Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Es muy posible que a muchos nos haya ocurrido lo mismo
que a mi amiga: que, buscando en las carpetas de la memoria del ordenador un determinado
archivo, hayamos encontrado otro. Y a mi amiga, conocedora de mi interés por
cuanto trate con originalidad la nunca zanjada cuestión de la realidad de Dios,
le ha faltado tiempo para pasarme el documento que por casualidad halló.
Se trata de un relato del gran escritor, autor teatral,
pintor y director de cine Edgar Neville, del que se consignan el lugar y las
fechas de nacimiento y muerte (Madrid 1899 – Madrid 1967), mientras que la data
del escrito aparece incompleta: miércoles, octubre 6. El relato se titula El único amigo y se inscribe bajo el
encabezamiento “Taller. El espacio de los amantes del cuento breve”. Entre los
que me cuento.
Todos los que nos dedicamos al oficio de escribir sabemos
la importancia que tiene un buen comienzo. El de este escrito arranca así:
“Dios estaba en el cielo, como siempre, no tenía más remedio”. Y ¿por qué no
tenía más remedio? Porque “se había encontrado en el cielo por derecho propio:
era el primero en haber llegado”. ¡Bravo, Edgar!
En el mismo tono de humor, muy poco frecuente al tratar
los hombres de la divinidad, nos sigue contando el narrador lo monótono que
resultaba el cielo para Dios. Desventajas de la omnisciencia: “El saberlo todo
eliminaba las sorpresas, lo inesperado; siempre conocía el final de los
cuentos”.
En consecuencia, Dios se aburría mucho. Con una
excepción: “Dios no se aburría nunca cuando seguía los pasos en la tierra de un
tal Fernández”.
A continuación se nos presenta al tal Fernández: un
sabio, un genio, que siempre descubría o creaba algo nuevo: un poema, un
cuadro, el remedio para una enfermedad…
Y Dios, lógicamente, estaba muy orgulloso de su mejor
criatura y disfrutaba observando sus andanzas.
Pero un día llegó al cielo un rumor. Al parecer,
Fernández era… No, no podía ser. Pues sí, sí, estaba demostrado: Fernández era
ateo, vamos, que no creía en Dios.
Y Dios se extrañaba: “¿Pero es posible que mi obra
predilecta, que mi obra preferida, no crea en mí?”
Apostilla el cuentista que Dios se llevó un gran
disgusto. Tan grande, que estuvo varios días sin ocuparse de Fernández. Y,
claro, se aburría mucho.
Entretanto, Fernández escribe un libro en el que la idea
de Dios queda destrozada y la teoría ateísta, brillantemente demostrada. Hasta
el punto de que al propio Dios le entran dudas sobre su existencia.
“–¿Creo yo en Dios?” –se preguntaba– y tenía que
responderse negándolo”. ¿Cómo iba él a creer en un ser superior a él mismo?
O sea que él y Fernández eran un par de ateos. Creció de
tal modo su admiración hacia aquella poderosa inteligencia que comprendió que
su existencia no estaría completa sin la compañía de tal ser extraordinario.
Para poder estar y trabajar juntos, se le ocurrió
proporcionar a Fernández una muerte suave y dulce. Y un buen día Fernández
desapareció del mundo.
Solo que en el cielo Fernández, un ateo confeso, no sería
bien recibido. Las camarillas murmuraban: Si se recibe a Fernández, habrá que
aceptar hasta a los comunistas.
Con lo cual Dios le buscó un lugar en el purgatorio, en
el borde del purgatorio, y todas las tardes, cuando acababa sus tareas, iba a
verle, le llevaba un vaso de agua, algo muy deseado en aquel sitio, y se
pasaban las horas charlando y trabajando juntos. Eran felices.
No hablaban de Dios, pues habían convenido en que Dios no
existía. Pero, poco a poco, a Fernández se le insinuó una sospecha: aquel amigo
extraordinario, tan inteligente y delicado, ¿no sería Dios? La sola idea le
hizo reír.
Y mira que Dios se esforzaba por no parecer que lo sabía
y podía todo.
Un día en el que Dios, por razones que el narrador del
cuento no nos revela, no pudo llegar a la hora de costumbre a su encuentro con
Fernández, este descubrió, por el dolor que sintió, el afecto inmenso que
abrigaba hacia aquel amigo maravilloso.
Y concluye el cuento: toda la filosofía, toda la obra de
Fernández, basada en el ateísmo y sin más fe que en el esfuerzo del hombre, se
venía abajo…, si aquel amigo resultaba ser Dios.
Pensaba yo, después de resumir y parafrasear el cuento de
Edgar Neville, añadir algunas reflexiones y conclusiones de mi cosecha. He
cambiado de propósito y simplemente he vuelto a leer, aún con mayor deleite y
en toda su integridad, El único amigo.
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