Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Delante
de la puerta del supermercado madrileño en el que hago la compra diaria
cuando estoy en Madrid, suele haber una joven negra sentada pidiendo limosna.
Le doy uno o dos euros desde hace varios años, con lo que me he ganado el
apelativo de “papi” que me dedica. Es nigeriana y tiene un hijo pequeño, con el que a veces
está hablando por el móvil a través de unos cascos. Un día la amenacé con dejar
de darle dinero si no buscaba trabajo. Me respondió que “no tenía papeles”.
Además, padecía, y padece, una lesión en la pierna derecha que le impide andar
o estar de pie mucho rato.
Cuando
ella falta, su sitio en seguida es ocupado por otro mendigo. Antes, estos
puestos privilegiados eran las puertas de las iglesias, que lo siguen siendo
los domingos y “fiestas de guardar”.
Cuando
la nigeriana vuelve, le pregunto qué le ha pasado. Ya tiene papeles y le tratan
la pierna en un hospital público. Para compensar lo no percibido en su
ausencia, le doy 5 o 10 euros.
Mi
mujer me toma el pelo con “mis pobres”, pues tengo en el mismo barrio otros
clientes. Y también me detengo a ayudar a mendigos que me abordan o están
sentados en otros lugares.
Hubo
un tiempo en el que me incomodaba este abordarme de los indigentes, a los que
rehuía sin mirarlos.
¿Qué
me ha hecho cambiar? La mala conciencia. Sé que yo, personalmente, no tengo la
culpa de su infortunio. Como sé que mis pocos euros no remedian su necesidad y,
mucho menos, la pobreza extendida como una plaga en nuestras sociedades
acomodadas.
Un
matrimonio joven de mi entorno familiar acude todos los domingos a un comedor
social de la orden de Malta –ignoraba que aún existiese– para ayudar a quienes
van allí a desayunar. Durante las restricciones de la pandemia, reparten lotes
de comida a “las colas del hambre”, colas integradas no solo por inmigrantes y
por los que antes se llamaban “pobres de solemnidad” por serlo de forma
notoria, sino por familias de buen aspecto que se han quedado sin trabajo y sin
ingresos.
Aporofobia
es un término que fue declarado palabra del año de 2017. Acuñado por la
filósofa española Adela Cortina, yo debería haberlo conocido, pues colaboré con
la prestigiosa pensadora valenciana en la edición de un libro de texto de
“Ética” en la Editorial Santillana. Pero no recuerdo que en nuestras
conversaciones aflorara “aporofobia”, que luego supe que la Real Academia
Española lo incluye en su diccionario con la definición “Fobia a las personas
pobres o desfavorecidas”.
“Fobia”,
del griego fobos, tiene dos sentidos:
miedo o temor, y rechazo o aversión. Y “aporo”, procedente del griego aporos, significa sin recursos, pobre.
Yo
no experimentaba, por lo general, temor a los pobres, pero sí rechazo. Soy
consciente de que debería hacer más por quienes me piden en la calle o en el
metro. Como lo soy de que es mi mala conciencia la que me lleva a pararme,
sacar la cartera y dar al pobre uno o dos euros.
Pero
he logrado mirar a la cara a quienes me piden y superar el rechazo que me
suscitaban.
Aunque
la mala conciencia sigue ahí.
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