Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Soy
un fanático del orden. Me saca de quicio encontrar algo fuera de su sitio.
“Cada
cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”, reza un antiguo refrán, cuyo
origen no ha sabido explicarme ni siquiera ese extraordinario libro de José
María Iribarren El porqué de los dichos,
del que tengo varias ediciones. Y que he podido encontrar en mi biblioteca
gracias a que pacientemente había ido ordenando sus volúmenes según varios
criterios.
No
crean que ese orden es asunto baladí cuando se acumulan muchos títulos. No los
he contado, pero deben de superar los mil ejemplares, sumando los que ocupan
las librerías o estanterías que hay en mi despacho, en el cuarto de estar, en
el dormitorio principal y en el de invitados, en el salón y hasta en el porche
acristalado de la planta baja. Y no cuento los que mi hijo tiene en su
habitación de la buhardilla. Suele referir Guillermo la broma que le gasta una
amiga, conocedora de su amor o manía por el orden, descolocando algún volumen,
que mi hijo enseguida devuelve a su lugar.
Esta
ubicación de los libros en distintas habitaciones me ha impedido ordenarlos por
el orden alfabético de sus títulos o de sus autores. Ordenación esta última
que, con el tiempo, he podido comprobar que es la más útil. Pero que no siempre
resulta factible llevar a cabo. Aparte de la citada dispersión de los libros en
distintas habitaciones, se presentan otras dificultades, como la de los tomos
de una misma colección que están pidiendo a gritos permanecer juntos; o los
diferentes tamaños que hacen prácticamente imposible colocar al lado una
edición de bolsillo y el tomo de una enciclopedia que, además, supera la altura
del estante en cuestión.
En
resumen, que he seguido pautas mixtas en la colocación de los libros de mi casa
espinariega: por afinidades; por géneros, como el policiaco al que he sido y
soy muy aficionado, o los libros de plantas y jardinería, o de cocina; por
editoriales; por colecciones…
Actualmente
estoy embarcado en la ardua tarea de clasificar y ordenar los libros de la casa
madrileña de mi mujer, que también invaden pacíficamente varias estancias. Los
más numerosos, los de la sala, los he dividido en cinco grupos: narrativa
española, hispanoamericana y extranjera, poesía y viajes. Y dentro de cada
grupo, sus autores siguen un orden alfabético. Me voy por la narrativa y tengo
pendiente de alfabetizar a los poetas, que ya ocupan el sitio que les he
asignado.
Estoy
medianamente satisfecho con los resultados. El otro día, mi mujer buscaba un
título de su admirado escritor y amigo Alfonso Martínez-Mena. Me fui al grupo
de narradores españoles y allí, entre Expediente
de cierre, de Antonio Martínez Menchén, y Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, estaban Daguerrotipo y Desencantamientos, del gran autor murciano de Alhama.
En
sendas librerías del vestíbulo esperan su turno libros de periodismo,
publicidad, medicina, música y otras materias. Mientras que a una estantería
del pasillo he destinado biografías, libros de religión y cocina en extraño
maridaje. Pero así se ha terciado. Los diccionarios y otras obras de consulta
los tenemos a mano en el que llamamos cuarto de los ordenadores.
En
un armario de esta habitación he empezado a ordenar por carpetas papeles que mi
mujer acumulaba en distintos “nidos” por toda la casa. Porque las carpetas, de
cartón o de plástico, con gomas o sin ellas, son, como las carpetas digitales
de los ordenadores, elementos fundamentales de ese orden del que me considero
fanático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario