Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
El jardín siempre me espera. Y nunca me reprocha mis
ausencias. Cuando llego, descubro desperfectos que en seguida trato de reparar,
aunque un jardín no es para trabajar, sino para estar o, mejor, ser. El calor y
la sequía han hecho que el césped amarillee, mientras que el viento, tan
persistente, ha arrancado hojas y flores.
Las celindas me recuerdan a nuestro primer jardín en El
Espinar, cuando por la noche jugábamos al “Veo, veo. Qué ves. Una cosita. Con
qué letrita. Empieza por c y acaba en o”. ¿Cielo? ¿Celindo? Así llamábamos al
arbusto de las fragantes y blancas celindas, aunque el Diccionario de la Real
Academia solo recoge el femenino ‘celinda’ tanto para el arbusto como para la flor.
Me niego a utilizar la palabra ‘jeringuilla”, tan desafortunada con su olor a
botiquín, en su acepción como celinda, quizá también porque a los alumnos del
colegio de los jesuitas de Valladolid nos llamaban jeringuillas los colegiales
de los hermanos de las Escuelas Cristianas o baberos, motejados –los
colegiales, no los hermanos– por nosotros de ‘babosas’.
Ese jardín espinariego, rodeado de yedra –así escrita con y
griega–, guarda para mí el encanto del primer amor. Después de llover,
agitábamos las melenas de las jóvenes acacias para mojar a quienes no se
retiraban a tiempo.
Apenas quedan hoy acacias –sí, ya sé que no son auténticas acacias,
sino robinias seudoacacias– en las calles de El Espinar, sustituidas por prunos
en la avenida de la Hontanilla que lleva a la iglesia de San Eutropio.
El madrileño Parque de las Avenidas, donde viví en distintas
etapas y en el que de nuevo paso temporadas, hace honor a su nombre con
numerosas zonas verdes y frondoso arbolado. Pero un día, llevados mi mujer Ana,
ya fallecida, y yo del deseo de disfrutar todo el año de un jardín propio, nos
mudamos al número 5 de la calle Lavanda en la urbanización de la Marazuela de
Las Rozas. Tenía esta casa, y seguirá teniendo en otras manos, un doble jardín,
por delante y por detrás. Estaba yo un día trabajando en mis obrillas de
bricolaje en la parte trasera del garaje, cuando llegó un mensajero con un
paquete.
–Qué bonito jardín tiene usted –me dijo.
Sí que era hermoso, como un pequeño jardín botánico, tal era
el número de árboles, arbustos y plantas de toda especie que ya tenía cuando lo
adquirimos y a los que nosotros añadimos otros muchos: perales de sombra,
adelfas, lauros, aligustres, jazmines, glicinias, pitósporos, piracanta y
arizónicas, que de seto se habían convertido en árboles.
Ya he contado en algún escrito que en esta casa vivió no sé
cuánto tiempo la ilustre y admirada lexicógrafa María Moliner. Mi equipo de
filólogos y yo siempre la tuvimos como modelo y guía al elaborar diccionarios
escolares bajo la sabia dirección de Gregorio Salvador.
Pero me he ido de los jardines a los diccionarios. Mi suegra
solía decir que “Un libro sin erratas es como un jardín sin flores”. En
nuestros jardines abundaron las flores, pero siempre he procurado que en los
libros que he escrito o editado hubiera el menor número de erratas posible.
Doy un salto en el tiempo y me planto en el jardín del
Robledal de San Rafael, que hoy disfruta mi gran amiga Isabel Codina, que
también se asoma a las páginas de El Adelantado. Más que un jardín era, y es,
un trozo de bosque de robles y pinos. Y aunque no faltaban, ni faltan, las
flores –recuerdo sobre todo las hortensias, las mahonias y las espireas–, para
mí fue el escenario al que acudía una variedad tal de aves, que ni las que
enumera el cantar del Milagro de San Antonio pueden comparárselas: chochines, carboneros,
petirrojos, herrerillos, capuchinos, pinzones, trepadores azules, mirlos,
picapinos, arrendajos, urracas, cuervos… Al cuco le oíamos, pero nunca
conseguimos verlo.
Sentado en mi actual jardín del Cabezuelo, observo cómo
revolotean sobre el tejado los gorriones y, más arriba, los aviones comunes de
vientre blanco, que los diferencia de los vencejos, todo negros, y de las
golondrinas, con su mancha roja en la garganta. Pero no se posan en hilera
sobre los cables de la luz, como hacían las golondrinas ante el jardín de la
Yedra.
No estoy solo, me acompaña en el jardín Angelina Lamelas.
Ella lo cuenta así en un bello poema de su libro más reciente Mujer en vela:
“Mujer con mirlo soy desde febrero / por gracia de El Espinar en cuanto llego.
/ Como vino el calor antes de tiempo, / ya están las yemas a punto de ser
flores. / Miro la tierra con falta de costumbre / y aprendo los nombres poco a
poco: vinca, celinda, santolina y verónica… / así se llamarán cuando florezcan.
/ El mirlo, que sabe en lo que ando, / se me aproxima sin armar revuelo / y
llama a otros pájaros vecinos: / Venid a saludar a una mujer urbana. / No la
asustéis, les dice a los gorriones. / Haced como si nada, / disimulad un poco.
/ Está aprendiendo el nombre de las flores.”
Todos tenemos, quizá desde el Génesis, la añoranza del edén,
del que fueron expulsados nuestros primeros padres.
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