26 de abril de 2020

El amor en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Desde que el 14 de marzo se declaró el estado de alarma, hemos estado confinados en nuestros domicilios. Un confinamiento que no ha podido ser total, a riesgo de que no fueran satisfechas nuestras necesidades básicas, pero que, con esas limitaciones, la práctica totalidad de los ciudadanos hemos cumplido ejemplarmente. A pesar del aislamiento, no parece que el quedarnos en casa esté teniendo el efecto deseado en la disminución del número de contagiados y de fallecidos por el covid-19.
Sin embargo, en las largas horas pasadas en el interior de nuestros hogares, sin tener contacto físico con casi nadie, yo y otros muchos como yo hemos vivido consoladoras experiencias.
Experiencias que me han llevado a escribir sobre el amor en tiempos de pandemia. Soy consciente de que ‘amor’ es una palabra y un concepto de altos vuelos. Como lo es su pariente cercana ‘amistad’. No soy tan ingenuo como para pensar que todos los contactos que tengo registrados en mi móvil, en el wasap o en el correo electrónico, son verdaderos amigos, que sienten por mí un afecto personal, puro y desinteresado, distintivos de la auténtica amistad.
Pero ha sido hermosa, desde el inicio del estado de alarma, la desbordada corriente de llamadas y mensajes por medio de los cuales nos interesábamos por el estado de salud física y espiritual de nuestros allegados y conocidos. La iniciativa partía unas veces de mí y, otras, de personas con las que me trato habitualmente, y también de aquellas que tenía olvidadas en los archivos informáticos.
Así han surgido del pasado amistades que, en su momento, fueron más o menos íntimas. La común amenaza del letal virus nos ha vuelto a unir, aunque solo sea a través de medios telemáticos.
He aprendido a hacer y recibir videollamadas. Antes me limitaba a hablar por teléfono, a mandar wasaps o a enviar y recibir correos electrónicos. ¡Qué ilusión ver y oír a mis nietos y a sus padres!
Me he sentido envuelto por la red de hermanos, de hijos y de nietos. De los seis hijos de Paco y Alicia, solo quedamos tres, yo soy ahora el mayor, seguido por Carlos, y la pequeña aún es Cristina. Os quiero y sé que me queréis.
Y los fallecidos, mis padres, mis hermanos mayores Alicia y Javier, y el menor de los varones, Nacho, que cumplió con el mayor grado del amor dando su vida por el pueblo salvadoreño. Con todos ellos hablo y ellos hablan conmigo en esta prolongada reclusión.
“No hay gloria más grande que morir por amor”. Sí, Gabriel García Márquez, en “El amor en los tiempos del cólera”, haciéndose eco de las palabras de Jesús de Nazaret muchos siglos antes: “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos” Juan 15, 13). A veces pienso si Jesús amaba igual a Judas que a los otros apóstoles, y a Juan, el discípulo amado.
El confinamiento por el coronavirus ha dado a quienes tienen una familia más horas de convivencia. El amor se fortalece con el roce, con el trato. El trabajo de los padres fuera de casa y la educación de los hijos en los colegios hacen que las deseadas conciliación y comunicación familiares queden reducidas a menos tiempo del que sería de desear para tejer lazos de unión. Jugar con los hijos, ayudarles en sus estudios y deberes, pasear con ellos. Y los esposos o las parejas de cualquier estado aprovechar la cercanía y la intimidad para compartir sentimientos y pensamientos, y para hacer el amor.
Hacer el amor. Esta expresión, la más utilizada para designar el acto sexual, si nos atenemos a su literalidad tiene la sugerente lectura de que el amor no es algo que se nos da hecho, como llovido del cielo, sino que hay que hacerlo, construirlo continuamente.
A lo mejor, dentro de un año, hay un repunte de nacimientos. No estaría de más en una población envejecida y de baja natalidad como la española.
¿Y los que viven solos? ¿Los que no cuentan con una familia o un ser querido a su lado? Al menos 9.200 mayores de 65 años viven solos en la provincia de Segovia, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Mi hermano Carlos y mi gran amigo, el dibujante y pintor José Ramón Sánchez, se encuentran en esta situación. Pues bien, los dos tienen una vecina y un vecino, respectivamente, que les hace la compra y les lleva las medicinas que necesitan. ¿No es esto amor?
Yo tengo la suerte de compartir mi vida desde hacer tres años, después de la muerte de mi mujer Ana, con un prodigio de comprensión, de sensibilidad, de audacia –sí, hay que ser valiente para dar este paso a nuestra edad–, de bondad, no solo conmigo, sino con todos los que se cruzan en su camino, Angelina Lamelas. Que además, haciendo honor a su nombre, escribe como los propios ángeles, si los ángeles escribieran.
Con lo cual, ahora tenemos cuatro hijos y siete nietos. Mis hermanos y amistades son también suyos. Y los suyos,tan numerosos, míos.

19 de abril de 2020

La oración en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En este desventurado año 2020, la celebración, la semana pasada, de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret ha sido virtual. Los fieles no han podido asistir a los actos de culto en las iglesias, y ni a ellos ni a los meros espectadores se les ha permitido salir a la calle a participar en las procesiones, o simplemente presenciarlas…, porque las procesiones no han tenido lugar.
Sabía yo que la misa se retransmitía por televisión los domingos y días festivos, aunque no podría precisar desde hace cuánto tiempo. Pero nunca había seguido esta ceremonia litúrgica por la pantalla del televisor. Este año, el Domingo de Ramos, el Jueves Santo y el Viernes Santo he acompañado a mi mujer en el seguimiento televisivo de los ritos sacros oficiados por el papa Francisco en la basílica de San Pedro. En una basílica prácticamente desierta, con unos pocos fieles separados en distintos bancos.
En la homilía del Domingo de Ramos, el papa, como es habitual en él, animó a los creyentes a seguir a Cristo en el servicio a los demás. Su oración se dirigió a Dios Padre para rogar muy especialmente por los que sufren a causa de la pandemia del Covid-19, por los que padecen la enfermedad, por los que han fallecido, por los que han perdido a sus seres queridos. Hizo un llamamiento a la unidad de todas las religiones, de todos los creyentes.
En sintonía con el Sumo Pontífice, los obispos y demás autoridades eclesiásticas exhortan a los fieles a rezar por aquellos a los que ha contagiado el perverso virus, por los médicos y sanitarios que los atienden. Invitan a todos los católicos a solidarizarse con los enfermos, a ayudarles en la medida de sus posibilidades. Y piden a Dios que nos dé fuerzas para sobrellevar esta terrible peste.
Pero no piden a Dios, o al menos yo no les he oído hacerlo, que nos libre del coronavirus.
Jesús, en numerosos pasajes del Evangelio, insta a sus seguidores a pedir al Padre cuanto necesiten. “Pedid y recibiréis”. “Pedid y se os dará. […] Pues ¿quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra, o, si le pide un pez, le da una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!”.
Y en la oración por antonomasia que Jesús nos enseñó, el padrenuestro, en la última petición rogamos al Padre: “Líbranos del mal”.
Está claro que la pandemia del coronavirus es un mal. ¿Por qué ni el papa, ni los obispos, ni los sacerdotes, e iba a añadir ni los creyentes en general, piden a Dios Padre que nos libre de este tremendo mal que es el Covid-19? ¿No tienen fe en la oración? ¿Temen que sus plegarias no sean escuchadas?
Entre las clásicas explicaciones de por qué Dios no escucha nuestras súplicas, suele aducirse que no pedimos con suficiente fe, o que no pedimos cosas buenas, cosas que en realidad nos convengan.
Yo sí le pido a Dios que nos libre del maligno virus. Pero comprendo que mi fe y mi confianza en Dios son precarias. Pero ¿y la fe y la confianza en Dios del Santo Padre y de los jerarcas de la Iglesia?
¿O será que piensan que Dios castiga justamente a un mundo que se ha apartado de él, como castigaba al pueblo judío cuando se entregaba a la adoración de los ídolos paganos y no seguía sus enseñanzas?
No faltan quienes comparan esta pandemia con las plagas que Dios envió a los egipcios para que liberaran a los judíos esclavizados.
No solo los agnósticos, o quienes no creen que exista un Dios con los atributos que le asignan los creyentes, también entre estos hay quienes piensan que Dios no interviene en el devenir del mundo. Los seres humanos, una vez creados por él, son dejados a su libre albedrío. Con su inteligencia y voluntad han de dominar la naturaleza y hacer frente a las catástrofes y calamidades que se presenten.
En otro orden de cosas, y dentro de las creencias cristianas, Dios, se arguye también, dejó que su Hijo amado sufriese pasión y muerte, fuese traicionado y abandonado. La misma muchedumbre que le aclamaba y recibía con cantos de júbilo el Domingo de Ramos, pedía días después a Pilatos que soltase a Barrabás e hiciera que Jesús fuese crucificado. Más aún, Jesús no solo fue traicionado y negado por sus discípulos, sino que fue abandonado por su mismo Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Está bien que recemos por los hermanos que sufren, que les ayudemos. El Jueves Santo, día del amor fraterno, nos recordó que el principal mandamiento de Jesús nos pide que nos amemos como él mismo nos amó hasta dar su vida por nosotros. Pero a mí, leyendo sus invitaciones a orar, no se me va de la cabeza por qué no pedimos a Dios que nos libre de este mal de la pandemia.
Y, si lo pedimos, ¿por qué Dios no nos escucha?

5 de abril de 2020

El trabajo en casa


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Con el confinamiento en casa al que nos ha abocado el coronavirus, muchas empresas e instituciones han descubierto el teletrabajo. Los modernos medios informáticos permiten a los trabajadores realizar las tareas profesionales desde su domicilio particular, sin necesidad de desplazarse a la sede de su empresa o institución, ahorrándose tiempo y dinero.
No ha pasado tanto tiempo desde que el trabajo en casa estaba limitado a las faenas domésticas, que casi sin excepción recaían injustamente sobre las mujeres, por eso denominadas “amas de casa”. Esas mujeres, cuando se les preguntaba por su profesión u oficio, respondían: “Sus labores”.
Mi padre, el periodista y escritor Francisco Javier Martín Abril, trabajó toda su vida en el despacho de su domicilio en la calle López Gómez de Valladolid. Sentado ante la máquina de escribir Remington o Underwood, escribía los artículos que luego, hacia el mediodía, llevaba en mano al periódico “El Norte de Castilla” o mandaba por correo al “ABC”, al “Ya”, a “La gaceta del Norte” o a la Agencia Logos. Incluso en la etapa en que fue director del “Diario Regional” de Valladolid, se las arregló para cumplir satisfactoriamente con su cometido dedicando varias horas a la dirección presencial en la sede de dicho periódico. También se trasladaba a la radio, EAJ 47 Radio Valladolid, a última hora de la tarde para emitir su cotidiana Croniquilla local.
Dando un salto en el tiempo, en mi trayectoria profesional en las tres editoriales en las que trabajé, Guadarrama, Miñón y Santillana, tuve que cumplir un horario en sus respectivas sedes. Sin embargo, como el sueldo no me llegara para satisfacer las necesidades de mi familia, por las noches y en los días no laborables hacía traducciones del francés, del inglés y del alemán, que tecleaba en una máquina de escribir Olympia. O sea, que trabajaba en casa.
Al jubilarme después de veinte años en la Editorial Santillana, colaboré con la empresa encargándome de la edición española del Informe PISA y del Panorama de la educación. Y este trabajo ya pude realizarlo desde mi domicilio en El Espinar con ayuda del ordenador y de programas informáticos de proceso de textos.
El ordenador, y en su tanto el móvil inteligente, que nos ofrece casi iguales prestaciones, a mí me sirven lo mismo para un roto que para un descosido: enviar un correo electrónico a un amigo, escribir un artículo y mandarlo a El Adelantado, buscar en Google las más variadas informaciones, consultar los movimientos de mi cuenta bancaria o hacer una transferencia, cumplimentar la declaración de la renta, adquirir productos on line y los billetes del Alvia a Santander en la página de Renfe, leer diarios digitales...
A menudo me he preguntado qué hacen trasteando en sus ordenadores trabajadores de los más variados establecimientos e instituciones: Bancos, comercios de todo tipo, clínicas y hospitales, despachos de abogados y notarios, oficinas de ministerios y ayuntamientos…
He dicho al comienzo de esta columna que, con la reclusión impuesta por el coronavirus, muchas empresas e instituciones han descubierto el teletrabajo, para el cual no están preparadas, como tampoco lo están los trabajadores.
Mi hija y su marido tienen la suerte de poder pasar estas ya semanas de confinamiento trabajando en casa para sus respectivas empresas y ayudando a sus dos hijos, mis nietos mellizos de siete años, en las tareas escolares. También estos han podido realizar sus deberes en contacto no presencial con sus profesoras.
Pues bien, mientras que mi hija se dedica a la edición de textos escolares para la Editorial Santillana, mi yerno me explica en qué consiste su trabajo para una multinacional que lleva a cabo con soportes informáticos asesoría y consultoría a empresas y profesionales del sector jurídico y legal, y también oferta soluciones para la Administración Pública (Ayuntamientos, Diputaciones, etc.). “La única herramienta de trabajo que utilizo es un ordenador (…). Analizo y cruzo datos de clientes, pedidos y productos para la generación de informes y campañas de impacto comercial”. Esta breve descripción, mutatis mutandis, puede aplicarse a muchos de los trabajadores que se sirven del ordenador para llevar a cabo sus tareas: análisis de datos, preparación de informes y campañas comerciales…
Y la variedad de funciones de los departamentos de esta multinacional me ayuda a responder a la pregunta que yo me formulaba sobre la utilización del ordenador en los más diversos establecimientos e instituciones: provisión de pagos y cobros, administración de clientes, marketing, comunicación, realización de pedidos, televenta, elaboración de contenidos de producto, producción electrónica, producción gráfica, mantenimiento informático, recursos humanos...
A todo ello habría que añadir la clásica contabilidad y que muchos comercios, cafeterías y bares utilizan el ordenador como caja registradora.
A diferencia de las empresas de mi hija y de mi yerno, otras no están preparadas para que sus empleados hagan el trabajo en casa. Quizá algún día, gracias al teletrabajo, desaparezcan o disminuyan los descomunales edificios de oficinas.