7 de junio de 2018

Aquel niño austriaco


EMG Euro Mundo Global
Opinión: “Mi Pequeño Manhattan”
Por Germán Ubillos Orsolich

Lunes, 4 de junio de 2018

Tenía ganas de leer el último libro de Angelina Lamelas, veterana de la literatura infantil y juvenil, poseedora de muchos de los más importantes premios de ese género literario. Coincidimos ambos en el desaparecido diario YA, pero nuestros tiempos y trayectorias han sido algo diferentes y el destino, eso tan importante en el ser humano, ha hecho que coincidamos gracias a su reciente relación con Alberto Martín Baró, ese hombre extraordinario, simpático, erudito, director de editoriales y sobre todo amigo, de una sencillez y cordialidad impagables difíciles de encontrar.
De esa forma Angelina Lamelas y yo nos hemos podido reencontrar, hablar, departir y sentir, pues en realidad ambos venimos de un mundo semejante en el tiempo, con unos recuerdos muy parecidos y un concepto de la vida podría decir parejo.
Angelina, conocida de muchos de vosotros, me ha traído el recuerdo de Mercedes Salisachs, aquella gran señora de la literatura catalana, por su aspecto, sus modales y su porte; y de mi madre, Angelina Orsolich, por su nombre, un nombre que conforma mi propia vida y mis recuerdos también más personales.
El tomar unas meriendas en las cafeterías VIPS del barrio de Salamanca, de Serrano y de Velázquez, ha supuesto para mí un recuerdo añadido que, como el polvo dorado de estrellas, el que emanaba de Campanilla el personaje de Peter Pan de Disney; el que caía también de Julio Iglesias cuando en 1984 desayunábamos con él en El Plaza de Nueva York y después en su camerino del Radio City Music Hall, y mi hermana Mercedes, tan querida, quedaba fascinada precisamente por ese polvo de estrellas que también rodeaba y caía de mi amigo Julio aquellos años irrepetibles. Es el polvo que de alguna manera he sentido percibir en el recuerdo, mientras Angelina Lamelas me dedicaba su último libro recién aparecido y titulado Aquel niño austriaco, ante la atenta mirada y la sonrisa de Alberto Martín Baro, que estaba sentado frente a mí y en la misma mesa.
Como era de esperar Aquel niño austriaco no solo me ha gustado, sino que me ha conmovido. Lo he leído de un tirón con enorme placer y una permanente sonrisa en los labios. Se trata de uno de los niños austriacos que llegaron a España recién terminada la Segunda Guerra Mundial para ser acogidos temporalmente por familias españolas.
Con la sensibilidad que se percibe en la cálida e inteligente mirada de su autora, esta despliega todo su talento y el dominio del lenguaje en la descripción de la historia de uno de esos niños. Para ello recrea el ambiente de la época que se inicia en la Viena de la Segunda Guerra Mundial, esa Viena que he recorrido y que tan bien conozco; continúa en Santander de los años en que transcurre la acción, lugar donde precisamente mi padre nos llevó a mi hermano y a mí a conocer el mar; y termina con el emocionado y emocionante regreso del niño a su Viena natal para constatar que su padre no ha muerto ni ha desaparecido en los terribles bombardeos de la ciudad, que quedarán marcados para siempre en la mente de Hans, el protagonista, que con solo escuchar el zumbido de una avioneta sobrevolar la playa de La Magdalena, se tira al suelo, hunde la cara en la arena y se tapa con las manos la cabeza. Hecho este que le ocurre de idéntica manera a un muy querido amigo libanés que huyó despavorido de la guerra, después de que un bombardeo planchara los automóviles que su padre tenía en el garaje de su casa.
La recreación de Viena, el famoso restaurante El Cisne, donde el padre de Hans tocaba el violín mientras la gente elegante comía. El largo viaje hasta España, donde sería adoptado por una familia burguesa en un chalet a las afueras de Santander, cercano al mar Cantábrico; el lento aprendizaje del español; la sensación de orfandad que siente el niño protagonista y que transmite hasta el lector la autora como una onda emocional y expansiva; las emociones de Carlos, el padre adoptivo, y sobre todo la fiesta de cumpleaños el 3 de mayo de 1948 que la celebran asistiendo invitados al Circo Feijoo, y el regalo y el aplauso que pide para él el director del circo y que quisiera que le acompañara para toda la vida, mientras le hace entrega personal del acordeón el admirado payaso Tonetti. Esta es una secuencia inolvidable que marca la maestría genial de Angelina Lamelas, imperdonable que no se haga en cine, pues es cine puro, y que yo invito desde aquí que no desaprovechen esta oportunidad, estas secuencias inefables, para que el cine español, europeo o americano, rinda tributo merecido a esta autora de rara sensibilidad fabulatoria, digna del mejor Thomas Mann y de Luchino Visconti. Lástima que este país sea tan deficitario en tantas cosas.
Quiero terminar, lectores, recomendando la lectura del texto de Aquel niño austriaco, la brillante narración, llena de detalles, recuerdos, paisajes y color, que Angelina Lamelas posee, en el don de transmitir toda la verdad y la belleza que aún atesora el alma humana cuando es capaz de destilar lo mejor de sí misma.


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