21 de julio de 2019

El español y las modernas tecnologías


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Ya el título del Encuentro organizado los pasados 11 y 12 de julio en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) de Santander por la Fundación Chile-España me resultó de gran interés: “Español y Tecnologí@: de Andrés Bello y Menéndez Pelayo a la era digital”. Este interés se vio acrecentado por el programa de las ponencias y mesas redondas del curso, así como por los prestigiosos ponentes y participantes en el mismo.
No pude asistir a los actos del primer día, que versaron sobre la construcción cultural de las naciones hispanoamericanas; el corpus lingüístico del español para el siglo XXI; los desafíos de la universidad chilena y española ante la digitalización, y la conservación de la lengua española como medio de aprendizaje, de creación y de innovación. Me limitaré, por tanto, en este artículo a exponer algunas de las principales conclusiones a las que pude llegar, suscitadas por la ponencia “Lengua, tecnología y relaciones económicas”, a cargo de Juan Carlos Jiménez, profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Alcalá; por la mesa redonda “Revolución tecnológica e Industria 4.0: reto para una lengua milenaria”, moderada por Javier Galiana García, director de Futuro en Español, y por la conferencia “La RAE, la revolución digital y la inteligencia artificial”, impartida por Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).
Acerca del valor económico del español, los datos que aportó Juan Carlos Jiménez dejaron claro que nuestra lengua se ha convertido en el segundo idioma más hablado del mundo, con más de 577 millones de hablantes, con lo cual la capacidad de compra de estos habitantes a ambos lados del Atlántico representa el 10 % del PIB mundial. Por lo que respecta al español en el ámbito digital, dos de cada tres hispanohablantes son usuarios de la Red, y el uso de Internet supera el 80 % de tales hablantes. No obstante, somos más usuarios que productores de contenidos, tanto en Internet como en las redes sociales.
No hay duda de que la digitalización del comercio mundial abre unas perspectivas de suma importancia para el futuro desarrollo del español, posibilidades que los poderes públicos deberían aprovechar y fomentar.
En cuanto a cómo afecta al español la revolución digital, de entre los retos a los que se enfrenta nuestro idioma y que detallaron desde distintas perspectivas los participantes en la mesa redonda sobre la industria 4.0, yo quiero destacar tres: el reto de superar las barreras geográficas, el de preservar la unidad del idioma en medio de la pluralidad de países y culturas, y el de adaptarnos los hablantes al nuevo entorno de comunicación.
A estos retos ha respondido y sigue respondiendo la Real Academia Española, muy en especial con la publicación de su Diccionario (DRAE). El director de la Academia Santiago Muñoz Machado dedicó gran parte de su ponencia al Diccionario Jurídico Panhispánico, en cuya preparación y elaboración él, como eximio jurista, ha intervenido personalmente.
Se trata de un diccionario totalmente editado en entorno digital, lo que permite en una misma entrada incorporar documentación sobre distintas referencias a la que el consultante puede acceder pulsando sobre los términos en cuestión. Las antiguas remisiones de los diccionarios en papel, como Cf. y Véase, han sido sustituidas con gran ventaja por la posibilidad de contar con textos complementarios, lo que en un diccionario tradicional en papel habría representado un aumento poco manejable del volumen del libro.
No hace mucho tiempo yo era aún partidario de pequeños léxicos y enciclopedias en papel para breves consultas puntuales. Hoy he de reconocer la rapidez con que podemos encontrar un dato accediendo a Google en el móvil. En la actualidad, uno de cada tres hispanoamericanos dispone de este artilugio inteligente y sabe utilizarlo con provecho, aunque también existe el peligro de una adicción que impida otras formas de comunicación personal.
Sobre la inteligencia artificial y el lenguaje de las máquinas, tema que ha estado presente en todo el encuentro, confieso mi falta de competencia para aclarar al lector, y aclararme a mí mismo, estos desafíos de las novísimas tecnologías en constante evolución.
Y, ya que de diccionarios hablamos, recurro a la definición que da el DRAE de inteligencia artificial: “f. inform. Disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana, como el aprendizaje o el razonamiento lógico”. Definición que, en su concisa claridad, a mí me suscita más preguntas que respuestas: ¿Son capaces las máquinas de pensar? ¿Pueden comunicarse entre ellas? ¿Pueden entender lo que nosotros pensamos y hablamos? Este campo de la inteligencia artificial, en el que la investigación ha llevado a cabo avances hace un tiempo inconcebibles, necesita para los no expertos más cursos como el de la UIMP al que he dedicado mi artículo.

14 de julio de 2019

Los partidos políticos


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Durante el franquismo, una de las instituciones que más echábamos en falta quienes deseábamos que España se homologara a las democracias europeas de nuestro entorno eran los partidos políticos.
La Ley de Principios del Movimiento Nacional de 17 de mayo de 1958, en el Principio VIII, determinaba “la participación del pueblo en las tareas legislativas y en las demás funciones de interés general a través de la familia, el municipio y el sindicato y demás entidades con representación orgánica que a este fin reconozcan las leyes”. Consideraba ilegal “toda organización política de cualquier índole al margen de este sistema representativo”. Los partidos políticos, fuera del partido único, estaban expresamente prohibidos.
Sobre la denominación misma de “partidos políticos” pesaba como una especie de anatema. Cuando se produjeron conatos de apertura del régimen franquista, se habló tímidamente de “asociaciones” y de “asociacionismo” para no incurrir en el proscrito nombre de “partidos políticos”.
La Constitución Española de 1978 dedica un artículo, el 6 del Título Preliminar, a los partidos políticos: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.
Este reconocimiento expreso de los partidos políticos en nuestra Constitución ha sido uno de los pilares en los que se ha asentado nuestra democracia, perfectamente asimilable a la de otros países con larga tradición democrática.
¿Qué ha ocurrido para que, en el último barómetro publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la política se haya convertido en la segunda preocupación de los españoles, solo aventajada por el paro? ¿Y cómo es posible, aunque este dato no es nuevo, que ni uno solo de los líderes de los partidos políticos apruebe a juicio de los encuestados? Ni siquiera el presidente del Gobierno en funciones, tan mimado por el presidente del CIS, su correligionario José Félix Tezanos, consigue el aprobado.
Varias causas han contribuido al desprestigio de los partidos políticos y de sus máximos dirigentes.
Durante años se han turnado en el ejercicio del poder dos partidos, uno de derechas, la UCD de la transición, más tarde sustituida por el PP, y otro de izquierdas, el PSOE. Este bipartidismo empezó a hacer aguas con la crisis económica de 2008 y la aparición de nuevas formaciones políticas como Podemos y Ciudadanos, que aspiraban a renovar el funcionamiento de la vieja política, lastrada según estas formaciones por una falta de representatividad, por no dar cauce a los intereses de los ciudadanos, de la “gente”, y por casos flagrantes de corrupción.
Los partidos tradicionales y hegemónicos no cumplirían los requisitos que les asigna la Constitución: expresar el pluralismo político, concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular y, no en último término, que su estructura interna y funcionamiento deberían ser democráticos.
Mientras que la corrupción costó a Mariano Rajoy una moción de censura y ser desalojado del Gobierno, los casos de los ERE y de los cursos de formación en Andalucía no parecen haber causado la misma erosión en el PSOE a nivel nacional, aunque es cierto que el PSOE andaluz fue sustituido en la Junta por una coalición de PP, Cs y Vox.
A todos estos antecedentes ha venido a sumarse, después de las elecciones generales del 28 de abril, el lamentable espectáculo de negociaciones y pactos que distan mucho de responder a lo expresado por los votantes en las urnas y demuestran más bien intereses partidistas y ambiciones personales.
Así que, transcurridos más de dos meses desde las últimas elecciones generales, aún no se ha producido la investidura de Pedro Sánchez ni la formación de un nuevo Gobierno.
Hubo quien aseguró, cuando en 2016 hubo que repetir elecciones después de un año entero sin Gobierno, que tal vez esto probaría lo innecesario de los gobernantes políticos, pues el país había seguido funcionando sin ellos, gracias a la labor menos llamativa de los técnicos y funcionarios en los distintos departamentos.
A la vista de la inoperancia de los gobiernos apoyados por los partidos de turno, incapaces de resolver los problemas de la Nación, quizá podríamos ahorrarnos sus nada desdeñables emolumentos y confiar la solución de tales problemas a expertos tecnócratas sin adscripción ideológica o, al menos, sin militancia declarada.
Contemplando el panorama de los partidos políticos, escuchando las declaraciones de sus líderes y observando sus actuaciones, muchos nos sentimos huérfanos de unos representantes cualificados. Léanse esos dirigentes el Artículo 6 de la Constitución y cumplan los requisitos que en él se exigen a los partidos políticos.

7 de julio de 2019

Los jardines de mi vida


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El jardín siempre me espera. Y nunca me reprocha mis ausencias. Cuando llego, descubro desperfectos que en seguida trato de reparar, aunque un jardín no es para trabajar, sino para estar o, mejor, ser. El calor y la sequía han hecho que el césped amarillee, mientras que el viento, tan persistente, ha arrancado hojas y flores.
Las celindas me recuerdan a nuestro primer jardín en El Espinar, cuando por la noche jugábamos al “Veo, veo. Qué ves. Una cosita. Con qué letrita. Empieza por c y acaba en o”. ¿Cielo? ¿Celindo? Así llamábamos al arbusto de las fragantes y blancas celindas, aunque el Diccionario de la Real Academia solo recoge el femenino ‘celinda’ tanto para el arbusto como para la flor. Me niego a utilizar la palabra ‘jeringuilla”, tan desafortunada con su olor a botiquín, en su acepción como celinda, quizá también porque a los alumnos del colegio de los jesuitas de Valladolid nos llamaban jeringuillas los colegiales de los hermanos de las Escuelas Cristianas o baberos, motejados –los colegiales, no los hermanos– por nosotros de ‘babosas’.
Ese jardín espinariego, rodeado de yedra –así escrita con y griega–, guarda para mí el encanto del primer amor. Después de llover, agitábamos las melenas de las jóvenes acacias para mojar a quienes no se retiraban a tiempo.
Apenas quedan hoy acacias –sí, ya sé que no son auténticas acacias, sino robinias seudoacacias– en las calles de El Espinar, sustituidas por prunos en la avenida de la Hontanilla que lleva a la iglesia de San Eutropio.
El madrileño Parque de las Avenidas, donde viví en distintas etapas y en el que de nuevo paso temporadas, hace honor a su nombre con numerosas zonas verdes y frondoso arbolado. Pero un día, llevados mi mujer Ana, ya fallecida, y yo del deseo de disfrutar todo el año de un jardín propio, nos mudamos al número 5 de la calle Lavanda en la urbanización de la Marazuela de Las Rozas. Tenía esta casa, y seguirá teniendo en otras manos, un doble jardín, por delante y por detrás. Estaba yo un día trabajando en mis obrillas de bricolaje en la parte trasera del garaje, cuando llegó un mensajero con un paquete.
–Qué bonito jardín tiene usted –me dijo.
Sí que era hermoso, como un pequeño jardín botánico, tal era el número de árboles, arbustos y plantas de toda especie que ya tenía cuando lo adquirimos y a los que nosotros añadimos otros muchos: perales de sombra, adelfas, lauros, aligustres, jazmines, glicinias, pitósporos, piracanta y arizónicas, que de seto se habían convertido en árboles.
Ya he contado en algún escrito que en esta casa vivió no sé cuánto tiempo la ilustre y admirada lexicógrafa María Moliner. Mi equipo de filólogos y yo siempre la tuvimos como modelo y guía al elaborar diccionarios escolares bajo la sabia dirección de Gregorio Salvador.
Pero me he ido de los jardines a los diccionarios. Mi suegra solía decir que “Un libro sin erratas es como un jardín sin flores”. En nuestros jardines abundaron las flores, pero siempre he procurado que en los libros que he escrito o editado hubiera el menor número de erratas posible.
Doy un salto en el tiempo y me planto en el jardín del Robledal de San Rafael, que hoy disfruta mi gran amiga Isabel Codina, que también se asoma a las páginas de El Adelantado. Más que un jardín era, y es, un trozo de bosque de robles y pinos. Y aunque no faltaban, ni faltan, las flores –recuerdo sobre todo las hortensias, las mahonias y las espireas–, para mí fue el escenario al que acudía una variedad tal de aves, que ni las que enumera el cantar del Milagro de San Antonio pueden comparárselas: chochines, carboneros, petirrojos, herrerillos, capuchinos, pinzones, trepadores azules, mirlos, picapinos, arrendajos, urracas, cuervos… Al cuco le oíamos, pero nunca conseguimos verlo.
Sentado en mi actual jardín del Cabezuelo, observo cómo revolotean sobre el tejado los gorriones y, más arriba, los aviones comunes de vientre blanco, que los diferencia de los vencejos, todo negros, y de las golondrinas, con su mancha roja en la garganta. Pero no se posan en hilera sobre los cables de la luz, como hacían las golondrinas ante el jardín de la Yedra.
No estoy solo, me acompaña en el jardín Angelina Lamelas. Ella lo cuenta así en un bello poema de su libro más reciente Mujer en vela: “Mujer con mirlo soy desde febrero / por gracia de El Espinar en cuanto llego. / Como vino el calor antes de tiempo, / ya están las yemas a punto de ser flores. / Miro la tierra con falta de costumbre / y aprendo los nombres poco a poco: vinca, celinda, santolina y verónica… / así se llamarán cuando florezcan. / El mirlo, que sabe en lo que ando, / se me aproxima sin armar revuelo / y llama a otros pájaros vecinos: / Venid a saludar a una mujer urbana. / No la asustéis, les dice a los gorriones. / Haced como si nada, / disimulad un poco. / Está aprendiendo el nombre de las flores.
Todos tenemos, quizá desde el Génesis, la añoranza del edén, del que fueron expulsados nuestros primeros padres.