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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan”
Por Germán Ubillos Orsolich
Lunes, 4 de junio de 2018
Tenía ganas de leer el último libro de
Angelina Lamelas, veterana de la literatura infantil y juvenil, poseedora de muchos
de los más importantes premios de ese género literario. Coincidimos ambos en el
desaparecido diario YA, pero nuestros
tiempos y trayectorias han sido algo diferentes y el destino, eso tan
importante en el ser humano, ha hecho que coincidamos gracias a su reciente
relación con Alberto Martín Baró, ese hombre extraordinario, simpático,
erudito, director de editoriales y sobre todo amigo, de una sencillez y
cordialidad impagables difíciles de encontrar.
De
esa forma Angelina Lamelas y yo nos hemos podido reencontrar, hablar, departir
y sentir, pues en realidad ambos venimos de un mundo semejante en el tiempo,
con unos recuerdos muy parecidos y un concepto de la vida podría decir parejo.
Angelina,
conocida de muchos de vosotros, me ha traído el recuerdo de Mercedes Salisachs,
aquella gran señora de la literatura catalana, por su aspecto, sus modales y su
porte; y de mi madre, Angelina Orsolich, por su nombre, un nombre que conforma
mi propia vida y mis recuerdos también más personales.
El
tomar unas meriendas en las cafeterías VIPS del barrio de Salamanca, de Serrano
y de Velázquez, ha supuesto para mí un recuerdo añadido que, como el polvo
dorado de estrellas, el que emanaba de Campanilla el personaje de Peter Pan de Disney; el que caía también
de Julio Iglesias cuando en 1984 desayunábamos con él en El Plaza de Nueva York
y después en su camerino del Radio City Music Hall, y mi hermana Mercedes, tan
querida, quedaba fascinada precisamente por ese polvo de estrellas que también
rodeaba y caía de mi amigo Julio aquellos años irrepetibles. Es el polvo que de
alguna manera he sentido percibir en el recuerdo, mientras Angelina Lamelas me
dedicaba su último libro recién aparecido y titulado Aquel niño austriaco, ante la atenta mirada y la sonrisa de Alberto
Martín Baro, que estaba sentado frente a mí y en la misma mesa.
Como
era de esperar Aquel niño austriaco
no solo me ha gustado, sino que me ha conmovido. Lo he leído de un tirón con
enorme placer y una permanente sonrisa en los labios. Se trata de uno de los
niños austriacos que llegaron a España recién terminada la Segunda Guerra
Mundial para ser acogidos temporalmente por familias españolas.
Con
la sensibilidad que se percibe en la cálida e inteligente mirada de su autora, esta
despliega todo su talento y el dominio del lenguaje en la descripción de la
historia de uno de esos niños. Para ello recrea el ambiente de la época que se
inicia en la Viena de la Segunda Guerra Mundial, esa Viena que he recorrido y
que tan bien conozco; continúa en Santander de los años en que transcurre la
acción, lugar donde precisamente mi padre nos llevó a mi hermano y a mí a
conocer el mar; y termina con el emocionado y emocionante regreso del niño a su
Viena natal para constatar que su padre no ha muerto ni ha desaparecido en los
terribles bombardeos de la ciudad, que quedarán marcados para siempre en la
mente de Hans, el protagonista, que con solo escuchar el zumbido de una
avioneta sobrevolar la playa de La Magdalena, se tira al suelo, hunde la cara en
la arena y se tapa con las manos la cabeza. Hecho este que le ocurre de
idéntica manera a un muy querido amigo libanés que huyó despavorido de la
guerra, después de que un bombardeo planchara los automóviles que su padre
tenía en el garaje de su casa.
La
recreación de Viena, el famoso restaurante El Cisne, donde el padre de Hans
tocaba el violín mientras la gente elegante comía. El largo viaje hasta España,
donde sería adoptado por una familia burguesa en un chalet a las afueras de
Santander, cercano al mar Cantábrico; el lento aprendizaje del español; la
sensación de orfandad que siente el niño protagonista y que transmite hasta el
lector la autora como una onda emocional y expansiva; las emociones de Carlos,
el padre adoptivo, y sobre todo la fiesta de cumpleaños el 3 de mayo de 1948
que la celebran asistiendo invitados al Circo Feijoo, y el regalo y el aplauso
que pide para él el director del circo y que quisiera que le acompañara para
toda la vida, mientras le hace entrega personal del acordeón el admirado payaso
Tonetti. Esta es una secuencia inolvidable que marca la maestría genial de
Angelina Lamelas, imperdonable que no se haga en cine, pues es cine puro, y que
yo invito desde aquí que no desaprovechen esta oportunidad, estas secuencias
inefables, para que el cine español, europeo o americano, rinda tributo
merecido a esta autora de rara sensibilidad fabulatoria, digna del mejor Thomas
Mann y de Luchino Visconti. Lástima que este país sea tan deficitario en tantas
cosas.
Quiero
terminar, lectores, recomendando la lectura del texto de Aquel niño austriaco, la brillante narración, llena de detalles,
recuerdos, paisajes y color, que Angelina Lamelas posee, en el don de transmitir
toda la verdad y la belleza que aún atesora el alma humana cuando es capaz de
destilar lo mejor de sí misma.
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