Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
El afán de nuestros gobernantes por regularlo todo se basa
en un supuesto que, en mayor o menor medida, comparten los líderes políticos,
sean de una u otra tendencia, y que puede enunciarse del siguiente modo: el
individuo es malo, débil o ignorante, o las tres cosas a la vez, y los
representantes del Estado tienen la obligación de guiarle y enseñarle.
De ahí surge el cúmulo de leyes, normas, preceptos, medidas,
imposiciones y prohibiciones que pesan sobre las personas individuales,
limitando e incluso eliminando su libertad.
La pulsión reguladora se da más en los gobiernos socialistas
de izquierdas, llegando a su extremo en los regímenes comunistas, pero no está
ausente en los conservadores de derechas, y solo se libran de ella los
liberales, de acuerdo con el principio “laissez faire, laissez passer”, en
francés “dejad hacer, dejad pasar”, que ya enunciara en el siglo XVIII el
fisiócrata Vincent de Gourmay contra el intervencionismo del gobierno en la
economía.
De este modo, la iniciativa privada debe ceder ante las
regulaciones estatales en prácticamente todos los campos, en la educación, en
la sanidad, en la economía, en el comercio, en la cultura y, lo que es más
peligroso, hasta en el pensamiento individual.
El filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) propuso en
sus escritos el contrato social, pacto entre el pueblo y el Estado que da origen
a la sociedad política. Según este acuerdo, el ciudadano renuncia a sus
derechos naturales en favor del Estado, que a su vez asume la obligación de
mantener la igualdad y la libertad, protegiendo al conjunto del pueblo de los
intereses de los individuos y de las minorías.
Así, pues, las leyes y el Estado de derecho son necesarios
para salvaguardar la sociedad, la convivencia de los ciudadanos y el orden
público.
Pero siempre ha habido, y espero que siga habiendo,
controles y cortapisas por parte del pueblo soberano al despotismo estatal, despotismo
que defendiera, por ejemplo, el filósofo inglés Thomas Hobbes en su obra de
1651 Leviatán.
Dos casos actuales de imposiciones gubernamentales son la
Ley de Memoria Histórica y las listas de terapias prohibidas por el Ministerio
de Sanidad.
Según la Ley de Memoria Histórica hemos de aceptar una
determinada visión de la historia, en muchos aspectos viciada por un enfoque y
una interpretación tendenciosos, incurriendo en penas y sanciones si sostenemos
en público versiones distintas.
En cuanto a las prohibiciones del Ministerio de Sanidad, me
han llamado la atención, entre las 73 promulgadas, el “tantra”, el “masaje en
la energía de los chakras”, los “cuencos tibetanos”, la “medicina
antroposófica” y la “pranoterapia”, prácticas sanadoras que gozan de un
prestigio y una experiencia ancestrales en culturas orientales milenarias como
la india.
Incluso el yoga, hoy muy difundido en muchos países
occidentales con innegables beneficios para quienes ejercitan alguna de sus
variedades, está siendo sometido a escrutinio entre otras 66 prácticas, según
los comunicados del Ministerio de Sanidad.
Que no se ofrezcan estos y otros tratamientos de reconocida
eficacia en los centros sanitarios públicos tendría una cierta justificación,
pero ¿que se nos prohíba practicarlos a los particulares y se persiga a quienes
los ofrecen…?
Frente a la ley de la oferta y la demanda que rige en el
mercado, hay representantes de partidos políticos que proponen, por ejemplo,
como solución a la dificultad o imposibilidad de muchos ciudadanos de acceder a
una vivienda digna, limitar por ley los precios de los alquileres, cuando sería
mucho más eficaz sacar al mercado más suelo edificable y más casas de
protección oficial.
Entre las posibilidades que tienen los pueblos de hacer
frente a las imposiciones y al intervencionismo de los gobiernos en nombre del
Estado están el derecho de manifestación, la libertad de expresión y de prensa,
e incluso si se entienden y practican correctamente, las mociones de confianza
y de censura, reconocidas en nuestra Constitución.
Y, en los sistemas democráticos, siempre pueden los
ciudadanos mediante su voto cambiar un gobierno injusto o inepto por otro que
defienda sus intereses y sus libertades.
Esta posibilidad es la que el pueblo español va a ejercitar
mañana 10 de noviembre en las elecciones generales.
Somos los españoles muy dados a quejarnos de los gobiernos
de turno, sobre todo si no son de la ideología que nosotros profesamos, y
criticarlos cuando no ofrecen soluciones a los problemas cotidianos que no está
en nuestras manos resolver. Aprovechemos la ocasión que nos brindan las urnas
de cambiar las cosas.
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