28 de octubre de 2018

Puramente líricas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

No habían caído en la cuenta, hasta el último ensayo general, de que el leitmotiv de casi todas las letras de las canciones del concierto que preparaban era… el amor. Hablo de las sopranos Maristela Gruber y Lana Siloci y del pianista Alexander Alcântara. Y del concierto “Puramente líricas”, que tuvo lugar el pasado domingo 21 de octubre en el Espacio Ronda Madrid. Todas las veladas musicales en las que interviene, con los citados u otros intérpretes, la cantante brasileña Maristela Gruber son una incomparable fiesta para quienes tenemos el privilegio de asistir a ellas.
Escuché por primera vez a Maristela el 14 de noviembre de 2015 en el Auditorio Menéndez Pidal de El Espinar, en una actuación del Marambaia Bossa-Jazz Group. Aún está viva en mi memoria la impresión que me produjo el canto de Maristela en una vibrante fusión de bossa nova y jazz, en canciones tan famosas como La chica de Ipanema, Felicidad y Mañana de Carnaval, impresión que me llevó a escribir en esta misma sección de El Adelantado: “Maristela es un ciclón que arrebata y nos transporta a la región donde los más altos sentimientos nos confortan para hacer frente a lo negativo de nuestro mundo y superarlo”.
Desde entonces son muchos e irrepetibles los conciertos en los que he disfrutado del arte único de Maristela, que demuestra su maestría interpretando, por ejemplo bajo la denominación genérica de ¡Latinos! en San Rafael, un repertorio de canciones de los años ochenta, como El día que me quieras, de Carlos Gardel, Historia de un amor, de Carlos Eleta Almarán, La flor de la canela, de Chabuca Grande, y Gracias a la vida, de Violeta Parra.
De la versatilidad de la prodigiosa voz de Maristela da fe su interpretación de las Canciones de amor, de Johannes Brahms, en las que nuestra intérprete canta y actúa, enardecida unas veces, tierna otras, desbordando la partitura con su mirada, su ritmo y su entusiasmo.
Del amor y de sus múltiples facetas tratan también, como he dicho al principio, las arias, las romanzas y las demás canciones del concierto “Puramente líricas”, en el que la ópera se daba la mano con la zarzuela, y pudimos deleitarnos con obras de grandes autores como Heitor Villa-Lobos, Jacques Offenbach, Georges BIzet, Camille Saint-Säens, Federico Moreno Torroba, Pablo Sorozábal, Gaetano Donizzetti, Wolfgang Amadeus Mozart y Giacomo Puccini.
Maristela acostumbra a introducir cada interpretación con unas palabras en las que comenta y, si es preciso, traduce la letra de las canciones, a la par que las dedica a los músicos, cantantes, alumnos y amigos que llenan la sala, creando un ambiente de celebración encendida y de fusión amorosa. Gracias, Maristela, por recordarnos a Angelina y a mí.
Después del sugerente solo de piano de Alex Alcântara, Confidências, vals de Ernesto Nazareth, ya en el “Lundú da marquesa de Santos”, de Heitor Villa-Lobos, Maristela recrea el tormento que supone para el amante la partida de la amada: “Minha flor idolatrada / tudo em min é negro e triste / vive minh’alma arrasada O’Titilha / desde o dia en que partiste”.
A continuación, Lana, con acento de terciopelo, nos invita en Plaisir d’amour de Jean Paul Martini a gozar de los placeres del amor, que solo duran un momento: “Plaisir d'amour ne dure qu'un moment / Chagrin d'amour dure toute la vie. / Tu m'as quitté pour la belle Sylvie / Elle te quitte pour un autre amant”.
En la Barcarola de Los cuentos de Hoffman, de Jacques Offenbach, cantan a dúo Maristela y Lana, y nos hacen sentirnos románticos en la bella noche de amor: “Belle nuit, ô nuit d’amour, / souris à nos ivresses, / nuit plus douce que le jour, / ô belle nuit d’amour!”.
De nuevo, el solo de Maristela en la Habanera de la ópera Carmen de Georges Bizet nos avisa que el amor es un pájaro rebelde que nadie puede domar: “L'amour est un oiseau rebelle / Que nul ne peut apprivoiser […] / L'amour! L'amour! L'amour! L'amour!”.
Maristela no solo goza con la compañía de quienes la quieren y admiran, sino que también llora por los que se han ido. Así rindió improvisado y cálido homenaje a su gran amigo chileno, Luis Gallardo, músico y ajedrecista, fallecido recientemente a los 57 años de edad, dedicándole el aria O mio babbino caro, de la ópera de Puccini Gianni Schichi.
En un audio que Maristela me envía por whatsapp el día siguiente al concierto me pide que haga la crítica de lo que no me haya parecido bien, para que eso le ayude a mejorar. No puedo por menos de apreciar su deseo de avanzar en su técnica y su interpretación pero, desde mi apreciación de amante apasionado de la música, solo puedo constatar que su arte se ha ido depurando de día en día, llegando a una madurez y perfección que, aun sin mi crítica, seguro que crecerán. Afán de superación que además transmite a sus alumnos, en unión de los cuales dedico a Maristela, a Lana y a Alexander desde estas líneas un emocionado aplauso.

21 de octubre de 2018

Carne de cuento


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Conocí a la escritora Angelina Lamelas en un recital poético en el Real Club de la Amistad de Córdoba el 14 de abril de 2016. Para entonces Angelina ya tenía en su haber una nutrida obra literaria, repartida en artículos de prensa, relatos y poemas, que yo por aquella fecha no había leído.
Quiso el azar que, en sus iniciales colaboraciones en el diario “Ya”, Angelina hubiera compartido página con mi padre, articulista y poeta ya consagrado, Francisco Javier Martín Abril, coincidencia de la que ella se gloriaba.
Como yo me enorgullezco de que Angelina Lamelas me pidiera escribir el prólogo para su libro de relatos titulado Carne de cuento, que acaba de publicar la editorial cántabra Valnera. Para estas calendas ya he leído la mayor parte de la obra editada de Angelina Lamelas, sus artículos recogidos en el volumen Lo que vivimos, sus Cuentos de la vida casi entera y sus poemarios Recital de lluvia y El arco del violín, amén de sus siete incursiones en la literatura infantil, la última de las cuales Aquel niño austriaco, aparecida este mismo año, lleva camino de emular las diez ediciones del primer libro de Angelina para niños Dika mete la pata.
El gran periodista Guillermo Balbona, avezado en las más diversas lides culturales, encabezaba el pasado domingo 14 de octubre en “El Diario Montañés” su espléndida crónica con el siguiente titular: “Angelina Lamelas recrea su idilio con el relato en su libro Carne de cuento”. Certera forma de calificar la entrega de esta escritora santanderina al género cuentístico como una relación amorosa, sí, como un idilio, en el que ambos amantes se compenetran, la autora plasmando en el cuento su vida “casi entera”, y el cuento brindando a la autora el cauce en el que desarrollar su arte narrativo.
Porque Angelina ha dejado el artículo periodístico para centrarse en el cuento –aunque, según ella, artículo y cuento son primos hermanos– y sin abandonar la poesía. En esta última entrega de relatos Carne de cuento Angelina raya en la perfección. Lo afirmo en el Prólogo y lo reitero aquí.
Angelina continúa escribiendo poemas, pero además es que sus cuentos rezuman poesía en múltiples registros. Más aún, remedando a Bécquer en gloriosa rima, yo diría que “poesía eres tú”, Angelina, enamorada del mar, de la playa y de la montaña de Cantabria.
Y ¿qué cuenta Angelina en sus cuentos? Pues, fundamentalmente, su propia vida, sus vivencias, encuentros, viajes, y la vida de quienes la rodean. Vidas en las que la realidad se funde con la inventiva y la fantasía. Así Carne de cuento narra de mano maestra lo que le pasa, sus recuerdos docentes en Francia e Inglaterra con 19 y 21 años, sus experiencias itinerantes –ella se ufana de haber visitado 35 países–, pequeñas anécdotas familiares, cotidianas, que su arte eleva a categorías. Siempre sugiriendo más de lo que expresamente refiere. Los relatos de Carne de cuento han ido ciñéndose a un desarrollo cada vez más reducido, más quintaesencia: la mayoría de ellos no sobrepasan las dos páginas impresas del libro.
Ya lo digo en el Prólogo: “Precede a los relatos propiamente dichos de Carne de cuento una detallada introducción, un esclarecedor ensayo sobre ‘Cómo nace un cuento’, en el que Angelina Lamelas no solo explica cómo a ella le nace un cuento, cómo lo sueña y se lo cuenta antes a sí misma, sino que además ofrece pautas y consejos a quienes se enfrentan al misterioso proceso de alumbrar a esas criaturas vivas que son los cuentos”.
Y la propia autora da la razón de por qué Carne de cuento: “Porque la vida es siempre carne de cuento, la propia y la ajena, lo que traemos y llevamos: las ensoñaciones, lo que perdimos en los viajes, como la cabeza en Petra, la chaqueta en Nazaret, un abrigo protector en Rusia, la elegancia en la ópera de Praga, casi la vida en Osaka… Surgen tiburones, costumbres que cambian, el encuentro con un francés en Mallorca y un mendigo en París”.
Un paseante inglés de Exeter puso en la ordenada vida de estudiante de Angelina un punto de misterio. Un traductor polaco con el que coincidió en la parada de autobús de La Magdalena le dejó una sensación de armonía universal.
Si no puedo por menos de resaltar el amor con que Angelina trata a sus personajes, trasunto del amor a su familia y a sus amigos, un último apunte me obliga a no olvidar el humor que campa a sus anchas en relatos como “Aquel paraguas”, “El viaje a Cádiz”, “Taranga o Los bombones de Castelar” y “No me quieras tanto”.
Siguen a los cuentos en los que Angelina es única autora, otros escritos a la limón con su admirado maestro Medardo Fraile, en los que desfilan algunas de las mujeres que pueblan los relatos de Medardo, y ella se erige en coautora, comentando y ampliando la narración.
En suma, unos cuentos, como dijo en su día el propio Medardo Fraile, “escritos con una belleza deslumbrante al alcance de todos, con humor, soberana gracia, precisión ejemplar, originalidad gozosa, y andan con paso de pies de ángel”.

14 de octubre de 2018

Amistades compartidas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Solo la conocía por una foto en la que aparece de pie, agarrada al poste que sostiene el letrero: “Jardines de MEDARDO FRAILE”.
En la foto viste un abrigo oscuro que deja ver por debajo unos pantalones vaqueros.
Pero, más que por la foto, me era familiar por lo mucho que me había hablado de ella mi querida amiga Angelina Lamelas.
La admiración que Angelina tuvo desde muy joven al escritor Medardo Fraile cristalizó en una íntima amistad, que englobó a Janet, la esposa escocesa de Medardo, y a su hija Andrea.
Porque la joven mujer de la foto es, sí, hija del indiscutido maestro del cuento literario Medardo Fraile.
Cuando él ya se había labrado un puesto de honor en el arte de narrar, Angelina Lamelas daba los primeros pasos en una vocación que tuvo clara desde niña, y no obstante esa diferencia, ambos ganaron ex aequo en 1971 el prestigioso premio Hucha de Oro de cuentos, que supuso para Angelina un decisivo impulso en su carrera literaria y comenzó a anudar sus lazos amicales con Medardo, extendidos después a Janet y Andrea.
Andrea entra con paso airoso y una amplia sonrisa en la cafetería de la madrileña calle Clara del Rey, donde hemos quedado con ella Angelina y yo. Lleva un niqui rosa que resalta discretamente su figura femenina y una falda larga de varios colores.
Me detengo en su atuendo, nada de particular en una hermosa mujer en lo mejor de la edad, porque Andrea es monja y acostumbra a ir con el hábito de su congregación, Evangelio de la Vida.
Andrea no siguió los pasos profesionales de su padre, estudió Filosofía en la Universidad de Glasgow, donde reside, y después de especializarse en edición de libros, trabajó durante un breve tiempo en una pequeña editorial de Edimburgo.
Para extrañeza de quienes se piensan que el correo electrónico y el ordenador como herramienta de trabajo en la edición han existido desde antiguo, Andrea cuenta que fue en ese empleo cuando por primera vez tuvo contacto con esos recursos tecnológicos.
Yo, que soy mucho mayor que Andrea, desde que con 15 años en el colegio de San José de Valladolid me hice cargo de la revista “Vallisoletana”, que se componía con tipos móviles, la ajustaba el regente de la imprenta y se imprimía en tipografía, he asistido a la extraordinaria evolución de las artes gráficas, al gran avance que supusieron la linotipia, la rotativa, la impresión en offset y huecograbado, hasta llegar a la edición por medios digitales.
Por sus estudios de Filosofía y su primer trabajo editorial, me siento cercano a Andrea, y la conversación fluye entre nosotros como si nos conociéramos de toda la vida, lo cual, habida cuenta de lo que de ella me ha contado Angelina, no dista mucho de ser verdad.
Por Angelina ya sabía yo de la abnegada labor que las monjas de su congregación llevan a cabo con las jóvenes solteras que se quedan embarazadas y a las que ayudan a tener sus hijos, evitando la traumática experiencia del aborto. A ciertas feministas extremadas esta asistencia les parecerá una intromisión en la libertad de las personas. Pero no es tal cuando quienes buscan semejante ayuda se encuentran desamparadas y, una vez superado el trance, no sienten sino agradecimiento a las religiosas que las acompañaron en momentos cruciales.
Bromea Andrea con que sus pocos conocimientos de medicina se los debe a Google, pero, como he dicho, se licenció en Filosofía. Y dado que el saber filosófico linda a menudo con la teología y la religión, Andrea da charlas sobre el pecado original y los sacramentos, por poner dos ejemplos que retengo de nuestro encuentro, charlas a las que asisten cientos de oyentes, muchos de ellos jóvenes.
Porque Andrea, sí, fue joven y sigue siéndolo. Y no se arrepiente de su dedicación a madres solteras o en dificultades.
Le preguntamos a Andrea por Janet, su madre, y nos da la buena noticia de que en su enfermedad conserva la mente lúcida y, a través de Andrea, nos manda a Angelina y a mí sus más cariñosos recuerdos.
No conozco a Janet, como no conocía a Andrea, ni conocí a Medardo. Pero Angelina, con quien comparto hoy mi vida, comparte conmigo sus numerosos amigos, entre los que ocupan un puesto preeminente Medardo, Janet y Andrea. A los tres ya los quiero.
Coincidiendo con la visita de Andrea, estoy leyendo los Cuentos completos de Medardo Fraile, en edición de Ángel Zapata. Está mejor visto decir “releyendo”, pero faltaría a la verdad. La dedicatoria al comienzo del volumen reza así:
“A Manuela Ruiz Cobo, Medardo Fraile García y Lola Vázquez Briz in memoriam.
Y a todos los días de mi vida que son Janet y Andrea.”


7 de octubre de 2018

Desarraigo


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

“Está claro que no son como nosotros”.
Con esta frase lapidaria comienza Elisabeth Michot, presidenta de la ONG Música para salvar vidas, la carta que hace un par de semanas dirigía a los amigos, socios padrinos e íntimos de esta asociación humanitaria que regenta un orfanato en Kampala (Uganda) y que, entre otras fuentes de ingresos, cuenta con los que se recaudan en las giras de grupos musicales como Aba Taano, Af Ndanza, Uganda Natumayini, Kawá y el más reciente de percusión Ugandan Sticks.
Y ¿quiénes son los que no son como nosotros? Pues los muchísimos africanos que no saben cuándo han nacido, muchas veces tampoco dónde, y hasta quién es su madre o su padre.
A Elisabeth, los chicos del orfanato, y de los conjuntos vocales, de danza o percusión que yo he visto actuar en España, la llaman mamá. ¿Por qué? Porque cuida de ellos. “Da igual –son palabras de la propia Elisabeth– si eres la madre biológica a no. De hecho, muchos te dicen que tienen tres o cuatro madres. Esto es así generalmente cuando un niño pasa de una casa a otra, porque nadie se quiere hacer cargo de él”.
Los medios de comunicación nos han familiarizado con las imágenes de menores que, después de haber entrado en España en pateras, o escondidos en los bajos de un camión, o saltando la valla de Melilla, vagan por las calles de esta ciudad y de otras localidades costeras, sin custodia, no acompañados por ningún pariente. Estos jóvenes inmigrantes, sin nadie a su cargo, no solo desbordan los centros de acogida de ciudades de la costa andaluza, sino que en número creciente han llegado a Madrid, produciéndose el mismo hacinamiento y desbordamiento de los centros de primera acogida.
Pero ¿qué tiene de extraño que estos menores no vengan en compañía de sus padres si, como cuenta Elisabeth Michot, a menudo no saben quiénes son?
La extrema pobreza de estos jóvenes no es solo material, sino que resulta de la carencia de una identidad propia, de la falta de arraigo familiar.
Se suele afirmar que tales chicos –no hay chicas entre estos inmigrantes– vienen atraídos por el señuelo de una vida mejor. No estamos hablando de quienes huyen de las guerras o de persecución por cualquier causa. Tales expectativas de mejora raras veces se cumplen. Incluso puede darse el caso de que en el país de acogida les falten los medios más elementales de subsistencia, como el alimento y un techo bajo el que guarecerse. Porque llama la atención que a la mayoría de los jóvenes que logran arribar a España se les ve fuertes y bien alimentados. Y han debido estarlo para superar las duras condiciones de su viaje a la supuesta tierra de promisión.
¿No habrá que contar entre los motivos que mueven a los jóvenes inmigrantes a emigrar la ausencia de raíces familiares, de lazos de parentesco? Cuando no existen vínculos afectivos que les unan a un lugar, a un clan o a una comunidad, si ni siquiera saben dónde han nacido, ¿qué les importa estar hacinados en frágiles pateras o en centros de acogida abarrotados, y deambular por calles desconocidas buscándose la vida por cualquier medio?
Cuenta también Elisabeth en su carta la ilusión que les hizo a dos de sus chicos encontrar tras larga búsqueda a un tío suyo, hermano menor de su padre fallecido hacía 15 años. Pero cuando este tío había empezado a contarles cosas de su pasado y “estaban tan emocionados por recuperar esa semblanza de familia y de arraigo, pocos meses después se les muere”. Y encima, al ser sus únicos descendientes, tienen que hacerse cargo de todo lo que comporta un entierro en tales culturas: “Ir a buscarle al lugar de trabajo donde había fallecido. Llevarle en una furgoneta a casa del abuelo. Lavarle […], comprar rápidamente un ataúd, cavar la fosa, comprar comida y atender a todo el mundo que aparece para el entierro […]. Qué fuerte hay que ser para poder sobrevivir allí”.
Asimismo constituye un lugar común sostener que el problema de la inmigración descontrolada a Europa hay que resolverlo en los países de origen. Y es cierto. Pero con ayuda económica, que a menudo se queda por el camino en manos de mandatarios o intermediarios corruptos, no se ataja ese otro mal endémico, el de la falta de vinculación familiar.
El caso que nos comunica llena de emoción Elisabeth es muy ilustrativo a este respecto: una antigua niña del orfanato, ya establecida de manera independiente, casada y con un hijo, ayuda a una pequeña abandonada por el padre y cuya madre se había trasladado a Sudán en busca de trabajo –trabajo que, por supuesto, no encontró–, y le paga el colegio, semejante acto de amor desinteresado es más eficaz para retener a posibles emigrantes que cualquier medida política o económica fraguada en despachos de dirigentes que desconocen la realidad de la vida a ras de suelo en tantos países de África.