18 de julio de 2021

La mala conciencia

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Delante de la puerta del supermercado madrileño en el que hago la compra diaria cuando estoy en Madrid, suele haber una joven negra sentada pidiendo limosna. Le doy uno o dos euros desde hace varios años, con lo que me he ganado el apelativo de “papi” que me dedica. Es nigeriana y tiene un hijo pequeño, con el que a veces está hablando por el móvil a través de unos cascos. Un día la amenacé con dejar de darle dinero si no buscaba trabajo. Me respondió que “no tenía papeles”. Además, padecía, y padece, una lesión en la pierna derecha que le impide andar o estar de pie mucho rato.

Cuando ella falta, su sitio en seguida es ocupado por otro mendigo. Antes, estos puestos privilegiados eran las puertas de las iglesias, que lo siguen siendo los domingos y “fiestas de guardar”.

Cuando la nigeriana vuelve, le pregunto qué le ha pasado. Ya tiene papeles y le tratan la pierna en un hospital público. Para compensar lo no percibido en su ausencia, le doy 5 o 10 euros.

Mi mujer me toma el pelo con “mis pobres”, pues tengo en el mismo barrio otros clientes. Y también me detengo a ayudar a mendigos que me abordan o están sentados en otros lugares.

Hubo un tiempo en el que me incomodaba este abordarme de los indigentes, a los que rehuía sin mirarlos.

¿Qué me ha hecho cambiar? La mala conciencia. Sé que yo, personalmente, no tengo la culpa de su infortunio. Como sé que mis pocos euros no remedian su necesidad y, mucho menos, la pobreza extendida como una plaga en nuestras sociedades acomodadas.

Un matrimonio joven de mi entorno familiar acude todos los domingos a un comedor social de la orden de Malta –ignoraba que aún existiese– para ayudar a quienes van allí a desayunar. Durante las restricciones de la pandemia, reparten lotes de comida a “las colas del hambre”, colas integradas no solo por inmigrantes y por los que antes se llamaban “pobres de solemnidad” por serlo de forma notoria, sino por familias de buen aspecto que se han quedado sin trabajo y sin ingresos.

Aporofobia es un término que fue declarado palabra del año de 2017. Acuñado por la filósofa española Adela Cortina, yo debería haberlo conocido, pues colaboré con la prestigiosa pensadora valenciana en la edición de un libro de texto de “Ética” en la Editorial Santillana. Pero no recuerdo que en nuestras conversaciones aflorara “aporofobia”, que luego supe que la Real Academia Española lo incluye en su diccionario con la definición “Fobia a las personas pobres o desfavorecidas”.

“Fobia”, del griego fobos, tiene dos sentidos: miedo o temor, y rechazo o aversión. Y “aporo”, procedente del griego aporos, significa sin recursos, pobre.

Yo no experimentaba, por lo general, temor a los pobres, pero sí rechazo. Soy consciente de que debería hacer más por quienes me piden en la calle o en el metro. Como lo soy de que es mi mala conciencia la que me lleva a pararme, sacar la cartera y dar al pobre uno o dos euros.

Pero he logrado mirar a la cara a quienes me piden y superar el rechazo que me suscitaban.

Aunque la mala conciencia sigue ahí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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