25 de julio de 2021

¿Qué fue del Plan de Recuperación?

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

La gira que el presidente del Gobierno de España está efectuando por Estados Unidos, con la principal finalidad, según fuentes oficiales, de conseguir inversiones para nuestro país, me ha llevado a exhumar de las hemerotecas otra gira de Pedro Sánchez, en esta ocasión por territorio nacional, en los meses de noviembre y diciembre de 2020 y enero, febrero y abril de 2021, para promocionar el “Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española”, presentado por primera vez en el palacio de La Moncloa el 7 de octubre de 2020.

En esta fecha, el presidente prometió la creación de 800.000 empleos, explicó “las diez políticas tractoras” que vertebrarían el Plan y aseguró que, en el periodo 2021-2023, el desembolso sería de 72.000 millones de euros.

El 13 de noviembre de 2020, en visita a Pamplona, anunció que aprobaría en las semanas siguientes medidas de apoyo a pymes y autónomos “en sectores particularmente afectados por las restricciones, como el turismo, la hostelería, la restauración, el transporte, el pequeño comercio, el ocio o las actividades culturales”. Aún estamos esperando esas medidas de apoyo.

Medidas de apoyo al sector de la hostelería, restauración y cafeterías que volvió a anunciar, sin concretarlas, el 20 de noviembre de 2020 en viaje a la comunidad de La Rioja.

El 4 de diciembre de 2020, esta vez en Cantabria, Sánchez se refirió al Plan de Recuperación como la oportunidad de “construir la España que nos merecemos, a partir de una movilización de recursos sin precedentes”.

El 22 de enero de 2021, el presidente volvió a insistir en la creación de 800.000 empleos de calidad en nuevos sectores emergentes con el objetivo de una estrategia basada en el impulso a “una España digital, sostenible, más cohesionada y justa, y feminista”.

El 19 de febrero de 2021 repitió con las mismas palabras el Plan de Recuperación, en el que el 13 de abril de 2021 puso cifras generales a las principales inversiones, detallando cómo se distribuirían los primeros 70.000 millones que ya había anunciado el 7 de octubre de 2020.

¿En qué se han traducido a día de hoy esos 70.000 millones y esos 800.000 puestos de trabajo?

Se me objetará que el Plan se proyecta para el periodo 2021-2023. Pero se supone que a finales de julio de 2021, fecha en que nos encontramos, ya deberían haberse concretado algunas inversiones y algunos empleos de calidad.

Todo se fía en la actualidad a los fondos europeos de ayuda a la recuperación, maná que no acaba de llegar, y vaya usted a saber si llegará algún día, o se perderá por el camino entre la burocracia de los órganos gestores de la Unión Europea y los posibles vetos de los países del Norte de Europa que exigirán garantías de que esos fondos respondan a las promesas y los planes presentados por el Ejecutivo de Pedro Sánchez.

¿Conocen las nuevas ministras y los nuevos ministros nombrados en la reciente crisis de Gobierno datos concretos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española?

Probablemente no hayan pasado de emprender “un camino hacia una España más digital, más sostenible, más cohesionada y justa, y más feminista”.

Sobre todo, más feminista, con cinco mujeres más sentadas en el Consejo de Ministras y Ministros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

18 de julio de 2021

La mala conciencia

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Delante de la puerta del supermercado madrileño en el que hago la compra diaria cuando estoy en Madrid, suele haber una joven negra sentada pidiendo limosna. Le doy uno o dos euros desde hace varios años, con lo que me he ganado el apelativo de “papi” que me dedica. Es nigeriana y tiene un hijo pequeño, con el que a veces está hablando por el móvil a través de unos cascos. Un día la amenacé con dejar de darle dinero si no buscaba trabajo. Me respondió que “no tenía papeles”. Además, padecía, y padece, una lesión en la pierna derecha que le impide andar o estar de pie mucho rato.

Cuando ella falta, su sitio en seguida es ocupado por otro mendigo. Antes, estos puestos privilegiados eran las puertas de las iglesias, que lo siguen siendo los domingos y “fiestas de guardar”.

Cuando la nigeriana vuelve, le pregunto qué le ha pasado. Ya tiene papeles y le tratan la pierna en un hospital público. Para compensar lo no percibido en su ausencia, le doy 5 o 10 euros.

Mi mujer me toma el pelo con “mis pobres”, pues tengo en el mismo barrio otros clientes. Y también me detengo a ayudar a mendigos que me abordan o están sentados en otros lugares.

Hubo un tiempo en el que me incomodaba este abordarme de los indigentes, a los que rehuía sin mirarlos.

¿Qué me ha hecho cambiar? La mala conciencia. Sé que yo, personalmente, no tengo la culpa de su infortunio. Como sé que mis pocos euros no remedian su necesidad y, mucho menos, la pobreza extendida como una plaga en nuestras sociedades acomodadas.

Un matrimonio joven de mi entorno familiar acude todos los domingos a un comedor social de la orden de Malta –ignoraba que aún existiese– para ayudar a quienes van allí a desayunar. Durante las restricciones de la pandemia, reparten lotes de comida a “las colas del hambre”, colas integradas no solo por inmigrantes y por los que antes se llamaban “pobres de solemnidad” por serlo de forma notoria, sino por familias de buen aspecto que se han quedado sin trabajo y sin ingresos.

Aporofobia es un término que fue declarado palabra del año de 2017. Acuñado por la filósofa española Adela Cortina, yo debería haberlo conocido, pues colaboré con la prestigiosa pensadora valenciana en la edición de un libro de texto de “Ética” en la Editorial Santillana. Pero no recuerdo que en nuestras conversaciones aflorara “aporofobia”, que luego supe que la Real Academia Española lo incluye en su diccionario con la definición “Fobia a las personas pobres o desfavorecidas”.

“Fobia”, del griego fobos, tiene dos sentidos: miedo o temor, y rechazo o aversión. Y “aporo”, procedente del griego aporos, significa sin recursos, pobre.

Yo no experimentaba, por lo general, temor a los pobres, pero sí rechazo. Soy consciente de que debería hacer más por quienes me piden en la calle o en el metro. Como lo soy de que es mi mala conciencia la que me lleva a pararme, sacar la cartera y dar al pobre uno o dos euros.

Pero he logrado mirar a la cara a quienes me piden y superar el rechazo que me suscitaban.

Aunque la mala conciencia sigue ahí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11 de julio de 2021

La identidad humana

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

El anteproyecto de ley conocida con la abreviatura Trans, que ha elaborado el Ministerio de Igualdad presidido por la podemita Irene Montero, ha vuelto a poner de actualidad el debate sobre la identidad sexual de las personas.

Hace tiempo que en este importante campo de la identidad humana se ha impuesto el término “género” sobre el devaluado “sexo”. Los defensores de este cambio terminológico aducen que el concepto de sexo se circunscribiría a lo meramente fisiológico o biológico, mientras que género abarcaría también los componentes psíquicos, sociales y educativos de la sexualidad humana.

En este nuestro mundo dominado por las siglas y los acrónimos ha hecho fortuna la serie de iniciales LGTBIQ, que responden a las denominaciones lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y queer.

Las cuatro primeras categorías incluyen colectivos en los que cabe englobar a personas de orientación sexual relativamente fácil de identificar. Así, las lesbianas designan a las mujeres atraídas por y hacia otras mujeres. Los gays denominan a los hombres homosexuales. Transexuales son mujeres u hombres no conformes con su condición biológica y se definen como hombres las personas con órganos y dotación genética femeninos, y viceversa, se consideran y sienten mujeres hombres con órganos y dotación genética masculinos. Bisexuales comprenden a las personas que experimentan tendencias de ambos géneros.

Los intersexuales tendrían una anatomía reproductiva o sexual que no se ajusta a lo que tradicionalmente se considera masculino o femenino.

Y queer, del vocablo inglés que significa “raro, extraño, excéntrico, extravagante”, suele utilizarse para describir una identidad de género y sexual diferente a la heterosexual, condición que puede cambiar con el tiempo y no encajar en ninguna de las categorías LGTBI. Al parecer, los queer se caracterizan sobre todo por su rechazo a las normas y conceptos tradicionales en el campo del género y de la sexualidad.

A las siglas LGTBIQ no faltan autores que añaden el signo + para indicar que la lista no está cerrada, sino en constante evolución, y pueden aparecer, y de hecho aparecen, modalidades como pansexualidad, polisexualidad o asexualidad.

Como es fácil concluir, la casuística a la que se prestan estas definiciones está condicionada a menudo por la ideología política de los autores que tratan estos temas.

Creo que el debate sobre la ley Trans, y sobre cualquier asunto en el que entran en juego conceptos fisiológicos, biológicos, psíquicos, educativos, legales y sociales, debería dejarse a expertos en estas cuestiones y evitar la demagogia y el seudoprogresismo.

No puedo sustraerme a la impresión de que el género y la sexualidad, una dimensión de los seres humanos de indudable importancia para su identidad, su desarrollo y su comportamiento, ha eclipsado una visión global de la naturaleza humana.

Naturaleza humana que nos hermana a todas las personas con unas u otras orientaciones sexuales y nos hace iguales en derechos, en respeto a los diferentes, en aspiraciones a una vida mejor y más justa para todos.

El feminismo, entendido como la defensa de la igualdad de hombres y mujeres en derechos, en oportunidades educativas, económicas, laborales y de todo tipo, no debe ser utilizado como bandera en favor o en contra de unas u otras opciones que la libertad humana abre ante nuestra capacidad de elección.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4 de julio de 2021

La publicidad y yo

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

No hace falta ser un experto publicista para saber que los dos fines principales de la publicidad son informar y convencer al destinatario del anuncio a que adquiera el producto o el servicio que se publicita.

Sentadas estas bases elementales, me pregunto si quienes idean las campañas publicitarias son conscientes del rechazo que a menudo provocan en el cliente potencial.

Algunos ejemplos cotidianos me ayudarán a ilustrar el enfado que me producen ciertos mensajes de los anunciantes.

Solo veo la televisión pública, sea la 1 o la 2, cuando programan alguna película que me interese, sabiendo que no la interrumpirán con las consabidas cuñas publicitarias de otras cadenas. Los informativos de Radiotelevisión Española me espantan por su tendenciosidad ideológica. La continua pérdida de audiencia del ente público me hace sospechar que no soy el único en experimentar tal renuencia.

Las televisiones comerciales, que viven en gran medida de los ingresos de la publicidad, saben perfectamente cuándo el espectador está enganchado en una película para interrumpir la emisión con tandas de anuncios cada vez más largas y frecuentes. Si, a pesar de mi prevención, me he animado a seguir una película en alguna de esas emisoras, aprovecho las interrupciones publicitarias para hacer alguna tarea doméstica pendiente.

O sea, que el anunciante en cuestión ni me informa ni me convence para que compre el detergente o la colonia de turno.

Un programa de éxito como Pasapalabra “se pasa” en espacios de publicidad, no solo reservados al corte obligado antes del rosco, sino extensivos a largas peroratas del propio presentador, que causan en el espectador un efecto contrario al buscado por el anunciante.

Desde mi humilde blog me atrevo a dar un consejo a un diario como Libertad Digital, que sigo con interés. Cuando entro en un artículo o sección, aparecen en la izquierda de la pantalla ventanas de anuncios que me obstaculizan la lectura y que me apresuro a cerrar pulsando en el aspa correspondiente. Esos anuncios, lejos de producir en mí el efecto deseado por el anunciante, ni siquiera soy capaz de decir después de qué tratan. En algunos artículos se interrumpe el texto y aparece el aviso de que, si quieres leerlo completo y sin anuncios, te hagas socio de Libertad Digital, contribuyendo así a sostener económicamente un medio de comunicación de mi agrado. Pues tiene razón, pero no me he suscrito.

En determinadas épocas del año, como pueden ser las Navidades o el comienzo de las vacaciones de verano, predominan los anuncios de ciertos productos, como perfumes o colonias y bañadores o cremas protectoras. En estos casos, los fabricantes, además de los dos fines consabidos de informar y animar a la compra, no tienen más remedio que anunciarse para que el posible cliente no piense que han desaparecido del mapa.

La publicidad en vallas y paredes de edificios no me suele incomodar, pues soy muy libre de mirarla o no. Más me incordian los grafitis que a mi juicio afean muros y exteriores en todas las ciudades, sin que se me alcance su valor artístico o comunicativo.

Quiero acabar esta entrada llena de obviedades y subjetividades con una más. Sé que el consumo es fundamental para mantener y activar la economía. Así que, pesar de todos los pesares, rompo una lanza en favor de la publicidad que favorece y estimula el consumo.