Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Me llaman del Centro de Salud
de El Espinar para comunicarme que el martes 23 de febrero me ponen la primera
dosis de la vacuna contra el coronavirus. Ventajas de tener más de ochenta
años. Así que el lunes 22, después de comer, puedo abandonar Madrid y viajar en
mi coche a El Espinar, sin temor a los controles por confinamientos y cierres
perimetrales. ¡Señor, qué expresiones, que nunca antes habíamos utilizado!
Aprovechando la tarde soleada,
me doy un paseo por el parque municipal y la vereda que bordea el arroyo del
Boquerón, antiguamente conocido en su paso por el pueblo como Merdero por
razones obvias y al que un puritanismo lingüístico rebautizó como Merlero. Da
gusto contemplar la corriente que baja impetuosa.
El pueblo está triste, los
bares, cafeterías y restaurantes cerrados, o con la sola posibilidad, poco
apetecible en estas fechas, de atender a clientes en las terrazas.
La prensa y la televisión se
hacen eco de las protestas de los hosteleros, que están al borde del cierre
definitivo y de la ruina. En muchas ciudades, no solo de Castilla y León, los
manifestantes rompen platos tirándolos al suelo en gesto harto expresivo.
Y me viene a las mientes la
locución coloquial “pagar alguien los platos rotos”, que el Diccionario de la
Real Academia Española define como “Ser castigado injustamente por un hecho que
no ha cometido o del que no es el único culpable”.
En esta ya no sé qué ola de
la pandemia, la hostelería y el turismo están pagando, junto a otros comercios
y autónomos, los platos rotos de la imprevisión y mala gestión de los
gobiernos, tanto central como autonómicos.
¿De verdad está demostrado
que los contagios de la covid-19 se producen predominantemente en el interior
de los locales de restauración? Si así fuera, las cifras de contagiados e
ingresados habrían disminuido de manera drástica en comunidades autónomas que
han mantenido y mantienen cerrados los establecimientos de hostelería, lo que
no es el caso, como lo demuestran por ejemplo las cifras de Valencia o Cataluña.
Que tenga que ser un juez el
que fuerce a algún gobierno autonómico a abrir bares y restaurantes, contra el
criterio de las autoridades sanitarias, como ha ocurrido en el País Vasco, es
el colmo del sinsentido.
¿Solo expulsamos aerosoles, a
los que se acusa de ocasionar la mayor parte de los contagios, en los bares,
cafeterías y restaurantes, y no en los supermercados, fruterías u otras
tiendas? No se me malinterprete. Para nada estoy abogando por el cierre de los
súper y otros comercios de alimentación, cuyos perniciosos efectos ya
experimentamos en los días de la nevada Filomena.
O sea que, en resumidas
cuentas, solo los hosteleros son culpables de los platos rotos por la pandemia.