimentado para añorarlos y, al regresar este verano más detenidamente, sentir renovado su abrazo protector.
Y, cuando oigo a Isa y Audrey, oriundas de tierras llanas, mostrar su encanto con las montañas, me siento afortunado de tenerlas al alcance de mis paseos.
Recorro con fruición sus nombres y perfiles familiares: El Caloco, a cuya cima yo solía subir mientras, delante de la ermita del Santo Cristo, mis convecinos celebraban el inicio de las fiestas patronales; la sierra del Quintanar, pródiga de luces y colores según las horas del día; la Mujer Muerta, que desde nuestra vertiente pierde su condición yacente y embarazada; el Montón de Trigo, perfecto cono de difícil ascenso; la Peña del Águila, de más suave subida, y la Peñota, de doble escarpada cumbre, que cierran la vista que diviso por el este de mi calle; el Alto del León, que separa, o une, según se mire, las comunidades de Madrid y Castilla y León; Cabeza Líjar, de la que me parece estar viendo la rosa de los vientos, vientos de altura, en su vértice geodésico; Cueva Valiente, que tan bien refleja los soles del ocaso; Aguas Vertientes, pues en efecto recorren su ladera multitud de arroyos y regatos, amén de las numerosas fuentes que en ella manan; la sierra de Malagón, al sur de la villa, y Cabeza Renales, que cierra por el oeste el casi círculo mágico, para permitirnos dilatar la mirada por las llanadas esteparias de Campo Azálvaro…
Aquí están y aquí me esperan siempre los montes que han jalonado mi vida, desde los veraneos de mi infancia, adolescencia y madurez, hasta que, al jubilarme, me instalé definitivamente bajo su amparo.
¿Inmutables? No, que cambian. Desde una ventana de mi vivienda actual se divisaba el peñón que da nombre al monte de Peña La Casa y que hoy los pinos crecidos ocultan.
Y cambian también, porque cambiamos nosotros, los que los contemplamos y amamos, y formamos parte de su geografía y de su historia. Hace meses que no subo a sus picos y crestas, y echo de menos el aire puro que en ellos se respira. Así como la satisfacción de coronar el desafío de la altura.
Pero siempre hay miradores privilegiados que nos acercan al entorno montañoso, como el mirador de la Canaleja en la calle de Juan Bravo de Segovia. Mientras espero que me revisen el coche, me he sentado en la terraza que se abre a la Mujer Muerta, aquí sí con todos sus atributos, mientras pequeñas nubes de algodón adornan el cielo azul de esta plácida tarde de julio. A mi izquierda, también se avistan el Montón de Trigo y Siete Picos, picos que me traen a la memoria la figura señera de Eduardo Martínez de Pisón, gran conocedor y amante de todos nuestros montes, con quien he compartido caminatas y subidas, una quiero recordar precisamente por las faldas de Siete Picos. Martínez de Pisón que acaba de publicar La montaña y el arte, muestra magistral de la simbiosis entre la cultura y la montaña.
Sí, montañas de Guadarrama, con vosotras voy, mi corazón os lleva.


15 de julio de 2018

Ser y estar


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

La contemplo delante de mí, admirando su belleza. Y no puedo por menos de decirle:
–Qué guapa estás.
Para rectificar inmediatamente:
–Qué guapa eres.
–Ahí tienes tema para un artículo –me replica ella.
No se refiere al cuidado que, en los tiempos que corren, ha de tener un hombre al dedicar un piropo a una mujer. Para que no te tachen de machista. O, aún peor, de acosador sexual.
No iban por ahí los tiros.
–¿Por qué no explicas la diferencia entre ser y estar?
–Me parece que ya lo he hecho en alguna ocasión.
Es lo que nos pasa a los articulistas con centenares de artículos a las espaldas.
–Puedes tratarlo desde otro punto de vista.
Me convence. Habida cuenta, además, de la escasez estival de temas, que no se ocupen de Sánchez y Torra, o de Torra y Sánchez, y de la tabarra independentista.
A cualquiera se le alcanza, por poco versado que esté en los matices semánticos de los verbos ser y estar, que no es ni mucho menos lo mismo “estar guapa” que “ser guapa”. En la primera expresión, estamos hablando de un estado que puede ser pasajero, circunscrito a un momento dado. Ella acaba de estar en la peluquería, y la estilista –que es más que peluquera– ha acertado a darle un corte y un peinado favorecedores. En la segunda frase, la belleza pertenece a la esencia de la mujer, no es algo transitorio, sujeto a una circunstancia temporal.
Los crucigramistas –y aludo a los autores de crucigramas, no a quienes los resolvemos– no distinguen entre ser y estar. Y proponen una de estas dos palabras para que rellenemos con la otra cinco o tres casillas.
Ser, como verbo auxiliar, sirve para formar la voz pasiva de cualquier otro verbo. Pero, sobre todo, en las oraciones con atributo, afirma del sujeto lo que significa el atributo, por ejemplo, una cualidad que le es propia, intrínseca a su naturaleza, o al menos estable. Por ello vale como ningún otro verbo para definir, a personas, a cualesquiera seres animados o inanimados, a objetos y conceptos.
Con algunos atributos no cabe usar los dos verbos ser y estar. Así, es posible afirmar “Estoy contento” o “Estoy cansado”, mas no se puede decir “Soy contento” o “Soy cansado”, aunque estos estados se prolonguen en el tiempo.
Mientras que el verbo ser denota estabilidad, permanencia: “Eres un buen estudiante”, el verbo estar introduce la limitación del tiempo o del espacio: “Estás sacando malas notas este curso, o en el nuevo colegio”.
Y, por supuesto, con ciertos atributos, los verbos ser y estar cambian completamente el significado de tales atributos: no es igual “ser buena” que, en lenguaje coloquial, “estar buena”.
El verbo ser, además de verbo, tiene otra acepción como sustantivo. No así el término estar, que solo funciona como verbo, intransitivo o pronominal, aunque como tal pueda desempeñar la función de sujeto, atributo o complemento: “Estar solos puede causarnos tristeza”, “Qué aburrido es estar mano sobre mano”, “El cuarto de estar”.
El sustantivo ser da mucho juego en filosofía. En títulos de obras filosóficas que me vienen a la memoria, suele ir acompañado de otros nombres, con los que guarda relación, como en El ser y la esencia, de santo Tomás de Aquino; o a los que se contrapone, como en El ser y la nada, de Jean-Paul Sartre, o Ser y tiempo, de Martin Heidegger, o Ser y tener, de Gabriel Marcel.
A propósito de esta última contraposición, recuerdo que, en sus tiempos de socialista con chaqueta de pana, antes de convertirse en próspero hombre de negocios, Felipe González aconsejaba a los llevados de la fiebre del consumo y de poseer bienes materiales que dieran más importancia al ser que al tener. O tempora! O mores! “¡oh tiempos!, ¡oh costumbres!”, que exclamaba Cicerón en las Catilinarias. Y que podríamos traducir libremente como “¡Quién te ha visto y quién te ve!”.
Volviendo al ser como concepto filosófico, ¿comienza nuestro ser con la existencia? ¿No éramos nada, la nada de Sartre, antes de ser concebidos y nacer? ¿Dejaremos de ser cuando nos sobrevenga la muerte?
Intentar siquiera esbozar una respuesta a estas preguntas desbordaría los límites de este artículo y se apartaría de mi intento de cotejar en el terreno lingüístico ser y estar.
No me gustaría que ustedes, que son pacientes y benévolos lectores, lleguen a estar hasta el gorro de leerme.



9 de julio de 2018

Resiliencia


Las palabras y la vida
Resiliencia
Alberto Martín Baró
Si no conocen el significado de esta palabra, no se preocupen: les diré que, desde que en el año 2010, la Real Academia Española (RAE) la incluyó en la edición digital de su Diccionario, es el término que más consultas ha suscitado. Entre las cuales se cuenta la mía.
Aunque este hecho no nos sirva de consuelo –ya saben, mal de muchos…–, sí ayuda a comprender por qué determinados vocablos se ponen de moda y provocan nuestro interés.
Un dato curioso respecto a resiliencia es que, proviniendo del verbo latino ‘resilire’, que significa “saltar hacia atrás”, “rebotar”, “replegarse”, la lengua española no acudió al latín para incorporarla a su léxico, sino que le vino dada por su uso en Psicología en otros ámbitos lingüísticos, ya desde finales de los años noventa del pasado siglo.
Una acepción de resiliencia corresponde al campo de la técnica y significa: “Capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido”.
La RAE recoge también otra definición de resiliencia, que pertenece al campo de la Etología y Psicología, a saber: “Capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”.
Esta capacidad de adaptación, con ser interesante, se queda corta comparada con otras potencialidades de la resiliencia que ponen de relieve psicólogos expertos en la materia. Tales autores, al tratar de la resiliencia, no se limitan a hablar de flexibilidad y aceptación, sino que dan un paso más y subrayan la posibilidad del resiliente de sobreponerse a la adversidad o a situaciones límite. O sea, estaríamos en un proceso en el cual no solo se produce la adaptación al problema o a la perturbación, sino que se avanza a una superación que lleva al sujeto a un estado más positivo que el que tenía antes de la prueba.
Expresando esta superación en términos terapéuticos, nos hallaríamos sí ante una curación, pero además ante la consecución de un mayor bienestar y satisfacción, y de una conciencia más elevada.
Hay una palabra que guarda una similitud fonética con resiliencia y es resistencia, que la RAE define como “Acción y efecto de resistir”. Con lo cual no nos dice nada, si no nos aclara qué es resistir. Para precisar este verbo, la RAE echa mano de sinónimos: “Tolerar, aguantar o sufrir”. Así pues, la resistencia se caracteriza por la capacidad de hacer frente a situaciones o realidades adversas, como la pobreza, la carencia o escasez de bienes materiales, la enfermedad, la depresión, el estrés, los ataques de otros seres, los fenómenos atmosféricos extremos, las catástrofes naturales…
Con la resistencia toleramos, aguantamos o sufrimos tales infortunios, pero no avanzamos a un estadio superior, más positivo en cualquier aspecto, material o espiritual, como podemos alcanzar con la resiliencia.
Los investigadores que han estudiado la resiliencia niegan que sea una capacidad innata en el ser humano. Pero indican que se puede conseguir observando unas pautas de conducta, entre las que destacan la autoestima, la confianza en nuestras propias fuerzas, la empatía con los demás, el contacto con la naturaleza, la meditación…
He tenido la fortuna de conocer y tratar a personas dotadas de poderes sanadores, las cuales, siendo ellas mismas resilientes, son capaces de transmitir la resiliencia, mejor dicho, de ayudar a otros a alcanzar por sí mismos esta capacidad.
Jesús de Nazaret fue un hombre dotado de tales poderes. Las curaciones que narran los Evangelios, y que la tradición cristiana ha calificado de milagros, no creo yo que necesiten una explicación sobrenatural o un recurso a la condición de Jesús como Hijo de Dios.
Jesús curaba sobre todo con el contacto físico, en especial de sus manos. Un pasaje del Evangelio de San Marcos (5, 25-34) siempre me ha emocionado. Está el Maestro en medio de una muchedumbre. Pero él nota que alguien le toca de una manera particular: se trata de una mujer que padecía hemorragias y había gastado toda su fortuna en médicos que no habían conseguido curarla. Y se dijo: “Si logro aunque solo sea tocar su manto, quedaré sana”. Y así fue. Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién me ha tocado la ropa?” A lo que ellos le responden: “Ves que la gente te apretuja y preguntas ¿quién me ha tocado?”.
Estamos rodeados de seres, vivos e inanimados, de personas, de fuerzas cósmicas, todos ellos llenos de energía. Que, en consonancia con el poder de nuestro cerebro, pueden hacernos resilientes, capaces de operar en nosotros prodigios de sanación y superación espiritual.
Que queremos llamarlos milagros, pues sea.


1 de julio de 2018

El único amigo


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Es muy posible que a muchos nos haya ocurrido lo mismo que a mi amiga: que, buscando en las carpetas de la memoria del ordenador un determinado archivo, hayamos encontrado otro. Y a mi amiga, conocedora de mi interés por cuanto trate con originalidad la nunca zanjada cuestión de la realidad de Dios, le ha faltado tiempo para pasarme el documento que por casualidad halló.
Se trata de un relato del gran escritor, autor teatral, pintor y director de cine Edgar Neville, del que se consignan el lugar y las fechas de nacimiento y muerte (Madrid 1899 – Madrid 1967), mientras que la data del escrito aparece incompleta: miércoles, octubre 6. El relato se titula El único amigo y se inscribe bajo el encabezamiento “Taller. El espacio de los amantes del cuento breve”. Entre los que me cuento.
Todos los que nos dedicamos al oficio de escribir sabemos la importancia que tiene un buen comienzo. El de este escrito arranca así: “Dios estaba en el cielo, como siempre, no tenía más remedio”. Y ¿por qué no tenía más remedio? Porque “se había encontrado en el cielo por derecho propio: era el primero en haber llegado”. ¡Bravo, Edgar!
En el mismo tono de humor, muy poco frecuente al tratar los hombres de la divinidad, nos sigue contando el narrador lo monótono que resultaba el cielo para Dios. Desventajas de la omnisciencia: “El saberlo todo eliminaba las sorpresas, lo inesperado; siempre conocía el final de los cuentos”.
En consecuencia, Dios se aburría mucho. Con una excepción: “Dios no se aburría nunca cuando seguía los pasos en la tierra de un tal Fernández”.
A continuación se nos presenta al tal Fernández: un sabio, un genio, que siempre descubría o creaba algo nuevo: un poema, un cuadro, el remedio para una enfermedad…
Y Dios, lógicamente, estaba muy orgulloso de su mejor criatura y disfrutaba observando sus andanzas.
Pero un día llegó al cielo un rumor. Al parecer, Fernández era… No, no podía ser. Pues sí, sí, estaba demostrado: Fernández era ateo, vamos, que no creía en Dios.
Y Dios se extrañaba: “¿Pero es posible que mi obra predilecta, que mi obra preferida, no crea en mí?”
Apostilla el cuentista que Dios se llevó un gran disgusto. Tan grande, que estuvo varios días sin ocuparse de Fernández. Y, claro, se aburría mucho.
Entretanto, Fernández escribe un libro en el que la idea de Dios queda destrozada y la teoría ateísta, brillantemente demostrada. Hasta el punto de que al propio Dios le entran dudas sobre su existencia.
“–¿Creo yo en Dios?” –se preguntaba– y tenía que responderse negándolo”. ¿Cómo iba él a creer en un ser superior a él mismo?
O sea que él y Fernández eran un par de ateos. Creció de tal modo su admiración hacia aquella poderosa inteligencia que comprendió que su existencia no estaría completa sin la compañía de tal ser extraordinario.
Para poder estar y trabajar juntos, se le ocurrió proporcionar a Fernández una muerte suave y dulce. Y un buen día Fernández desapareció del mundo.
Solo que en el cielo Fernández, un ateo confeso, no sería bien recibido. Las camarillas murmuraban: Si se recibe a Fernández, habrá que aceptar hasta a los comunistas.
Con lo cual Dios le buscó un lugar en el purgatorio, en el borde del purgatorio, y todas las tardes, cuando acababa sus tareas, iba a verle, le llevaba un vaso de agua, algo muy deseado en aquel sitio, y se pasaban las horas charlando y trabajando juntos. Eran felices.
No hablaban de Dios, pues habían convenido en que Dios no existía. Pero, poco a poco, a Fernández se le insinuó una sospecha: aquel amigo extraordinario, tan inteligente y delicado, ¿no sería Dios? La sola idea le hizo reír.
Y mira que Dios se esforzaba por no parecer que lo sabía y podía todo.
Un día en el que Dios, por razones que el narrador del cuento no nos revela, no pudo llegar a la hora de costumbre a su encuentro con Fernández, este descubrió, por el dolor que sintió, el afecto inmenso que abrigaba hacia aquel amigo maravilloso.
Y concluye el cuento: toda la filosofía, toda la obra de Fernández, basada en el ateísmo y sin más fe que en el esfuerzo del hombre, se venía abajo…, si aquel amigo resultaba ser Dios.
Pensaba yo, después de resumir y parafrasear el cuento de Edgar Neville, añadir algunas reflexiones y conclusiones de mi cosecha. He cambiado de propósito y simplemente he vuelto a leer, aún con mayor deleite y en toda su integridad, El único amigo.