Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Conforme
crecemos en edad, presenciamos la muerte de más coetáneos. Esto es así, aunque
cada vez vivamos más años. Y mientras vivimos, será verdad aquello de que “siempre
se mueren los otros”.
Me
vienen a la mente estas obviedades, porque en pocos meses he asistido a más
funerales que en toda mi vida anterior. No me he limitado a dar el pésame a la
familia del difunto en el tanatorio, sino que he participado de las honras
fúnebres dedicadas al fallecido.
Estas
honras fúnebres o exequias se concretan prácticamente en un oficio religioso,
en una misa por el “eterno descanso” del difunto, como reza en las esquelas que
yo antes rara vez miraba.
Y es
llamativo el hecho de que, mientras nuestra sociedad cada vez menos religiosa o
creyente ha hallado formas laicas de celebrar los casamientos, a la hora de
convocar a parientes y amigos para despedir al finado no existe otra
celebración que la eucaristía en su versión por los difuntos, es decir, un
funeral.
Aunque
la Real Academia Española siga definiendo funeral como “Pompa y solemnidad con
que se hace un entierro o unas exequias”, hoy por el término funeral se
entiende exclusivamente el oficio religioso, la misa, que no tiene que ver con
el entierro y que a menudo se celebra días después.
Me
entretengo, con ocasión de los últimos funerales a los que he ido, en buscar el
origen etimológico de la palabra funeral. Todas las fuentes consultadas
coinciden en hacerla derivar del latín funeralis,
y este a su vez de funus. Pero
discrepan a la hora de precisar el significado de funus. San Isidoro, en su magna obra Etimologías, sostenía que funus
era el nombre que en la antigua Roma se daba al cadáver una vez sepultado, por
las cuerdas o maromas con las que se le arrastraba al panteón. Cuerdas que se
quemaban y se convertían en antorchas para iluminar el cortejo. Para otros
autores, estas antorchas tenían como finalidad prender la pira en la que se
incineraba el cuerpo del difunto.
En
todo caso, parece ser que incineración e inhumación coexistían en las prácticas
funerarias romanas, como se puede deducir del famoso epitafio: “Sit tibi terra
levis”, “Que la tierra te sea leve”.
Sea
de estas etimologías lo que fuere, no crean que pienso en ellas durante los
funerales. Prefiero dejarme invadir en lo más profundo de mi espíritu por la
música de los Kyries de la Misa de
Réquiem de Mozart, si la categoría del difunto conlleva la actuación de un
coro. O escuchar emocionado las palabras que en su recuerdo y homenaje los
hijos o nietos le dedican.
Y
trato de aceptar en mi precaria fe las constantes llamadas a la misericordia de
Dios, siempre dispuesto a acoger en su seno, en su gloria, a los que han
confiado en su bondad.
En
cualquier celebración de la misa, la palabra ‘gloria’ se repite en numerosas
plegarias y antífonas, no solo en la doxología por antonomasia que comienza
“Gloria a Dios en el cielo”.
Unas
veces se alaba a Dios por su inmensa gloria, aunque a mí me resulte difícil
descubrir la gloria de Dios en este nuestro limitado mundo o siquiera
vislumbrar qué sea la gloria de Dios.
Otras
veces son los fieles quienes dan gloria a Dios: “Te alabamos, te glorificamos”.
Más
arduo de entender se me antoja que los hombres le demos gracias a Dios por esa
misma gloria. Comprendería que le agradezcamos, y esto con limitaciones, la
vida, el pan nuestro de cada día, el perdón de los pecados, ¿pero su gloria?
Y
gloria, como equivalente a cielo, tiene en una misa de réquiem el significado
de la morada del Padre a la que los creyentes esperan acceder, como se proclama
en el Prefacio de difuntos: “En verdad es justo y
necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro. En
él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, a quienes la
certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que
se transforma, y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión
eterna en el cielo”.
Miro
a los asistentes y me pregunto si comulgarán con estas verdades del credo
cristiano, del mismo modo que, en un número insospechadamente elevado, se
disponen a recibir la comunión.
Cuando
me acerco a abrazar a los familiares –en algún caso solo conozco a uno de
ellos–, se me saltan las lágrimas.
Hay
quienes acuden a un funeral por compromiso, por cumplir con un rito social,
para ser vistos…
Yo,
en este abrazo de comunión, quiero hacer partícipes a mis amigos de todo mi
amor y de todo mi apoyo, que precisamente en estos momentos de la pérdida de un
ser querido más necesitan y agradecen.