Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
No hace falta ser un experto
publicista para saber que los dos fines principales de la publicidad son
informar y convencer al destinatario del anuncio a que adquiera el producto o
el servicio que se publicita.
Sentadas estas bases
elementales, me pregunto si quienes idean las campañas publicitarias son
conscientes del rechazo que a menudo provocan en el cliente potencial.
Algunos ejemplos cotidianos
me ayudarán a ilustrar el enfado que me producen ciertos mensajes de los
anunciantes.
Solo veo la televisión
pública, sea la 1 o la 2, cuando programan alguna película que me interese,
sabiendo que no la interrumpirán con las consabidas cuñas publicitarias de
otras cadenas. Los informativos de Radiotelevisión Española me espantan por su
tendenciosidad ideológica. La continua pérdida de audiencia del ente público me
hace sospechar que no soy el único en experimentar tal renuencia.
Las televisiones comerciales,
que viven en gran medida de los ingresos de la publicidad, saben perfectamente
cuándo el espectador está enganchado en una película para interrumpir la
emisión con tandas de anuncios cada vez más largas y frecuentes. Si, a pesar de
mi prevención, me he animado a seguir una película en alguna de esas emisoras,
aprovecho las interrupciones publicitarias para hacer alguna tarea doméstica
pendiente.
O sea, que el anunciante en
cuestión ni me informa ni me convence para que compre el detergente o la
colonia de turno.
Un programa de éxito como
Pasapalabra “se pasa” en espacios de publicidad, no solo reservados al corte
obligado antes del rosco, sino extensivos a largas peroratas del propio
presentador, que causan en el espectador un efecto contrario al buscado por el
anunciante.
Desde mi humilde blog me atrevo
a dar un consejo a un diario como Libertad Digital, que sigo con interés.
Cuando entro en un artículo o sección, aparecen en la izquierda de la pantalla
ventanas de anuncios que me obstaculizan la lectura y que me apresuro a cerrar
pulsando en el aspa correspondiente. Esos anuncios, lejos de producir en mí el
efecto deseado por el anunciante, ni siquiera soy capaz de decir después de qué
tratan. En algunos artículos se interrumpe el texto y aparece el aviso de que,
si quieres leerlo completo y sin anuncios, te hagas socio de Libertad Digital,
contribuyendo así a sostener económicamente un medio de comunicación de mi
agrado. Pues tiene razón, pero no me he suscrito.
En determinadas épocas del
año, como pueden ser las Navidades o el comienzo de las vacaciones de verano,
predominan los anuncios de ciertos productos, como perfumes o colonias y
bañadores o cremas protectoras. En estos casos, los fabricantes, además de los
dos fines consabidos de informar y animar a la compra, no tienen más remedio
que anunciarse para que el posible cliente no piense que han desaparecido del
mapa.
La publicidad en vallas y
paredes de edificios no me suele incomodar, pues soy muy libre de mirarla o no.
Más me incordian los grafitis que a mi juicio afean muros y exteriores en todas
las ciudades, sin que se me alcance su valor artístico o comunicativo.
Quiero acabar esta entrada
llena de obviedades y subjetividades con una más. Sé que el consumo es
fundamental para mantener y activar la economía. Así que, pesar de todos los
pesares, rompo una lanza en favor de la publicidad que favorece y estimula el
consumo.
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