7 de octubre de 2018

Desarraigo


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

“Está claro que no son como nosotros”.
Con esta frase lapidaria comienza Elisabeth Michot, presidenta de la ONG Música para salvar vidas, la carta que hace un par de semanas dirigía a los amigos, socios padrinos e íntimos de esta asociación humanitaria que regenta un orfanato en Kampala (Uganda) y que, entre otras fuentes de ingresos, cuenta con los que se recaudan en las giras de grupos musicales como Aba Taano, Af Ndanza, Uganda Natumayini, Kawá y el más reciente de percusión Ugandan Sticks.
Y ¿quiénes son los que no son como nosotros? Pues los muchísimos africanos que no saben cuándo han nacido, muchas veces tampoco dónde, y hasta quién es su madre o su padre.
A Elisabeth, los chicos del orfanato, y de los conjuntos vocales, de danza o percusión que yo he visto actuar en España, la llaman mamá. ¿Por qué? Porque cuida de ellos. “Da igual –son palabras de la propia Elisabeth– si eres la madre biológica a no. De hecho, muchos te dicen que tienen tres o cuatro madres. Esto es así generalmente cuando un niño pasa de una casa a otra, porque nadie se quiere hacer cargo de él”.
Los medios de comunicación nos han familiarizado con las imágenes de menores que, después de haber entrado en España en pateras, o escondidos en los bajos de un camión, o saltando la valla de Melilla, vagan por las calles de esta ciudad y de otras localidades costeras, sin custodia, no acompañados por ningún pariente. Estos jóvenes inmigrantes, sin nadie a su cargo, no solo desbordan los centros de acogida de ciudades de la costa andaluza, sino que en número creciente han llegado a Madrid, produciéndose el mismo hacinamiento y desbordamiento de los centros de primera acogida.
Pero ¿qué tiene de extraño que estos menores no vengan en compañía de sus padres si, como cuenta Elisabeth Michot, a menudo no saben quiénes son?
La extrema pobreza de estos jóvenes no es solo material, sino que resulta de la carencia de una identidad propia, de la falta de arraigo familiar.
Se suele afirmar que tales chicos –no hay chicas entre estos inmigrantes– vienen atraídos por el señuelo de una vida mejor. No estamos hablando de quienes huyen de las guerras o de persecución por cualquier causa. Tales expectativas de mejora raras veces se cumplen. Incluso puede darse el caso de que en el país de acogida les falten los medios más elementales de subsistencia, como el alimento y un techo bajo el que guarecerse. Porque llama la atención que a la mayoría de los jóvenes que logran arribar a España se les ve fuertes y bien alimentados. Y han debido estarlo para superar las duras condiciones de su viaje a la supuesta tierra de promisión.
¿No habrá que contar entre los motivos que mueven a los jóvenes inmigrantes a emigrar la ausencia de raíces familiares, de lazos de parentesco? Cuando no existen vínculos afectivos que les unan a un lugar, a un clan o a una comunidad, si ni siquiera saben dónde han nacido, ¿qué les importa estar hacinados en frágiles pateras o en centros de acogida abarrotados, y deambular por calles desconocidas buscándose la vida por cualquier medio?
Cuenta también Elisabeth en su carta la ilusión que les hizo a dos de sus chicos encontrar tras larga búsqueda a un tío suyo, hermano menor de su padre fallecido hacía 15 años. Pero cuando este tío había empezado a contarles cosas de su pasado y “estaban tan emocionados por recuperar esa semblanza de familia y de arraigo, pocos meses después se les muere”. Y encima, al ser sus únicos descendientes, tienen que hacerse cargo de todo lo que comporta un entierro en tales culturas: “Ir a buscarle al lugar de trabajo donde había fallecido. Llevarle en una furgoneta a casa del abuelo. Lavarle […], comprar rápidamente un ataúd, cavar la fosa, comprar comida y atender a todo el mundo que aparece para el entierro […]. Qué fuerte hay que ser para poder sobrevivir allí”.
Asimismo constituye un lugar común sostener que el problema de la inmigración descontrolada a Europa hay que resolverlo en los países de origen. Y es cierto. Pero con ayuda económica, que a menudo se queda por el camino en manos de mandatarios o intermediarios corruptos, no se ataja ese otro mal endémico, el de la falta de vinculación familiar.
El caso que nos comunica llena de emoción Elisabeth es muy ilustrativo a este respecto: una antigua niña del orfanato, ya establecida de manera independiente, casada y con un hijo, ayuda a una pequeña abandonada por el padre y cuya madre se había trasladado a Sudán en busca de trabajo –trabajo que, por supuesto, no encontró–, y le paga el colegio, semejante acto de amor desinteresado es más eficaz para retener a posibles emigrantes que cualquier medida política o económica fraguada en despachos de dirigentes que desconocen la realidad de la vida a ras de suelo en tantos países de África.


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