Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Me resisto a encender la
televisión y enterarme de las últimas noticias sobre la evolución de la
pandemia. Que inevitablemente van a informar de datos que no ofrecen una
perspectiva de vencer la covid-19. Como si una especie de maldición o plaga
bíblica pesara sobre nosotros, los pobres mortales. Todos los informativos se
ocupan del aumento imparable, o muy ligera disminución, del número de
contagios, o de hospitalizaciones, o de muertes a causa del coronavirus u otras
nuevas cepas. Y los ilustran con gráficos y con curvas que no hay modo de
doblegar, por si las simples cifras no fuesen suficientes para llevar a nuestro
ánimo la magnitud e inexorabilidad de la tragedia.
Me viene a la imaginación la
imagen –valga la redundancia– de la noria en la que el sufrido burro o la
sufrida mula, con los ojos vendados, daba vueltas y más vueltas para sacar agua
del pozo y llevarla a los cangilones, mientras “La tarde caía / triste y
polvorienta” –Antonio Machado dixit–.
Con la diferencia de que ni
los reporteros, ni los políticos, ni los epidemiólogos, ni los sanitarios, ni
nosotros mismos, somos ya capaces de sacar agua del pozo insondable en el que
estamos sumidos, en esta tarde interminable, tristísima y polvorienta.
Sí, volveré a escuchar las
noticias, volveré a tratar yo también del tema monocorde y aportar algún conato
de solución, pero hoy permítanme apagar el televisor y evadirme en alas de la
música o de un libro amigo.
Daba yo las gracias, hace
algunas semanas en esta misma Tribuna, a Chopin, con cuyos Nocturnos campé por
días pasados felices en que mi vida, nuestra vida, no estaba atenazada por una
virulencia desconocida.
Me llama por teléfono Inés
Cárdenas, una vieja amiga, como viejo soy yo, pero ella con el espíritu
inmarcesiblemente joven. Suelen Inés y su marido José Antonio Matute salir a
pasear por el cercano a su casa parque del Retiro o por el algo menos cercano
Jardín Botánico. Evasión gozosa que los destrozos causados por Filomena están
impidiendo.
–Sabes, Alberto, mientras mi
mente me lo permita, cierro los ojos y me veo paseando por el camino de Santa
Quiteria, por el de Las Lanchas, cerca de nuestra casa del Cabezuelo, por las
Barrancas, por el Refugio, por la senda de la Dehesa…
Yo aún contemplo desde la
ventana del cuarto de estar de mi casa de El Espinar la casa del Cabezuelo, que
fue de los Cárdenas, y se me antoja divisar a Inés, que vuelve al atardecer con
su pelo rubio recogido.
Y desde el confinamiento en
que me hallo en el madrileño Parque de las Avenidas, me evado a los prados,
senderos y pinares espinariegos, acompañando a Inés, que fue novia de mi
hermano mayor Javier y a la que los que éramos un poco más pequeños admirábamos
como imagen dorada de nuestros sueños estivales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario