Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
“Está
claro que no son como nosotros”.
Con
esta frase lapidaria comienza Elisabeth Michot, presidenta de la ONG Música
para salvar vidas, la carta que hace un par de semanas dirigía a los amigos,
socios padrinos e íntimos de esta asociación humanitaria que regenta un
orfanato en Kampala (Uganda) y que, entre otras fuentes de ingresos, cuenta con
los que se recaudan en las giras de grupos musicales como Aba Taano, Af Ndanza,
Uganda Natumayini, Kawá y el más reciente de percusión Ugandan Sticks.
Y
¿quiénes son los que no son como nosotros? Pues los muchísimos africanos que no
saben cuándo han nacido, muchas veces tampoco dónde, y hasta quién es su madre
o su padre.
A
Elisabeth, los chicos del orfanato, y de los conjuntos vocales, de danza o
percusión que yo he visto actuar en España, la llaman mamá. ¿Por qué? Porque
cuida de ellos. “Da igual –son palabras de la propia Elisabeth– si eres la madre
biológica a no. De hecho, muchos te dicen que tienen tres o cuatro madres. Esto
es así generalmente cuando un niño pasa de una casa a otra, porque nadie se
quiere hacer cargo de él”.
Los
medios de comunicación nos han familiarizado con las imágenes de menores que,
después de haber entrado en España en pateras, o escondidos en los bajos de un
camión, o saltando la valla de Melilla, vagan por las calles de esta ciudad y
de otras localidades costeras, sin custodia, no acompañados por ningún
pariente. Estos jóvenes inmigrantes, sin nadie a su cargo, no solo desbordan
los centros de acogida de ciudades de la costa andaluza, sino que en número
creciente han llegado a Madrid, produciéndose el mismo hacinamiento y desbordamiento
de los centros de primera acogida.
Pero
¿qué tiene de extraño que estos menores no vengan en compañía de sus padres si,
como cuenta Elisabeth Michot, a menudo no saben quiénes son?
La
extrema pobreza de estos jóvenes no es solo material, sino que resulta de la carencia
de una identidad propia, de la falta de arraigo familiar.
Se
suele afirmar que tales chicos –no hay chicas entre estos inmigrantes– vienen
atraídos por el señuelo de una vida mejor. No estamos hablando de quienes huyen
de las guerras o de persecución por cualquier causa. Tales expectativas de
mejora raras veces se cumplen. Incluso puede darse el caso de que en el país de
acogida les falten los medios más elementales de subsistencia, como el alimento
y un techo bajo el que guarecerse. Porque llama la atención que a la mayoría de
los jóvenes que logran arribar a España se les ve fuertes y bien alimentados. Y
han debido estarlo para superar las duras condiciones de su viaje a la supuesta
tierra de promisión.
¿No
habrá que contar entre los motivos que mueven a los jóvenes inmigrantes a
emigrar la ausencia de raíces familiares, de lazos de parentesco? Cuando no
existen vínculos afectivos que les unan a un lugar, a un clan o a una comunidad,
si ni siquiera saben dónde han nacido, ¿qué les importa estar hacinados en
frágiles pateras o en centros de acogida abarrotados, y deambular por calles
desconocidas buscándose la vida por cualquier medio?
Cuenta
también Elisabeth en su carta la ilusión que les hizo a dos de sus chicos
encontrar tras larga búsqueda a un tío suyo, hermano menor de su padre
fallecido hacía 15 años. Pero cuando este tío había empezado a contarles cosas
de su pasado y “estaban tan emocionados por recuperar esa semblanza de familia
y de arraigo, pocos meses después se les muere”. Y encima, al ser sus únicos
descendientes, tienen que hacerse cargo de todo lo que comporta un entierro en
tales culturas: “Ir a buscarle al lugar de trabajo donde había fallecido.
Llevarle en una furgoneta a casa del abuelo. Lavarle […], comprar rápidamente
un ataúd, cavar la fosa, comprar comida y atender a todo el mundo que aparece
para el entierro […]. Qué fuerte hay que ser para poder sobrevivir allí”.
Asimismo
constituye un lugar común sostener que el problema de la inmigración
descontrolada a Europa hay que resolverlo en los países de origen. Y es cierto.
Pero con ayuda económica, que a menudo se queda por el camino en manos de
mandatarios o intermediarios corruptos, no se ataja ese otro mal endémico, el
de la falta de vinculación familiar.
El
caso que nos comunica llena de emoción Elisabeth es muy ilustrativo a este
respecto: una antigua niña del orfanato, ya establecida de manera
independiente, casada y con un hijo, ayuda a una pequeña abandonada por el
padre y cuya madre se había trasladado a Sudán en busca de trabajo –trabajo que,
por supuesto, no encontró–, y le paga el colegio, semejante acto de amor
desinteresado es más eficaz para retener a posibles emigrantes que cualquier
medida política o económica fraguada en despachos de dirigentes que desconocen
la realidad de la vida a ras de suelo en tantos países de África.
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