Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En este desventurado año 2020, la celebración,
la semana pasada, de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret ha
sido virtual. Los fieles no han podido asistir a los actos de culto en las
iglesias, y ni a ellos ni a los meros espectadores se les ha permitido salir a
la calle a participar en las procesiones, o simplemente presenciarlas…, porque
las procesiones no han tenido lugar.
Sabía yo que la misa se
retransmitía por televisión los domingos y días festivos, aunque no podría
precisar desde hace cuánto tiempo. Pero nunca había seguido esta ceremonia
litúrgica por la pantalla del televisor. Este año, el Domingo de Ramos, el
Jueves Santo y el Viernes Santo he acompañado a mi mujer en el seguimiento
televisivo de los ritos sacros oficiados por el papa Francisco en la basílica
de San Pedro. En una basílica prácticamente desierta, con unos pocos fieles
separados en distintos bancos.
En la homilía del
Domingo de Ramos, el papa, como es habitual en él, animó a los creyentes a
seguir a Cristo en el servicio a los demás. Su oración se dirigió a Dios Padre
para rogar muy especialmente por los que sufren a causa de la pandemia del Covid-19,
por los que padecen la enfermedad, por los que han fallecido, por los que han
perdido a sus seres queridos. Hizo un llamamiento a la unidad de todas las
religiones, de todos los creyentes.
En sintonía con el Sumo
Pontífice, los obispos y demás autoridades eclesiásticas exhortan a los fieles
a rezar por aquellos a los que ha contagiado el perverso virus, por los médicos
y sanitarios que los atienden. Invitan a todos los católicos a solidarizarse
con los enfermos, a ayudarles en la medida de sus posibilidades. Y piden a Dios
que nos dé fuerzas para sobrellevar esta terrible peste.
Pero no piden a Dios, o
al menos yo no les he oído hacerlo, que nos libre del coronavirus.
Jesús, en numerosos
pasajes del Evangelio, insta a sus seguidores a pedir al Padre cuanto
necesiten. “Pedid y recibiréis”. “Pedid y se os dará. […] Pues ¿quién de
vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra, o, si le pide un
pez, le da una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos,
dará cosas buenas a quien se las pide!”.
Y en la oración por
antonomasia que Jesús nos enseñó, el padrenuestro, en la última petición
rogamos al Padre: “Líbranos del mal”.
Está claro que la
pandemia del coronavirus es un mal. ¿Por qué ni el papa, ni los obispos, ni los
sacerdotes, e iba a añadir ni los creyentes en general, piden a Dios Padre que
nos libre de este tremendo mal que es el Covid-19? ¿No tienen fe en la oración?
¿Temen que sus plegarias no sean escuchadas?
Entre las clásicas
explicaciones de por qué Dios no escucha nuestras súplicas, suele aducirse que
no pedimos con suficiente fe, o que no pedimos cosas buenas, cosas que en
realidad nos convengan.
Yo sí le pido a Dios que
nos libre del maligno virus. Pero comprendo que mi fe y mi confianza en Dios
son precarias. Pero ¿y la fe y la confianza en Dios del Santo Padre y de los
jerarcas de la Iglesia?
¿O será que piensan que
Dios castiga justamente a un mundo que se ha apartado de él, como castigaba al
pueblo judío cuando se entregaba a la adoración de los ídolos paganos y no
seguía sus enseñanzas?
No faltan quienes
comparan esta pandemia con las plagas que Dios envió a los egipcios para que
liberaran a los judíos esclavizados.
No solo los agnósticos,
o quienes no creen que exista un Dios con los atributos que le asignan los
creyentes, también entre estos hay quienes piensan que Dios no interviene en el
devenir del mundo. Los seres humanos, una vez creados por él, son dejados a su
libre albedrío. Con su inteligencia y voluntad han de dominar la naturaleza y hacer
frente a las catástrofes y calamidades que se presenten.
En otro orden de cosas,
y dentro de las creencias cristianas, Dios, se arguye también, dejó que su Hijo
amado sufriese pasión y muerte, fuese traicionado y abandonado. La misma
muchedumbre que le aclamaba y recibía con cantos de júbilo el Domingo de Ramos,
pedía días después a Pilatos que soltase a Barrabás e hiciera que Jesús fuese
crucificado. Más aún, Jesús no solo fue traicionado y negado por sus
discípulos, sino que fue abandonado por su mismo Padre: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?”.
Está bien que recemos
por los hermanos que sufren, que les ayudemos. El Jueves Santo, día del amor
fraterno, nos recordó que el principal mandamiento de Jesús nos pide que nos
amemos como él mismo nos amó hasta dar su vida por nosotros. Pero a mí, leyendo
sus invitaciones a orar, no se me va de la cabeza por qué no pedimos a Dios que
nos libre de este mal de la pandemia.
Y, si lo pedimos, ¿por
qué Dios no nos escucha?
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