Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
¡Qué bien vivíamos antes
del coronavirus! Me doy cuenta de lo injusta que es esta afirmación, si pienso
en la gente que no puede quedarse en casa…, porque no tiene casa. En los que no
pueden dejar de ir al trabajo…, porque no tienen trabajo. En los que no pueden
hacer la compra para varios días…, porque nunca compran nada, sino que nos
piden limosna o acuden a los comedores para indigentes.
Así podía seguir con la
lista de quienes nunca han vivido bien, ni antes del coronavirus, ni mucho
menos con él.
Lo cual me hace apreciar
más todo aquello de lo que disfruto, de lo que disfrutamos las personas con las
que habitualmente me trato. De muchas de las cosas que componen ese entorno gratificante
de nuestra vida cotidiana no hacemos uso explícito. Nos basta saber que están
ahí, al alcance de nuestra decisión de utilizarlas.
¿Cuántas veces hemos ido
al cine o al teatro en el mes anterior a su cierre por causa del coronavirus?
Pero ha bastado enterarnos de que no podemos asistir a esos espectáculos para
sentir que se nos ha cortado una fuente de placer.
Ahora no podemos visitar
a familiares o amigos. Pero ¿cuántas veces hemos ido a verlos antes de que se
declarara el estado de alarma?
Cuando estoy en Madrid,
echo de menos los pinares de El Espinar. Cuando estoy en El Espinar, echo en
falta la animación de Madrid, su amplia oferta de vida cultural. Con las
restricciones impuestas por el coronavirus no puedo salir de excursión a los
montes espinariegos, ni callejear por las animadas calles madrileñas.
Somos ricos de
posibilidades y, cuando se nos priva de esas riquezas en potencia, apreciamos
lo que valen.
Para no cumplir con
algunos compromisos que en ocasiones me importunan no tendré que buscar
excusas, porque han sido cancelados. Ni tendré que animarme a hacer ese viaje
que después sí disfruto, pero que me da pereza preparar y emprender. Debo
reconocer que soy bastante sedentario. Hasta hace tres años creo que era uno de
los pocos españoles que no conocía Roma.
–¿En qué quedamos? ¿No
vivíamos tan bien antes del coronavirus? ¿Ahora está encantado con el
confinamiento impuesto por el Covid-19?
Tampoco es eso. Pero sí
que soy capaz de buscar y encontrar el lado bueno de las restricciones, empezando
por el hecho de que son el único medio que conocemos para detener el contagio
del letal virus.
Tengo muy presentes a
quienes han fallecido contagiados por el Covid-19, a sus familias, a quienes
están perdiendo sus puestos de trabajo, a quienes han tenido que cerrar sus
comercios, a los médicos y sanitarios estresados y agotados atendiendo a los
enfermos, a los familiares que no han podido despedir a sus seres queridos
muertos… Quiero compartir el dolor de todos los que sufren por una pandemia
como nunca antes habíamos vivido.
Pero, encerrado en casa
con mi mujer, intento no hundirme en el desaliento. Y, sí, procuro hacer de la
necesidad virtud. Ante la magnitud de las tragedias que sufren tantos afectados
por el perverso virus, me parecen insignificantes las pequeñas satisfacciones a
las que no tengo más remedio que renunciar: comprar y leer el periódico en
papel, dar un paseo por el parque cercano… Sí, leo la prensa digital en el
ordenador, pero no es lo mismo. ¿Y el sudoku y los crucigramas? Y hemos
adquirido una cinta de andar para hacer ejercicio en casa, pero nos falta el
aire y la luz del cielo azul, con los árboles y las plantas brotando en esta
hermosa primavera, ajena al sufrimiento de toda la humanidad.
Muchas veces personas
cercanas han intentado convencerme de las ventajas de hacer una compra semanal.
¿Qué ventajas? Abarrotar el frigorífico, tener que congelar y descongelar los
alimentos, prescindir del pan crujiente de cada día. Pues ahora me he tenido
que acostumbrar a comprar con menos frecuencia. Y aceptar que Susana, nuera de
mi mujer Angelina, nos deje en el ascensor, sin entrar en nuestro piso, viandas
para casi un mes.
Columna aparte
requeriría hablar de la lectura. Se nos llena la boca recomendando a la gente,
sobre todo a los niños y jóvenes, que lean. He de confesar que, a estas alturas
de la vida, cada vez me cuesta más leer, dificultad agravada por mi
degeneración macular. Me echan atrás los tomos voluminosos y los libros con
letra pequeña. Agradezco los artículos y los relatos breves.
¿Y la música? Aquí sí
que no tengo reservas. Escuchemos música. Sentiremos que a su son divino el
alma se serena. Sospecho además que al coronavirus no le gustan Haydn, ni
Mozart, ni Beethoven, ni Schubert, ni Schumann, ni Mendelssohn, ni Brahms, ni
Chopin, ni Dvorak, ni Grieg, ni Tchaikovski, ni Rachmaninov, ni Albéniz, ni
Granados… Sus composiciones, llenas de amor, son otras tantas barreras a este
virus enemigo del amor humano.