Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Durante el franquismo, una de las instituciones que más
echábamos en falta quienes deseábamos que España se homologara a las
democracias europeas de nuestro entorno eran los partidos políticos.
La Ley de Principios del Movimiento Nacional de 17 de mayo
de 1958, en el Principio VIII, determinaba “la participación del pueblo en las
tareas legislativas y en las demás funciones de interés general a través de la
familia, el municipio y el sindicato y demás entidades con representación
orgánica que a este fin reconozcan las leyes”. Consideraba ilegal “toda
organización política de cualquier índole al margen de este sistema
representativo”. Los partidos políticos, fuera del partido único, estaban
expresamente prohibidos.
Sobre la denominación misma de “partidos políticos” pesaba
como una especie de anatema. Cuando se produjeron conatos de apertura del
régimen franquista, se habló tímidamente de “asociaciones” y de “asociacionismo”
para no incurrir en el proscrito nombre de “partidos políticos”.
La Constitución Española de 1978 dedica un artículo, el 6
del Título Preliminar, a los partidos políticos: “Los partidos políticos
expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la
voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política.
Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la
Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser
democráticos”.
Este reconocimiento expreso de los partidos políticos en
nuestra Constitución ha sido uno de los pilares en los que se ha asentado
nuestra democracia, perfectamente asimilable a la de otros países con larga
tradición democrática.
¿Qué ha ocurrido para que, en el último barómetro publicado
por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la política se haya
convertido en la segunda preocupación de los españoles, solo aventajada por el
paro? ¿Y cómo es posible, aunque este dato no es nuevo, que ni uno solo de los
líderes de los partidos políticos apruebe a juicio de los encuestados? Ni
siquiera el presidente del Gobierno en funciones, tan mimado por el presidente
del CIS, su correligionario José Félix Tezanos, consigue el aprobado.
Varias causas han contribuido al desprestigio de los
partidos políticos y de sus máximos dirigentes.
Durante años se han turnado en el ejercicio del poder dos
partidos, uno de derechas, la UCD de la transición, más tarde sustituida por el
PP, y otro de izquierdas, el PSOE. Este bipartidismo empezó a hacer aguas con
la crisis económica de 2008 y la aparición de nuevas formaciones políticas como
Podemos y Ciudadanos, que aspiraban a renovar el funcionamiento de la vieja
política, lastrada según estas formaciones por una falta de representatividad,
por no dar cauce a los intereses de los ciudadanos, de la “gente”, y por casos
flagrantes de corrupción.
Los partidos tradicionales y hegemónicos no cumplirían los
requisitos que les asigna la Constitución: expresar el pluralismo político,
concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular y, no en último
término, que su estructura interna y funcionamiento deberían ser democráticos.
Mientras que la corrupción costó a Mariano Rajoy una moción
de censura y ser desalojado del Gobierno, los casos de los ERE y de los cursos
de formación en Andalucía no parecen haber causado la misma erosión en el PSOE
a nivel nacional, aunque es cierto que el PSOE andaluz fue sustituido en la
Junta por una coalición de PP, Cs y Vox.
A todos estos antecedentes ha venido a sumarse, después de
las elecciones generales del 28 de abril, el lamentable espectáculo de
negociaciones y pactos que distan mucho de responder a lo expresado por los
votantes en las urnas y demuestran más bien intereses partidistas y ambiciones
personales.
Así que, transcurridos más de dos meses desde las últimas
elecciones generales, aún no se ha producido la investidura de Pedro Sánchez ni
la formación de un nuevo Gobierno.
Hubo quien aseguró, cuando en 2016 hubo que repetir
elecciones después de un año entero sin Gobierno, que tal vez esto probaría lo
innecesario de los gobernantes políticos, pues el país había seguido
funcionando sin ellos, gracias a la labor menos llamativa de los técnicos y
funcionarios en los distintos departamentos.
A la vista de la inoperancia de los gobiernos apoyados por
los partidos de turno, incapaces de resolver los problemas de la Nación, quizá
podríamos ahorrarnos sus nada desdeñables emolumentos y confiar la solución de
tales problemas a expertos tecnócratas sin adscripción ideológica o, al menos,
sin militancia declarada.
Contemplando el panorama de los partidos políticos,
escuchando las declaraciones de sus líderes y observando sus actuaciones,
muchos nos sentimos huérfanos de unos representantes cualificados. Léanse esos
dirigentes el Artículo 6 de la Constitución y cumplan los requisitos que en él se
exigen a los partidos políticos.
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