Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
La
llegada repentina del calor me obliga a abrir la ventana y exponerme al ruido
de la calle, si quiero conciliar el sueño en la gran ciudad, puesto que no aguanto
el aire acondicionado.
Vivimos
rodeados de elementos ruidosos. Y solo nos damos cuenta de esta circunstancia
cuando los decibelios que miden la intensidad del sonido superan el límite
tolerable por nuestros oídos, o cuando se hace, ¡oh milagro infrecuente!, el
silencio total.
¿Adónde
tendremos que retirarnos para encontrar un ambiente totalmente silencioso?
Incluso a la profundidad del bosque llega el retumbar de los aviones que surcan
el cielo o el zumbido del tráfico de una carretera por alejada que esté.
En
la sala de mi casa de El Espinar experimento en algunas ocasiones una extraña
sensación: oigo el silencio. Sí, está apagado el televisor y me pregunto: ¿qué
sucede? Pues eso, que, al no llegar a mis oídos ninguna onda sonora, me es
posible escuchar el silencio.
El
silencio solo puede definirse de un modo negativo: como abstención de hablar, o
como falta de ruido. He comprobado el dato que retenía en mi memoria: España es
el segundo país más ruidoso del mundo, mientras que China ocupa el primer puesto.
Rara vez nos abstenemos de hablar y, cuando hablamos, lo hacemos muy alto, por
no decir a gritos. Estamos en una cafetería o en un restaurante y, para
hacernos oír de nuestros compañeros de mesa por encima de las conversaciones de
los vecinos, elevamos la voz. Así, pronto se entabla una competición a ver
quién habla más alto. Si en el local está encendida la omnipresente televisión,
o se emite una estridente música ambiental, estos competidores vienen a sumarse
a la pugna sonora.
Sonoridad
que se queda en nada comparada con la que reina en una discoteca o en los
conciertos y festivales de música para la juventud. Datos recientes de la
Organización Mundial de la Salud (OMS) advierten de que más de mil millones de
adolescentes y jóvenes en todo el mundo corren riesgo de sufrir una pérdida
auditiva por la exposición a niveles sonoros dañinos en lugares de ocio, y
también por el uso nocivo de auriculares y móviles.
Aunque,
también según la OMS, la principal fuente de ruido es el tráfico, que alcanza
el 80% de la contaminación acústica, a la pérdida auditiva que
indefectiblemente padecemos con la edad hay que sumar la provocada por la
utilización abusiva de aparatos tecnológicos que dañan los oídos.
Un
pensamiento con frecuencia citado del filósofo griego Aristóteles afirma que
“El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”. A los ruidos
causados por las más diversas fuentes sonoras, en especial los motores de todo
tipo, hay que añadir el bombardeo constante de noticias a que nos someten las cadenas
de televisión. Noticias que, en España y muy acentuadamente en los últimos
tiempos, se ocupan de las manifestaciones de los políticos y de sus
enfrentamientos partidistas. Palabras, palabras, palabras, de las que son
esclavos, sin que parezca importarles sostener hoy lo que negaron ayer, o
viceversa.
Hay
sonidos, no ruidos, que son beneficiosos para nuestro cuerpo y nuestra mente.
Dentro de poco más de un mes participaré como años anteriores en el curso de
Chamanismo de Luz en la Naturaleza en Matarraña (Teruel). Parte importante del
trabajo de este curso, dirigido por Francesc Celma, director en España de Dr.
Lefebure Methods, son los ejercicios rítmicos acompañados por la repetición de
mantras y oraciones verbales, por
balanceos, tensiones y vibraciones.
Un autor espiritual argumenta así el gran valor y
provecho de la oración frecuente expresada en una sola fórmula: “Mucha gente
supuestamente ilustrada considera la ofrenda frecuente de una sola y misma
plegaria como inútil e incluso insignificante, tachándola de mecánica y de
ocupación irreflexiva, propia de gente simple. Pero […] no saben que este culto
frecuente de los labios se convierte imperceptiblemente en una auténtica
llamada del corazón, penetra en la vida interior, llega a ser un deleite y se
vuelve, por así decirlo, natural al alma, dándole luz y sustento, y
conduciéndola a la unión con Dios”.
O sea que hay sonidos, palabras, en este caso oraciones
verbales, que repetidas con los labios llegan al interior de nuestras almas. No
es menester retirarse al desierto, como hacían los ermitaños, para consagrarse
a la meditación.
Conocido es el valor de la música, de cierta música, en
especial la clásica, como medio de relajación y terapia contra los males
producidos por el ruido.
De esta manera pasamos del ruido al sonido, y del sonido
al son, es decir, como lo define el Diccionario de la Real Academia Española,
al “Sonido que afecta agradablemente al oído, especialmente el musical”.
Vuelvo al silencio. Mientras que la palabra es de plata,
el silencio es de oro. Así que me callo.