Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
El cielo azul de Santander, como la lluvia en Sevilla, es una maravilla.
El dicho de la lluvia en Sevilla se lo hacía repetir, en la versión española de My fair lady, el profesor de inglés Henry Higgins, o sea Rex Harrison, a la vendedora Eliza Doolittle, o sea Audrey Hepburn, para que mejorara su lenguaje y así pudiera convertirse en una dama.
Pero ¿por qué el cielo azul de Santander y la lluvia en Sevilla son una maravilla?
Pues por su carácter excepcional. Ya lo avisa el refrán: “Todos los días gallina amarga la cocina”.
Si en Santander luciera el cielo azul con mayor frecuencia, dejaría de fascinarnos, o al menos fascinarme a mí, como estos días pasados del mes de agosto. Lo habitual en Santander son los días nublados, o con neblina, o con celaje, fenómenos atmosféricos en los que influyen la proximidad del mar y la Bahía.
¡Ah, pero esperen ustedes a que el cielo copie del mar en calma su nitidez azul! ¿O es a la inversa? ¿Es el mar el que se torna azul por la nitidez del cielo sin nubes?
En mi paseo por la playa del Sardinero me he detenido a contemplar el mar, que rivaliza con el cielo en límpido azul y el alma me serena.
O también desde la playa de la Magdalena, con quietud de la Bahía sin olas para que los niños se bañen sin los riesgos de la cercana playa de los Peligros, se puede distinguir con plena claridad Peña Cabarga y el Pico de Solares, normalmente envueltos en bruma.
Los habitantes del norte cántabro bajaban –¿o subían?– a Castilla, a la meseta, para secar el pulmón.
Del poeta santanderino Gerardo Diego todos recordamos el soneto “Al ciprés de Silos”. Menos conocido, creo yo, es su Manual de espumas, obra ultraísta de 1924, en la que está presente el mar Cantábrico, como en toda su vida, “mi cántabro mar maestro”, envuelto en sus grises acostumbrados.
Por eso, ya digo, el mar y el cielo azul de estos días pasados luce más por su excepcionalidad. Amamos más lo poco usual que lo corriente, que “ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo ni es azul”, verso del poeta clásico Lupercio Leonardo de Argensola, que lo remata así: “¡Lástima que no sea verdad tanta belleza!”.
No sé si los científicos, con Argensola, dudarán de la existencia del cielo azul.
A mí me ha iluminado el dolorido sentir, a punto ya este verano de decir adiós a Santander.