Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Pensaba hacerme eco en este artículo de las protestas de
algunos vecinos de El Espinar por la tala de doce árboles, en su mayoría
álamos, en las inmediaciones de la plaza de toros. Pregunto a Cipri Dorrego,
agente forestal del Ayuntamiento, y me informa de que al menos tres de esos
árboles sí estaban enfermos. A través de amigos comunes me llega también la
opinión del ingeniero de montes Luis Hiernaux, acerca del peligro que los
álamos enfermos representan para árboles vecinos. En breve serán plantados
nuevos ejemplares en ese paseo en cuyos bancos suelen sentarse personas mayores
y no tan mayores aprovechando la sombra de copas longevas.
Esperemos que los jóvenes árboles sean cuidados y el Ayuntamiento
no los deje secarse, como ha ocurrido por ejemplo con los plantados en los
alcorques de la carretera de Ávila en el acceso a El Espinar.
La entrada al pueblo por el Paseo de Las Peñitas, bordeado
de plátanos de sombra, fue una de las razones por las que Elisabeth Michot,
presidenta de “Música para salvar vidas”, según me ha confesado, se trasladó a
El Espinar y en este pueblo fijó la sede de dicha organización humanitaria.
No basta con que los montes de Aguas Vertientes y Peña la
Casa estén cubiertos de pinos silvestres, recreando nuestra vista desde
numerosos miradores del pueblo y ofreciendo umbría a quienes con el buen tiempo
paseamos por la pista forestal o el camino del Ingeniero.
Es menester cuidar todas las especies arbóreas que crecen en
nuestro entorno, robles, encinas, chopos, abetos, piceas, cedros…
La reciente Cumbre del Clima celebrada en Madrid nos ha
recordado la importancia de los árboles para combatir el efecto invernadero, al
absorber el CO2 que las emisiones de gases lanzan a la atmósfera.
En amplias zonas de España amenazadas por la desertización,
los árboles, tanto los de hoja perenne como caduca, son los mejores agentes
para combatir ese fenómeno de perniciosas consecuencias.
A menudo nos dejamos abatir por las noticias que nos hablan
del cambio climático y del calentamiento global. ¿Qué podemos hacer los
individuos particulares frente a las catástrofes con que se nos amenaza a un
plazo más o menos inminente? Sobre todo, cuando los gobernantes no se deciden a
tomar medidas que redundarían en un beneficio de la atmósfera y en un freno al
deshielo de los glaciares y de los polos ártico y antártico. Y cuando los
países que más contaminan actualmente, como China, India, Brasil, Rusia,
Estados Unidos y otros africanos no están dispuestos a sacrificar su desarrollo
industrial y tecnológico, hoy por hoy supeditado a la utilización de
combustibles fósiles.
Las pasadas borrascas, sí, esas que reciben nombres como
Daniel, Elsa y Fabien, han azotado los lugares por los que han pasado con vendavales
que, entre otros daños, han derribado árboles. O sea, la naturaleza contra ella
misma. Se nos dirá que esas borrascas en última instancia también son causadas
por la actividad humana. ¿Somos los hombres tan poderosos y tan tremendamente
dañinos que hasta las borrascas dependen de nosotros?
Hay científicos que, sin cuestionar los males que la
industria, los medios de transporte, las calefacciones, los vertidos en los
océanos, los plásticos, etc., producen en el medio natural, también argumentan
que “la aportación humana al calentamiento planetario es insignificante en
comparación con los cambios cíclicos de origen solar que experimenta
continuamente la Tierra desde el origen de los tiempos” (Jesús Laínz en su
artículo “Greta Thunberg y David Bellamy”, publicado en Libertad Digital el 20
de diciembre de 2019).
Los vientos huracanados han arrancado en las últimas
borrascas árboles de todo tamaño y especie. Ha habido que cerrar muchos parques
públicos. A unos vecinos míos en el Cabezuelo de El Espinar los vendavales les
han tumbado un abeto que, afortunadamente, no cayó sobre la casa.
Ya no podemos sostener, como rezaba el título de la obra
teatral de Alejandro Casona, que Los árboles mueren de pie. Si los hombres
los talamos o los vientos los derriban, no mueren de pie, sino tumbados donde
caigan.
Profeso mi amor y mi admiración por los árboles. He plantado
a lo largo de mi vida no pocos ejemplares de arces, robles, pinos y abetos,
además de numerosos arbustos. La tarde de la pasada Nochebuena, en que la
tregua de este comienzo del invierno nos regaló un tiempo primaveral, fuimos mi
mujer y yo a dar un paseo por la espinariega mata de Santo Domingo. El suelo
estaba verde y mullido. Los robles, que se agrupan en rodales junto a los
caminos que surcan la mata, de jóvenes son marcescentes y conservan hojas secas
en sus ramas.
Os quiero, árboles de mi vida. Que la mano del hombre o las
fuerzas desatadas de la naturaleza no acaben con vuestra gallardía. Y que, si
al cabo de los años, por la edad, la muerte os sobreviene, podáis morir de pie.