Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Desde
que el volcán de Cumbre Vieja entró en erupción, hoy 17 de octubre va a hacer
tres semanas, los informativos de la noche abren indefectiblemente las noticias
con imágenes de la lava saliendo de la boca o las bocas volcánicas abiertas en
la isla de La Palma y de las coladas que forman ríos asolando cuanto encuentran
a su paso.
Se
me encoge el corazón ante la impotencia humana frente a las fuerzas desatadas
de la naturaleza. Me pongo en el lugar de los palmeros que ven cómo sus casas y
sus plantaciones son destruidas por el magma imparable.
Estamos
acostumbrados todos los veranos a asistir a los incendios que queman centenares
de hectáreas de bosques de nuestro seco país.
Pero
hay una notable diferencia entre estos fuegos y los ríos de lava del volcán de
la isla que fue “Bonita”. Contra los incendios más o menos voraces y
descontrolados podemos luchar, por tierra y por aire, mientras que todo lo que
los hombres podemos hacer frente a un volcán en erupción es observar, tomar
muestras de los piroclastos y otros materiales volcánicos, prever el posible
curso de las coladas y evacuar a la población amenazada.
En
La Palma, a diferencia de lo ocurrido en muchos incendios, no ha habido, y esperemos
que no haya, víctimas mortales. Pero insisto, nada pueden hacer ni los
vulcanólogos, ni los geólogos, ni las fuerzas de la UME, ni los bomberos y
policías, para detener o siquiera desviar el avance devastador de las
hirvientes coladas.
Sé
que está fuera de lugar, pero no me resisto a hacer la siguiente observación.
Los pobladores de La Palma ¿no sabían que estaban construyendo sus viviendas y
sus negocios en unos terrenos volcánicos, al lado o encima de campos ya
cubiertos de ceniza, por ejemplo, en la erupción del Teneguía en 1971? Además,
la erupción de Cumbre Vieja ha sido precedida y acompañada de continuos
seísmos.
Leo
en un reportaje de prensa que cinco millones de españoles residen en áreas de
riesgo, en zonas inundables. Zonas que, invariablemente, lluvias torrenciales y
ríos desbordados inundan todos los años. Se han construido casas y naves
industriales en terrenos robados a cauces fluviales, en ramblas secas que en
una gota fría u otro fenómeno similar son recuperadas por torrentes y avenidas
de agua que buscan recuperar su salida natural.
Los
geólogos piden que se devuelva a la naturaleza los terrenos que se le han
robado.
En
una España vacía, o vaciada, ¿por qué nos empeñamos en asentarnos en zonas
amenazadas por inundaciones, o por temblores de tierra, o por las coladas de
lava de un volcán dormido, pero que un mal día despierta, ruge y vomita fuego,
humo y ceniza?
Pido
perdón a los sufridos habitantes de La Palma por estas reflexiones en un
momento en el que lo que necesitan no son recriminaciones a toro pasado, sino
solidaridad con su dolor y ayuda para rehacer sus vidas.
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