Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Volvía
yo a casa, bueno, la casa de mi mujer en el madrileño Parque de las Avenidas,
por una calle distinta de la que suelo utilizar, cuando me salió al paso un
frondoso árbol, con las hojas aún verdes, y me detuve a admirar su hermosura.
¡Qué criaturas tan bellas son los árboles!, me dije extasiado. Y ese ejemplar
era, es, un fiel representante de su especie.
Me
alegró la mañana, en la que yo iba enfrascado en las cotidianas y vulgares
preocupaciones de un día cualquiera, que a menudo me impiden ver las luces y
las bellezas que el entorno me ofrece generoso.
Reparé
en que el árbol acogedor era, es, una acacia, una falsa acacia, o sea Robinia pseudoacacia, que me retrotrajo
al jardín de la casa en la que veraneábamos con mis abuelos maternos en El
Espinar. Acacias de bola, que abundaban en el pueblo y hoy casi han
desaparecido, por ejemplo, en la calle de la Hontanilla que sube a la iglesia.
He
escrito mucho sobre los árboles y me he preciado de reconocer sus distintas
especies. Lo que a veces me ha llevado a un esfuerzo mental que me dificulta
disfrutar de su acogedora beldad.
Al
nostálgico Juan Ramón –¿no debería escribir “nostáljico”?– le consolaba
contemplar la luna a través de las ramas de acacia: “Para dar un alivio a estas
penas / que me parten la frente y el alma / me he quedado mirando a la luna / a
través de las finas acacias”.
Junto
al árbol que a mí me alegró la mañana, una hilera de álamos de blanco tronco, Populus alba, me recuerdan a los que
cantaba Antonio Machado: “¡Álamos del amor que ayer tuvisteis / de ruiseñores
vuestras ramas llenas: / álamos que seréis mañana liras / del viento perfumado
en primavera; / álamos del amor cerca del agua / que corre y pasa y sueña, /
álamos de las márgenes del Duero, / conmigo vais, mi corazón os lleva!”.
Por
la senda de Santa Quiteria había, hay todavía, algunos chopos, Populus nigra, en parejas. Una pareja de
altísimos chopos custodiaba la entrada del chalet espinariego de los López
Amor.
Mi
mujer conserva en el salón una cerámica de su gran amigo y escritor Medardo
Fraile, en la que reza una inscripción cuyo comienzo dice así: “Soy amigo de
todos los árboles, pero siento más respeto y pasión por los olivos”. Y más
adelante continúa: “El aceite de oliva sirvió a la necesidad de luz y
conocimiento de los humanos ahuyentando las sombras con candiles”.
A
mí, una acacia me envolvió de luz y de belleza una luminosa mañana de otoño.
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