10 de noviembre de 2019

Afán regulador


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El afán de nuestros gobernantes por regularlo todo se basa en un supuesto que, en mayor o menor medida, comparten los líderes políticos, sean de una u otra tendencia, y que puede enunciarse del siguiente modo: el individuo es malo, débil o ignorante, o las tres cosas a la vez, y los representantes del Estado tienen la obligación de guiarle y enseñarle.
De ahí surge el cúmulo de leyes, normas, preceptos, medidas, imposiciones y prohibiciones que pesan sobre las personas individuales, limitando e incluso eliminando su libertad.
La pulsión reguladora se da más en los gobiernos socialistas de izquierdas, llegando a su extremo en los regímenes comunistas, pero no está ausente en los conservadores de derechas, y solo se libran de ella los liberales, de acuerdo con el principio “laissez faire, laissez passer”, en francés “dejad hacer, dejad pasar”, que ya enunciara en el siglo XVIII el fisiócrata Vincent de Gourmay contra el intervencionismo del gobierno en la economía.
De este modo, la iniciativa privada debe ceder ante las regulaciones estatales en prácticamente todos los campos, en la educación, en la sanidad, en la economía, en el comercio, en la cultura y, lo que es más peligroso, hasta en el pensamiento individual.
El filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) propuso en sus escritos el contrato social, pacto entre el pueblo y el Estado que da origen a la sociedad política. Según este acuerdo, el ciudadano renuncia a sus derechos naturales en favor del Estado, que a su vez asume la obligación de mantener la igualdad y la libertad, protegiendo al conjunto del pueblo de los intereses de los individuos y de las minorías.
Así, pues, las leyes y el Estado de derecho son necesarios para salvaguardar la sociedad, la convivencia de los ciudadanos y el orden público.
Pero siempre ha habido, y espero que siga habiendo, controles y cortapisas por parte del pueblo soberano al despotismo estatal, despotismo que defendiera, por ejemplo, el filósofo inglés Thomas Hobbes en su obra de 1651 Leviatán.
Dos casos actuales de imposiciones gubernamentales son la Ley de Memoria Histórica y las listas de terapias prohibidas por el Ministerio de Sanidad.
Según la Ley de Memoria Histórica hemos de aceptar una determinada visión de la historia, en muchos aspectos viciada por un enfoque y una interpretación tendenciosos, incurriendo en penas y sanciones si sostenemos en público versiones distintas.
En cuanto a las prohibiciones del Ministerio de Sanidad, me han llamado la atención, entre las 73 promulgadas, el “tantra”, el “masaje en la energía de los chakras”, los “cuencos tibetanos”, la “medicina antroposófica” y la “pranoterapia”, prácticas sanadoras que gozan de un prestigio y una experiencia ancestrales en culturas orientales milenarias como la india.
Incluso el yoga, hoy muy difundido en muchos países occidentales con innegables beneficios para quienes ejercitan alguna de sus variedades, está siendo sometido a escrutinio entre otras 66 prácticas, según los comunicados del Ministerio de Sanidad.
Que no se ofrezcan estos y otros tratamientos de reconocida eficacia en los centros sanitarios públicos tendría una cierta justificación, pero ¿que se nos prohíba practicarlos a los particulares y se persiga a quienes los ofrecen…?
Frente a la ley de la oferta y la demanda que rige en el mercado, hay representantes de partidos políticos que proponen, por ejemplo, como solución a la dificultad o imposibilidad de muchos ciudadanos de acceder a una vivienda digna, limitar por ley los precios de los alquileres, cuando sería mucho más eficaz sacar al mercado más suelo edificable y más casas de protección oficial.
Entre las posibilidades que tienen los pueblos de hacer frente a las imposiciones y al intervencionismo de los gobiernos en nombre del Estado están el derecho de manifestación, la libertad de expresión y de prensa, e incluso si se entienden y practican correctamente, las mociones de confianza y de censura, reconocidas en nuestra Constitución.
Y, en los sistemas democráticos, siempre pueden los ciudadanos mediante su voto cambiar un gobierno injusto o inepto por otro que defienda sus intereses y sus libertades.
Esta posibilidad es la que el pueblo español va a ejercitar mañana 10 de noviembre en las elecciones generales.
Somos los españoles muy dados a quejarnos de los gobiernos de turno, sobre todo si no son de la ideología que nosotros profesamos, y criticarlos cuando no ofrecen soluciones a los problemas cotidianos que no está en nuestras manos resolver. Aprovechemos la ocasión que nos brindan las urnas de cambiar las cosas.

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