27 de octubre de 2019

Somos mayoría


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

De “ensoñación” nada, aprendices de adivinos del Supremo. Ni el “procés” fue un “sueño”, ni la declaración de independencia un acto “simbólico”, como pretendió Carme Forcadell ante el tribunal que la juzgaba. Los actos de las autoridades catalanas en los meses de septiembre y octubre de 12017 fueron un intento de golpe de Estado en toda regla. Los autores de la sentencia sabrán mucho de leyes, pero andan muy ignaros de lógica. Si los hechos juzgados no hubieran pasado de ser deseos quiméricos de los encausados, sus Señorías no habrían podido condenarlos por sedición. A nadie se le puede declarar culpable de un delito tan grave como la sedición solo por soñar.
Otra cosa es que los sediciosos no lograran sus fines. Pero está claro, y consta en los mismos antecedentes de la sentencia del Supremo, que pretendieron subvertir el orden constitucional y crear un Estado independiente, con todos los medios a su alcance, a saber, la aprobación de las Leyes de Desconexión en el Parlamento catalán el 7 de septiembre, el Referéndum del 1 de octubre y la declaración unilateral de independencia el 27 de octubre.
Los separatistas, los condenados y los que han escapado de la Justicia, han declarado que “lo volverán a hacer”. Es decir, ¿que volverán a soñar o a realizar actos simbólicos? Tan tontos no son los líderes independentistas. Lo que les ha faltado es valor. Ahí tienen a Puigdemont echándose atrás un instante después de declarar la independencia de Cataluña y escapando al extranjero en el maletero de un coche. Sí, han fracasado los independentistas en su intento de crear una República catalana independiente, pero no porque no lo quisieran con todas sus fuerzas, sino porque son unos cobardes. Y, lo que es igualmente importante, porque no cuentan con el apoyo de toda la población catalana. Según reconocen las propias encuestas de la Generalidad, los partidarios de una república catalana independiente de España son menos de la mitad de la población de Cataluña.
Y no será porque, a lo largo de cuarenta años, no hayan contado con medios más que sobrados, facilitados por las instituciones autonómicas, para conducir a sus súbditos crédulos a la tierra prometida donde mana leche y miel: inmersión lingüística, adoctrinamiento de los niños en la escuela, sometimiento de los medios de comunicación públicos y privados, intimidación de los no afectos a la causa, sujeción de los mozos de escuadra a unos jefes separatistas, una universidad pública partidaria de la secesión. Y todo ello ante la pasividad de los gobiernos centrales.
Si aun así los separatistas no han conseguido su propósito es porque más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña se consideran a la vez catalanes y españoles. Los independentistas alardean de demócratas y pacíficos. Pero conculcan los principios básicos de la democracia, a saber, la ley de las mayorías, la libertad de expresión y de disentir de las ideas impuestas por unos gobernantes totalitarios, y la pacífica convivencia. Los partidarios de la independencia de Cataluña ni cuentan con una mayoría simple, ni respetan a las minorías discrepantes, y han roto la convivencia armoniosa de los catalanes, incluso dentro de las mismas familias.
En cuanto al pretendido pacifismo de los independentistas, ya el propio Tribunal Supremo reconoce en su sentencia que hubo en el procés “episodios violentos”. Por si hubiera alguna duda, las manifestaciones y las protestas vandálicas de la semana pasada en Barcelona y en otras ciudades catalanas han puesto de manifiesto el carácter intrínsecamente violento de las masas independentistas, alentadas por las autoridades que representan, o deberían representar, al Estado español en Cataluña. Y con el mismísimo presidente de la Generalidad encabezando una marcha que cortaba una importante autovía. Como con anterioridad había instado a sus partidarios, en especial a los Comités de Defensa de la República, a “apretar”.
Pero somos mayoría. Por más que nuestros gobernantes nos dejen en la estacada y solo velen por sus intereses particulares o partidistas, somos más los que queremos una Cataluña unida a los demás pueblos de España, una Cataluña pacífica y próspera, libre y tolerante, culta y abierta, dentro de la más arraigada tradición de sus escritores y músicos, de sus empresarios y trabajadores de toda índole, de sus investigadores y artistas.
Somos mayoría los que apoyamos a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a la Policía Nacional, a los mozos de escuadra, a la Guardia Civil y al Ejército español, que garantizan la seguridad de todos, incluidos los que rechazan a estos servidores de la ley.
Somos mayoría los españoles que amamos a Cataluña y a los catalanes, los que vamos a diario al trabajo sin participar en huelgas políticas, los que disfrutamos de la convivencia amorosa en nuestras familias, los que defendemos el bilingüismo como una riqueza y el uso del español como lengua común.
Y somos mayoría los que queremos que nuestros hijos, dejando atrás odios que llevan a guerras fratricidas, hereden una España libre y unida.

20 de octubre de 2019

Rebelión, sedición, golpe de Estado


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Si los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que han firmado la sentencia condenatoria de los acusados del “procés” y los fiscales del Ministerio Público discrepan en la calificación de los hechos juzgados, nada tiene de extraño que haya habido todo tipo de valoraciones diversas del fallo del alto tribunal por parte de los editorialistas de los periódicos, de los analistas y comentaristas políticos y de los propios ciudadanos ajenos al mundo de la leyes, entre los que me incluyo.
Los constitucionalistas acatan la sentencia, aunque no son pocos los que la critican, mientras que los secesionistas y las autoridades de la Generalitat la rechazan por injusta y vengativa. Los actuales gobernantes de la Comunidad Autónoma de Cataluña han llamado a la movilización de la ciudadanía contra la sentencia, con protestas y manifestaciones que siembren el caos den toda la Comunidad.
El Diccionario del español jurídico de la Real Academia Española define Rebelión como “Levantamiento público y violento contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos o de forzarles a actuar en un determinado sentido”. Y añade: “En concreto, el Código Penal español sanciona como reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines siguientes: 1.º Derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución. (…) 5.º Declarar la independencia de una parte del territorio nacional. 6.º Sustituir por otro el Gobierno de la Nación o el Consejo de Gobierno de una Comunidad autónoma” (…).
El mismo Diccionario define Sedición como “Alzamiento público y tumultuario para impedir a las autoridades o a funcionario público, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de leyes o la ejecución de actos”.
La introducción del concepto de violencia en el delito de rebelión, que se produjo con la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, es lo que ha movido a los jueces del Supremo a no aplicar dicha figura a los acusados en este proceso, contra el criterio de los fiscales. Aunque el Supremo reconoce que en los hechos juzgados hubo “indiscutibles actos de violencia”, esa violencia no fue “instrumental, funcional y preordenada de forma directa“ para el logro de la independencia.
Si la Fiscalía discrepa de esta valoración, bien podemos hacerlo los no expertos en Derecho Penal, que asistimos atónitos a “los episodios violentos” de toda índole en el asalto a la Consejería de Economía del 20 de septiembre de 2017 y en las votaciones del referéndum ilegal del 1 de octubre.
La sedición, castigada en el Código Penal con penas más leves, no tienen los jueces del Supremo ninguna dificultad en aplicarla a los hechos juzgados. Y en un más que probable recurso de los abogados defensores de los condenados al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el delito de sedición no será motivo de rechazo por dicho Tribunal.
En cuanto al golpe de Estado, el Diccionario del español jurídico da a siguiente definición: “1.Const. Destitución repentina y sustitución, por la fuerza u otros medios inconstitucionales, de quien ostenta el poder político. 2. Const. Desmantelamiento de las instituciones constitucionales sin seguir el procedimiento establecido”.
Esta definición de golpe de Estado deja claro que, para que se dé, es menester la destitución y la sustitución de un Gobierno legítimo, o en su defecto el desmantelamiento de las instituciones constitucionales fuera de los cauces marcados por la propia Constitución.
En este punto, la sentencia del Supremo señala que no bastaron “los indiscutibles episodios de violencia” ni que sus promotores buscasen “la independencia o la derogación de la Constitución”, si esos actos de violencia y la organización de los mismos no fueron suficientes para imponer “la efectiva independencia territorial y la derogación de la Constitución” en Cataluña. O sea, que tanto las leyes de Desconexión como la declaración unilateral de independencia no lograron el objetivo de establecer en Cataluña un Estado independiente en forma de república.
Termino con dos de los principales aciertos de la sentencia. Uno, no existe el pretendido derecho a decidir. “Todo movimiento de secesión unilateral (…) es, por definición, antidemocrático, porque antidemocrático es derogar las bases de un modelo constitucional para construir una república identitaria en la que el pluralismo ideológico y político no están garantizados”. Y dos, la defensa de la unidad de España no es una “extravagancia” que nos diferencie de otros países democráticos. Así recuerdan los autores de la sentencia que “La práctica totalidad de las constituciones europeas incluyen preceptos encaminados a reforzar la integridad del territorio sobre el que se asientan los respectivos Estados”.
Las lamentables escenas de  alteración del orden público a raíz de la publicación de la sentencia, con el perjuicio de numerosos ciudadanos catalanes y no catalanes, nos dan idea de la preocupación de los líderes independentistas por el bien de Cataluña. ¿Hace falta más violencia para que el Supremo acepte la rebelión?

13 de octubre de 2019

Convivencia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Si consultamos cualquier diccionario de la lengua española, definirá Convivencia, siguiendo al Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), como “Acción de convivir”. Con lo cual tenemos que ir al lema “convivir” para encontrar la etimología y la definición de este verbo. “convivir (del latín convivere): intr. Vivir en compañía de otro u otros, cohabitar”.
Así, esta definición no precisa si la convivencia es buena o mala. El Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, sí añade una acepción valorativa: “Vivir en buena armonía: ‘Así aprenden a convivir’”. Y en convivencia, además de “Acción de convivir”, puntualiza: “Particularmente, hecho de vivir en buena armonía unas personas con otras”, y pone un ejemplo: “La cortesía ayuda a la convivencia humana”.
Cuando decimos que el independentismo ha roto la convivencia en Cataluña, estamos dando al término “convivencia” ese sentido positivo.
A poco que naveguemos por Internet o leamos algún libro de los que se denominan de autoayuda, encontraremos numerosos consejos para lograr una convivencia armoniosa, sobre todo en la vida en pareja.
Yo tengo la impresión, y supongo que bastantes lectores conmigo, de que las rupturas matrimoniales, sean divorcios o separaciones, han aumentado de un tiempo a esta parte En España. En los años de mi juventud se separaban o divorciaban predominantemente los artistas de cine de Hollywood. En la población española, mayormente influida por la religión católica y el matrimonio por la Iglesia, la separación de los cónyuges se daba en casos contados. Y los casados que se separaban no estaban bien vistos en la sociedad, sobre todo en provincias pequeñas y pueblos. La máxima “Lo que Dios ha unido no lo separa el hombre” pesaba mucho en las conciencias de los creyentes. Por otra parte, el divorcio no estaba permitido por la ley en España.
Las estadísticas confirman esta impresión subjetiva del aumento de rupturas matrimoniales. Según datos del Instituto de Política Familiar, basados en las cifras suministradas por el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2015, de cada diez matrimonios, siete acababan en ruptura.
Y, para valorar este incremento, también hay que tener en cuenta el descenso de la nupcialidad, sean matrimonios civiles o religiosos, que en España está entre las más bajas de la Unión Europea.
Los expertos en los problemas de la vida en pareja señalan entre las principales causas de ruptura la infidelidad, la mala comunicación, los celos, la distinta evolución de los miembros de la pareja, muy en especial en lo concerniente a las relaciones sexuales, sus adicciones...
 He asistido de cerca a crisis y rupturas de parejas amigas. Y la explicación, en la mayor parte de los casos, ha sido: “Se acabó el amor”. Del primer enamoramiento ilusionado se había pasado a la indiferencia y al tedio, cuando no al enfrentamiento y a las discusiones constantes. Y es que el amor hay que cuidarlo. Para que no languidezca. Inventarse soluciones para que la convivencia sea armoniosa.
Convivir guarda relación con el latín convivium, que significa banquete. Comer es no solo ingerir alimentos, sino una ocasión privilegiada de estar juntos y comunicarse los miembros de una pareja o de una familia.
Cada pareja tiene sus propios medios para que la ilusión y la concordia no decaigan. Concordia, he ahí otra bella palabra que está relacionada con el término latino cor, cordis, corazón, y nos remite a la conformidad, a la unión de pareceres, de gustos. Sí, es importante en la vida en pareja saber divertirse juntos, hacer cosas juntos. Sin que ello conlleve no disponer de espacios propios para cada uno.
Pero más importante aún, me parece a mí, es pensar en el otro, en lo que al otro le pueda agradar. En las tareas cotidianas, adelantarse al otro en la realización de pequeños, y no tan pequeños, quehaceres.
El amor, desde luego, hay que expresarlo con palabras, decir algo agradable al otro. Pero también con hechos. “Obras son amores, que no buenas razones”, afirma la sabiduría popular.
Convivencia, concordia, comunicación, diálogo… Lo que vale para la vida en pareja puede aplicarse a las relaciones entre los políticos y los gobernantes. Que no esperen a ser expresidentes para dialogar, para entenderse, como hicieron el otro día Felipe González y Mariano Rajoy.
Si a todos los políticos les moviese el interés por el bien común, como alardean de boquilla en las campañas electorales, las lógicas e inevitables diferencias entre las llamadas izquierdas y derechas no serían un obstáculo para llegar a acuerdos en beneficio de todos. Acuerdos que son las plasmaciones concretas de la concordia y de la convivencia armoniosa.

6 de octubre de 2019

Los jóvenes y el cambio climático


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

No creo que los gobernantes de los países más industrializados hagan caso a las protestas de los millones de jóvenes que se han manifestado en las calles contra el cambio climático. En todas las Cumbres sobre el Clima se ha venido acordando limitar las emisiones de CO2 a la atmósfera, una de las causas a las que se atribuye dicho cambio, en unos porcentajes que luego casi nunca se han cumplido. Y no se han cumplido por la sencilla razón de que ningún país está dispuesto a renunciar a su desarrollo económico, a mantenerlo los países desarrollados y a alcanzarlo los países en vías de desarrollo. El desarrollo económico está vinculado en una medida considerable a la gran industria, que es una de las principales fuentes de contaminación.
Dentro de esta responsabilidad generalizada en el deterioro del medio ambiente, no son en la actualidad los países capitalistas los mayores responsables de la contaminación de nuestro planeta. China, con sus 1.392.730.000 de habitantes en 2018, es hoy el principal contaminador de las aguas por residuos plásticos no reciclados. Claro que China, sin renunciar al comunismo como sistema político, ha adoptado en cierto grado el capitalismo para su desarrollo económico, industrial y comercial.
Ahora bien, el desarrollo que el capitalismo ha hecho posible en los países democráticos de la Unión Europea, en Estados Unidos y Canadá, en Nueva Zelanda y Australia, entre otros, les ha permitido también tomar medidas contra la contaminación del aire y de las aguas, y reciclar plásticos y otros residuos.
Pero a los jóvenes les mueven las grandes causas, como la lucha contra el cambio climático y el calentamiento global, que, según se les ha adoctrinado, ponen en peligro inminente la supervivencia del planeta Tierra.
Cambios climáticos los ha habido siempre, que conozcamos, a lo largo de la historia geológica de miles de millones de años. Esos cambios del clima no se han debido a la acción del hombre, con sus reducidos medios de dominio de la naturaleza. Fueron causados, y en gran parte lo siguen siendo, por los ciclos del Sol, que desencadenaron glaciaciones o calentamientos y deshielos.
En lo que sí parece que coinciden los científicos es que tales cambios, propiciados hoy por los poco controlados y poderosos medios de producción agrícola e industrial, se producen actualmente con mayor rapidez.
Es fácil y confortante para los jóvenes echarse a la calle y protestar contra los gobernantes y contra las generaciones de sus mayores que han puesto en peligro la supervivencia de la especie humana sobre la Tierra. Y está bien que se manifiesten.
Pero ¿están esos jóvenes dispuestos a renunciar, por ejemplo, a sus móviles, tabletas y demás artilugios sin los que ya no saben vivir, y que son causantes de las Guerras del Coltán en África Central para proveernos de tantalio, columbio y otros minerales necesarios para la fabricación de tales aparatos tecnológicos?
¿Cuántos de los airados jóvenes manifestantes reciclan o reutilizan los plásticos de envases y botellas, el vidrio, el papel, la ropa usada, utilizando los contenedores instalados en calles y plazas?
¿Y cuántos limpian los residuos que dejan después de celebrar sus botellones y otros esparcimientos?
¿Saben estos jóvenes lo que contaminan con atronadores decibelios y cegadoras iluminaciones los macroconciertos masivos a los que son tan aficionados?
Claro que me preocupa la salvaguardia del medio natural. Y celebro las medidas que se tomen para reducir las emisiones contaminantes de los aviones, los coches y las calefacciones. ¿Pero estamos conformes con prescindir de buena gana de las comodidades que nos brindan los medios de transporte, los calefactores y los aparatos de aire acondicionado?
Entro a comprar en el supermercado del barrio. Están, por un lado, las bolsas de plástico, que los comerciantes según reciente normativa tienen la obligación de cobrarnos. Yo llevo mi bolsa reciclable, equivalente al antiguo capacho. Y admiro a los estadounidenses que veo en las películas cargados con sus bolsas de papel. Pero luego la mayor parte de los alimentos y demás productos se sirven en envases, bandejas y bolsas igualmente de plástico. Como de plástico son los tubos, las cajas y los tarros en los que se expenden los medicamentos en las farmacias.
Llevará tiempo, si es que se consigue alguna vez, sustituir los plásticos por otros materiales menos contaminantes.
El futuro de nuestro planeta y de nuestra civilización no se salva con manifestaciones multitudinarias, ni culpabilizando siempre a otros de unos males a los que nosotros no estamos dispuestos a poner remedio en lo que está en nuestras manos.
El futuro, hoy más que nunca, depende de la inteligencia del ser humano, de los avances de la ciencia, de la investigación. Ciencia e investigación que, a su vez, dependen de la educación y de los estudios de esos jóvenes manifestantes.