28 de febrero de 2021

Los platos rotos

 

Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Me llaman del Centro de Salud de El Espinar para comunicarme que el martes 23 de febrero me ponen la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus. Ventajas de tener más de ochenta años. Así que el lunes 22, después de comer, puedo abandonar Madrid y viajar en mi coche a El Espinar, sin temor a los controles por confinamientos y cierres perimetrales. ¡Señor, qué expresiones, que nunca antes habíamos utilizado!

Aprovechando la tarde soleada, me doy un paseo por el parque municipal y la vereda que bordea el arroyo del Boquerón, antiguamente conocido en su paso por el pueblo como Merdero por razones obvias y al que un puritanismo lingüístico rebautizó como Merlero. Da gusto contemplar la corriente que baja impetuosa.

El pueblo está triste, los bares, cafeterías y restaurantes cerrados, o con la sola posibilidad, poco apetecible en estas fechas, de atender a clientes en las terrazas.

La prensa y la televisión se hacen eco de las protestas de los hosteleros, que están al borde del cierre definitivo y de la ruina. En muchas ciudades, no solo de Castilla y León, los manifestantes rompen platos tirándolos al suelo en gesto harto expresivo.

Y me viene a las mientes la locución coloquial “pagar alguien los platos rotos”, que el Diccionario de la Real Academia Española define como “Ser castigado injustamente por un hecho que no ha cometido o del que no es el único culpable”.

En esta ya no sé qué ola de la pandemia, la hostelería y el turismo están pagando, junto a otros comercios y autónomos, los platos rotos de la imprevisión y mala gestión de los gobiernos, tanto central como autonómicos.

¿De verdad está demostrado que los contagios de la covid-19 se producen predominantemente en el interior de los locales de restauración? Si así fuera, las cifras de contagiados e ingresados habrían disminuido de manera drástica en comunidades autónomas que han mantenido y mantienen cerrados los establecimientos de hostelería, lo que no es el caso, como lo demuestran por ejemplo las cifras de Valencia o Cataluña.

Que tenga que ser un juez el que fuerce a algún gobierno autonómico a abrir bares y restaurantes, contra el criterio de las autoridades sanitarias, como ha ocurrido en el País Vasco, es el colmo del sinsentido.

¿Solo expulsamos aerosoles, a los que se acusa de ocasionar la mayor parte de los contagios, en los bares, cafeterías y restaurantes, y no en los supermercados, fruterías u otras tiendas? No se me malinterprete. Para nada estoy abogando por el cierre de los súper y otros comercios de alimentación, cuyos perniciosos efectos ya experimentamos en los días de la nevada Filomena.

O sea que, en resumidas cuentas, solo los hosteleros son culpables de los platos rotos por la pandemia.

21 de febrero de 2021

Los hechos en las elecciones catalanas

Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Para evitar el fenómeno del “déjà vu”, o del “tabarrón”, del independentismo catalán, muchos comentaristas políticos se esfuerzan por ofrecer puntos de vista originales sobre las elecciones de la Generalitat del pasado 14 de febrero.

Yo procuraré en este breve análisis atenerme a los hechos y resumir las principales consecuencias que, a mi juicio, se derivan de los resultados electorales de la autonomía catalana.

El primer aspecto que conviene tener presente es, precisamente, que han sido unas elecciones autonómicas, pues hoy por hoy, y pese a quien pese, Cataluña sigue siendo una comunidad autónoma. De ahí se deriva que toda extrapolación de lo sucedido en Cataluña al resto de España entra en el terreno de la especulación, o de los deseos o temores de quienes así elucubran.

Un segundo dato de crucial importancia es la elevada abstención, que se cifra en un 46,5 % del censo, y que ha podido deberse al miedo a contagiarse. Pero es evidente que si el separatismo contara con el 80 % de la población catalana, como alardean algunos líderes independentistas, no se habrían quedado en casa ese elevado porcentaje de catalanes. Y solo el 26,7 % de los censados han apoyado a ERC, Junts y la CUP, mientras que en las elecciones de 2017 esos tres partidos consiguieron el 37,4 % de los votantes.

En tercer lugar, el excelente resultado del PSC, que ha obtenido 33 escaños, o sea, 16 más que en las elecciones de 2017, no va a permitir a Salvador Illa erigirse en presidente de la Generalitat y formar gobierno. Su victoria puede compararse a la de Ciudadanos en los últimos comicios, en los que ganó las elecciones con 36 diputados, con la diferencia de que Inés Arrimadas no se presentó a la investidura y sí lo hará el candidato socialista.

En cuarto lugar, la debacle del PP, con ser sonada, no quiere decir que el partido de Casado tuviera antes algún peso en la política catalana. Escasa diferencia hay entre contar con 3 escaños en vez de 4. En cambio, el triunfo de Vox, que ha entrado por primera vez en el Parlament con 11 escaños, sí permite al partido de Abascal y Garriga como cuarta fuerza parlamentaria ejercer una significativa oposición desde una postura constitucionalista.

¿Repercusión de los resultados de estas elecciones en el resto de España?

Que los defensores de la unidad de nuestra nación estén tranquilos: los independentistas, a pesar de que se jactan de que “lo volverán a hacer”, a lo más que se atreverán es a anunciar que “el pueblo catalán desea una Cataluña independiente en forma de República”, como ya hizo Carles Puigdemont el 11 de octubre de 2017 para, a renglón seguido, dejar en suspenso dicha declaración. Y a los pocos días, después de que se aplicara en la comunidad autónoma de Cataluña el 155, fugarse a Bélgica, donde continúa, lamentándose de que su partido haya cedido a ERC el primer puesto del pelotón independentista. Sánchez seguirá durmiendo en la Moncloa, dialogando con ellos, pero sin poderles dar el derecho a la autodeterminación que reclaman.

17 de febrero de 2021

Déficit democrático

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Durante los largos años del franquismo, quienes viajábamos o estudiábamos en países de la Europa democrática echábamos de menos en España la existencia de partidos políticos, o sea, uno de los rasgos más señalados de la democracia representativa. En el régimen franquista se impuso la llamada democracia orgánica, que se basaba en la participación política de los ciudadanos a través de los denominados tercios orgánicos, a saber, la familia, el sindicato (vertical) y el municipio. El escaso poder de las Cortes y la prohibición de los partidos políticos hicieron que semejante participación fuera en la práctica inexistente.

Traigo a colación este breve apunte histórico en un momento en el que se ha planteado en nuestro país un debate sobre la calidad, o incluso la realidad, de nuestra democracia. El vicepresidente segundo del Gobierno ha declarado que en nuestro país la existencia de presos políticos pone en duda la normalidad democrática española. A lo que la ministra de Asuntos Exteriores ha respondido que en España hay políticos presos, no presos políticos.

Esta polémica no hace sino ocultar el verdadero déficit democrático de la España actual, que sin ánimo de ser exhaustivo yo resumiría en los siguientes puntos.

1. El ataque por parte del mismo Gobierno a la separación de poderes y a la independencia del poder judicial.

2. La corrupción generalizada de los partidos políticos –a excepción, que sepamos, de Ciudadanos y Vox–, más centrados en la defensa de sus intereses partidistas que en el bien común. Somos muchos los que añorábamos a los partidos políticos los que en la actualidad nos encontramos huérfanos de representantes cualificados y honestos, y en las elecciones no sabemos a qué siglas votar y a menudo optamos por la abstención o el voto en contra.

3. La práctica inexistencia de actividad parlamentaria y la conculcación por la vía de hechos consumados y del decreto-ley de artículos básicos de nuestra Constitución, empezando por el Artículo 116: “El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”. A esta violación se unirían los ataques a la unidad de España, consagrada en el Artículo 2 de la Constitución, y al uso del castellano como lengua común, desterrado en la Ley Celáa: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”.

A pesar de estas y otras violaciones de nuestro ordenamiento constitucional, se mantienen en España otros pilares básicos en los que se sustenta la democracia, como las elecciones libres y la libertad de reunión, expresión y organización. Libertad de expresión que permite a Pablo Iglesias poner en duda la democracia de su país.

12 de febrero de 2021

Noria y evasión

 

Las palabras y la vida

Alberto Martín Baró

Me resisto a encender la televisión y enterarme de las últimas noticias sobre la evolución de la pandemia. Que inevitablemente van a informar de datos que no ofrecen una perspectiva de vencer la covid-19. Como si una especie de maldición o plaga bíblica pesara sobre nosotros, los pobres mortales. Todos los informativos se ocupan del aumento imparable, o muy ligera disminución, del número de contagios, o de hospitalizaciones, o de muertes a causa del coronavirus u otras nuevas cepas. Y los ilustran con gráficos y con curvas que no hay modo de doblegar, por si las simples cifras no fuesen suficientes para llevar a nuestro ánimo la magnitud e inexorabilidad de la tragedia.

Me viene a la imaginación la imagen –valga la redundancia– de la noria en la que el sufrido burro o la sufrida mula, con los ojos vendados, daba vueltas y más vueltas para sacar agua del pozo y llevarla a los cangilones, mientras “La tarde caía / triste y polvorienta” –Antonio Machado dixit–.

Con la diferencia de que ni los reporteros, ni los políticos, ni los epidemiólogos, ni los sanitarios, ni nosotros mismos, somos ya capaces de sacar agua del pozo insondable en el que estamos sumidos, en esta tarde interminable, tristísima y polvorienta.

Sí, volveré a escuchar las noticias, volveré a tratar yo también del tema monocorde y aportar algún conato de solución, pero hoy permítanme apagar el televisor y evadirme en alas de la música o de un libro amigo.

Daba yo las gracias, hace algunas semanas en esta misma Tribuna, a Chopin, con cuyos Nocturnos campé por días pasados felices en que mi vida, nuestra vida, no estaba atenazada por una virulencia desconocida.

Me llama por teléfono Inés Cárdenas, una vieja amiga, como viejo soy yo, pero ella con el espíritu inmarcesiblemente joven. Suelen Inés y su marido José Antonio Matute salir a pasear por el cercano a su casa parque del Retiro o por el algo menos cercano Jardín Botánico. Evasión gozosa que los destrozos causados por Filomena están impidiendo.

–Sabes, Alberto, mientras mi mente me lo permita, cierro los ojos y me veo paseando por el camino de Santa Quiteria, por el de Las Lanchas, cerca de nuestra casa del Cabezuelo, por las Barrancas, por el Refugio, por la senda de la Dehesa…

Yo aún contemplo desde la ventana del cuarto de estar de mi casa de El Espinar la casa del Cabezuelo, que fue de los Cárdenas, y se me antoja divisar a Inés, que vuelve al atardecer con su pelo rubio recogido.

Y desde el confinamiento en que me hallo en el madrileño Parque de las Avenidas, me evado a los prados, senderos y pinares espinariegos, acompañando a Inés, que fue novia de mi hermano mayor Javier y a la que los que éramos un poco más pequeños admirábamos como imagen dorada de nuestros sueños estivales.