31 de octubre de 2021

No sin mi móvil

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Presumo de mantener con el móvil una relación equilibrada. Pero no sabía que dependiera tanto de este artilugio al que dicen inteligente.

Había ido a El Espinar para hacerme en el centro de salud unos análisis (o una analítica, que queda más puesto) y me volvía a Madrid en el mismo día. Como en un viaje anterior se me habían extraviado las llaves de la casa madrileña de mi mujer, y en el momento de montar en el coche no aparecían, todo se me fue en buscarlas. Y me dejé el móvil, lo que advertí ya en Madrid. Tampoco era cuestión de volver a por el aparato el día siguiente. En resumidas cuentas, que he estado una semana sin los servicios de este invento del que, ya digo, me creía poco dependiente.

A menudo me he comparado con mis vecinos ocasionales en el metro, o en el autobús, o en una sala de espera, absortos en las pantallas de sus móviles. A veces me asomo discretamente al aparato de la persona que se encuentra a mi lado y advierto que está jugando. Da igual la edad y el sexo (me niego a decir “el género”). Todo el mundo se agarra al móvil como a su tabla de salvación.

Envidio, eso sí, a algunos jóvenes que escriben mensajes, o lo que sea, a una velocidad asombrosa. Supongo que cometerán faltas de ortografía, de puntuación y, desde luego, de uso de las tildes. Pero eso es para ellos peccata minuta, o ni siquiera.

Pues a lo que iba. Durante esa semana sin móvil me he dado cuenta de cuántas acciones no he podido llevar a cabo. Para empezar, en el móvil tengo los números de teléfono de familiares y amigos, a los que esos días no he podido llamar, o enviar wasaps. Y si ellos me han llamado, yo no me he enterado.

Antes, cuando tenía alguna duda gramatical, acudía al diccionario. Ahora también lo hago, pero al diccionario digital de la RAE, que consulto en Google. Como recurro a Google para que me ayude a recordar un nombre olvidado. Si es el de un actor o una actriz, y me acuerdo del título de alguna de sus películas, lo tecleo en el móvil y ahí me aparece el reparto entero del filme de marras.

También me informo en internet de las últimas noticias y las leo en los intervalos de publicidad, que no aguanto, de un programa de televisión.

Claro que hay que andarse con mucho ojo para que no te den gato por liebre, o sea, noticias falsas, las ya famosas fake news, que el anglicismo hace más importantes.

Pues bien, ahora que ya tengo a mano el móvil, tampoco me es tan imprescindible ni recurro tanto a sus servicios.

Soy aficionado a los crucigramas y sudokus, y antes lo era a algunos solitarios con cartas. Pero no soy capaz de hacerlos con el móvil.

Mi hija limita a sus hijos, mis nietos, el uso de las tabletas y consolas para juegos que les abstraen. Me temo que forman parte de generaciones que no leen libros.

Aunque tampoco es que, cuando no había móviles ni tabletas, los españoles de más edad leyeran mucho.

 

 

 

 

 

 

 

24 de octubre de 2021

Un árbol en la mañana

 Las palabras y la vida

Alberto Martín Baró

Volvía yo a casa, bueno, la casa de mi mujer en el madrileño Parque de las Avenidas, por una calle distinta de la que suelo utilizar, cuando me salió al paso un frondoso árbol, con las hojas aún verdes, y me detuve a admirar su hermosura. ¡Qué criaturas tan bellas son los árboles!, me dije extasiado. Y ese ejemplar era, es, un fiel representante de su especie.

Me alegró la mañana, en la que yo iba enfrascado en las cotidianas y vulgares preocupaciones de un día cualquiera, que a menudo me impiden ver las luces y las bellezas que el entorno me ofrece generoso.

Reparé en que el árbol acogedor era, es, una acacia, una falsa acacia, o sea Robinia pseudoacacia, que me retrotrajo al jardín de la casa en la que veraneábamos con mis abuelos maternos en El Espinar. Acacias de bola, que abundaban en el pueblo y hoy casi han desaparecido, por ejemplo, en la calle de la Hontanilla que sube a la iglesia.

He escrito mucho sobre los árboles y me he preciado de reconocer sus distintas especies. Lo que a veces me ha llevado a un esfuerzo mental que me dificulta disfrutar de su acogedora beldad.

Al nostálgico Juan Ramón –¿no debería escribir “nostáljico”?– le consolaba contemplar la luna a través de las ramas de acacia: “Para dar un alivio a estas penas / que me parten la frente y el alma / me he quedado mirando a la luna / a través de las finas acacias”.

Junto al árbol que a mí me alegró la mañana, una hilera de álamos de blanco tronco, Populus alba, me recuerdan a los que cantaba Antonio Machado: “¡Álamos del amor que ayer tuvisteis / de ruiseñores vuestras ramas llenas: / álamos que seréis mañana liras / del viento perfumado en primavera; / álamos del amor cerca del agua / que corre y pasa y sueña, / álamos de las márgenes del Duero, / conmigo vais, mi corazón os lleva!”.

Por la senda de Santa Quiteria había, hay todavía, algunos chopos, Populus nigra, en parejas. Una pareja de altísimos chopos custodiaba la entrada del chalet espinariego de los López Amor.

Mi mujer conserva en el salón una cerámica de su gran amigo y escritor Medardo Fraile, en la que reza una inscripción cuyo comienzo dice así: “Soy amigo de todos los árboles, pero siento más respeto y pasión por los olivos”. Y más adelante continúa: “El aceite de oliva sirvió a la necesidad de luz y conocimiento de los humanos ahuyentando las sombras con candiles”.

A mí, una acacia me envolvió de luz y de belleza una luminosa mañana de otoño.

 

 

 

 

 

 

17 de octubre de 2021

Impotencia ante la erupción

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Desde que el volcán de Cumbre Vieja entró en erupción, hoy 17 de octubre va a hacer tres semanas, los informativos de la noche abren indefectiblemente las noticias con imágenes de la lava saliendo de la boca o las bocas volcánicas abiertas en la isla de La Palma y de las coladas que forman ríos asolando cuanto encuentran a su paso.

Se me encoge el corazón ante la impotencia humana frente a las fuerzas desatadas de la naturaleza. Me pongo en el lugar de los palmeros que ven cómo sus casas y sus plantaciones son destruidas por el magma imparable.

Estamos acostumbrados todos los veranos a asistir a los incendios que queman centenares de hectáreas de bosques de nuestro seco país.

Pero hay una notable diferencia entre estos fuegos y los ríos de lava del volcán de la isla que fue “Bonita”. Contra los incendios más o menos voraces y descontrolados podemos luchar, por tierra y por aire, mientras que todo lo que los hombres podemos hacer frente a un volcán en erupción es observar, tomar muestras de los piroclastos y otros materiales volcánicos, prever el posible curso de las coladas y evacuar a la población amenazada.

En La Palma, a diferencia de lo ocurrido en muchos incendios, no ha habido, y esperemos que no haya, víctimas mortales. Pero insisto, nada pueden hacer ni los vulcanólogos, ni los geólogos, ni las fuerzas de la UME, ni los bomberos y policías, para detener o siquiera desviar el avance devastador de las hirvientes coladas.

Sé que está fuera de lugar, pero no me resisto a hacer la siguiente observación. Los pobladores de La Palma ¿no sabían que estaban construyendo sus viviendas y sus negocios en unos terrenos volcánicos, al lado o encima de campos ya cubiertos de ceniza, por ejemplo, en la erupción del Teneguía en 1971? Además, la erupción de Cumbre Vieja ha sido precedida y acompañada de continuos seísmos.

Leo en un reportaje de prensa que cinco millones de españoles residen en áreas de riesgo, en zonas inundables. Zonas que, invariablemente, lluvias torrenciales y ríos desbordados inundan todos los años. Se han construido casas y naves industriales en terrenos robados a cauces fluviales, en ramblas secas que en una gota fría u otro fenómeno similar son recuperadas por torrentes y avenidas de agua que buscan recuperar su salida natural.

Los geólogos piden que se devuelva a la naturaleza los terrenos que se le han robado.

En una España vacía, o vaciada, ¿por qué nos empeñamos en asentarnos en zonas amenazadas por inundaciones, o por temblores de tierra, o por las coladas de lava de un volcán dormido, pero que un mal día despierta, ruge y vomita fuego, humo y ceniza?

Pido perdón a los sufridos habitantes de La Palma por estas reflexiones en un momento en el que lo que necesitan no son recriminaciones a toro pasado, sino solidaridad con su dolor y ayuda para rehacer sus vidas.

 

 

 

 

 

10 de octubre de 2021

Funcionarios

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Deberíamos alegrarnos de que en el pasado mes de septiembre el paro en España bajó en 76.113 personas respecto al mes anterior y la afiliación a la Seguridad Social aumentó en 57.387 cotizantes.

Este es el vaso medio lleno. Pero el vaso medio vacío nos hace ver que el total de parados en nuestro país sigue arrojando la escalofriante cifra de 3.257.802 personas. Y en este número no están incluidos los trabajadores en ERTE (Expediente de Regulación Temporal de Empleo), que vaya usted a saber si no pasarán a engrosar el pelotón de desempleados, ni los autónomos que cobran el cese extraordinario de actividad.

Por si este panorama no fuera suficiente para enfriar la euforia del Gobierno con los datos de septiembre, la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) avisa al presidente Sánchez de que: “En la actualidad hay 214.000 funcionarios públicos más que en 2019”. Y Sánchez anuncia que les subirá el sueldo un 2 %, lo cual significa que el salario de este colectivo acumula un aumento del 7,15 % desde 2019.

Porque, en realidad, cuando los Gobiernos prometen crear puestos de trabajo, lo único que está en sus manos es incrementar el número de funcionarios públicos.

En el programa del PSOE de 1982 figuraba la creación de 800.000 empleos. Pues bien, en diciembre del año 2008, un desencantado Felipe González declaraba: “Yo prometí crear 800.000 empleos y destruí 800.000 empleos”. Y añadía: “Los empleos los dan los empleadores y no el Estado”.

Esta cifra mágica de 800.000 nuevos puestos de trabajo es la que aparece en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española, solemne y reiteradamente anunciado por el presidente Sánchez en octubre de 2020. Empleos que se crearían a lo largo de los años 2020, 2021 y 2022 gracias a los 140.000 millones del fondo de recuperación europeo. Estamos terminando el año 2021 y, para estas fechas, haciendo un sencillo cálculo, tendrían que haberse creado aproximadamente 500.000 empleos.

No voy a caer en la crítica fácil al funcionariado. Como en otros colectivos, hay en él trabajadores bien preparados y eficientes, y otros que han logrado su colocación gracias a influencias espurias y careciendo de la adecuada preparación.

Cuando hoy no pocos analistas políticos abogan por una reforma de la Constitución Española que suprimiera las onerosas e ineficientes Comunidades Autónomas, ¿nos hacemos cargo del número de desempleados que acarrearía esa supresión, empezando por los consejeros y parlamentarios de las 17 autonomías?

También es verdad que en los periodos de transición después de unas elecciones generales, en los que aún no se había formado Gobierno, la vida pública funcionaba sin grandes trabas gracias a los funcionarios de los distintos departamentos y organismos públicos.

Llegar a ser funcionario en España, y supongo que también en otros países, es el sueño de muchas madres para sus hijos y el objetivo de muchas personas deseosas de desempeñar un empleo libre de los sobresaltos y posibles despidos, procedentes o improcedentes, de otros trabajos.

 

 

 

 

 

3 de octubre de 2021

Orden

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Soy un fanático del orden. Me saca de quicio encontrar algo fuera de su sitio.

“Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”, reza un antiguo refrán, cuyo origen no ha sabido explicarme ni siquiera ese extraordinario libro de José María Iribarren El porqué de los dichos, del que tengo varias ediciones. Y que he podido encontrar en mi biblioteca gracias a que pacientemente había ido ordenando sus volúmenes según varios criterios.

No crean que ese orden es asunto baladí cuando se acumulan muchos títulos. No los he contado, pero deben de superar los mil ejemplares, sumando los que ocupan las librerías o estanterías que hay en mi despacho, en el cuarto de estar, en el dormitorio principal y en el de invitados, en el salón y hasta en el porche acristalado de la planta baja. Y no cuento los que mi hijo tiene en su habitación de la buhardilla. Suele referir Guillermo la broma que le gasta una amiga, conocedora de su amor o manía por el orden, descolocando algún volumen, que mi hijo enseguida devuelve a su lugar.

Esta ubicación de los libros en distintas habitaciones me ha impedido ordenarlos por el orden alfabético de sus títulos o de sus autores. Ordenación esta última que, con el tiempo, he podido comprobar que es la más útil. Pero que no siempre resulta factible llevar a cabo. Aparte de la citada dispersión de los libros en distintas habitaciones, se presentan otras dificultades, como la de los tomos de una misma colección que están pidiendo a gritos permanecer juntos; o los diferentes tamaños que hacen prácticamente imposible colocar al lado una edición de bolsillo y el tomo de una enciclopedia que, además, supera la altura del estante en cuestión.

En resumen, que he seguido pautas mixtas en la colocación de los libros de mi casa espinariega: por afinidades; por géneros, como el policiaco al que he sido y soy muy aficionado, o los libros de plantas y jardinería, o de cocina; por editoriales; por colecciones…

Actualmente estoy embarcado en la ardua tarea de clasificar y ordenar los libros de la casa madrileña de mi mujer, que también invaden pacíficamente varias estancias. Los más numerosos, los de la sala, los he dividido en cinco grupos: narrativa española, hispanoamericana y extranjera, poesía y viajes. Y dentro de cada grupo, sus autores siguen un orden alfabético. Me voy por la narrativa y tengo pendiente de alfabetizar a los poetas, que ya ocupan el sitio que les he asignado.

Estoy medianamente satisfecho con los resultados. El otro día, mi mujer buscaba un título de su admirado escritor y amigo Alfonso Martínez-Mena. Me fui al grupo de narradores españoles y allí, entre Expediente de cierre, de Antonio Martínez Menchén, y Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, estaban Daguerrotipo y Desencantamientos, del gran autor murciano de Alhama.

En sendas librerías del vestíbulo esperan su turno libros de periodismo, publicidad, medicina, música y otras materias. Mientras que a una estantería del pasillo he destinado biografías, libros de religión y cocina en extraño maridaje. Pero así se ha terciado. Los diccionarios y otras obras de consulta los tenemos a mano en el que llamamos cuarto de los ordenadores.

En un armario de esta habitación he empezado a ordenar por carpetas papeles que mi mujer acumulaba en distintos “nidos” por toda la casa. Porque las carpetas, de cartón o de plástico, con gomas o sin ellas, son, como las carpetas digitales de los ordenadores, elementos fundamentales de ese orden del que me considero fanático.