26 de septiembre de 2021

El cielo azul

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Me pide un lector de mi blog, que además está casado con una muy querida prima carnal mía, que vuelva a “dar caña” al Gobierno.

Amigo Eduardo, estoy cansado de predicar en el desierto. Creo que nuestros actuales gobernantes son impermeables a toda crítica. Y los políticos de la oposición se bastan ellos solos para “darse caña” unos a otros. Sí, el famoso fuego amigo.

Así que, aunque puede que en algún momento vuelva a clamar “Fuera políticos”, como ya hice en un artículo que me valió la acre censura del director de El Adelantado de Segovia, en esta entrada quiero compartir con mis lectores una experiencia que nada tiene que ver con la política.

Desde hace casi dos años tengo la impresión de que el cielo de Madrid, donde paso temporadas alternando con El Espinar, es más azul, o al menos yo lo veo más azul. Al principio atribuía esta renovada claridad celeste a mi operación de cataratas que, como suele decir mi mujer, “es un regalo” para la mayoría de las personas que han pasado por esa intervención que nos permite apreciar con más nitidez los colores.

 A esta circunstancia mía personal se añadió durante la pandemia y sus restricciones la disminución del tráfico rodado y de otras emisiones de gases contaminantes, por lo que el cielo se veía más limpio.

Pero en la actualidad, cuando la circulación de vehículos ha vuelto a atascar las calles y la actividad industrial a emitir CO2, sigo viendo el cielo más azul que en otros tiempos.

Sí, ya sé que el cielo no es azul, como recordaba el famoso verso del poeta Lupercio Leonardo de Argensola: “Este cielo azul / que todos vemos / ni es cielo ni es azul”.

Pregunto a Google por qué vemos el cielo azul y encuentro una sencilla respuesta en la página de la NASA Space Place: “La luz del Sol llega a la atmósfera de la Tierra y se dispersa en todas direcciones por los gases y las partículas que se encuentran en el aire. La luz azul se esparce más que el resto de los colores porque viaja en ondas más cortas, más pequeñas. Este es el motivo por el cual casi siempre veamos el cielo de color azul”.

Pues yo agradezco a las ondas más cortas de la luz azul los cielos de Madrid y los de esta tarde de septiembre en el camino de Las Lanchas de El Espinar, adonde he ido a pasear con mi hijo, mi hija y mis dos nietos. Contrastando con algunas nubes muy blancas, el cielo nos convidaba con una sinfonía de azules resplandecientes.

No puedo por menos de pensar en los cielos asaeteados por la lava y las nubes de gases del volcán en erupción de la isla de La Palma. Me conduelo con los palmeños y les deseo que pronto puedan volver a disfrutar del cielo azul.

Y evocar aquel verso de Antonio Machado que su hermano José encontró en el bolsillo de un raído gabán días después de la muerte del poeta en Collioure:

“Estos cielos azules

y este sol de la infancia”.

 

17 de septiembre de 2021

Línea imagen

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Guillermo Martín Bermejo, mi hijo, autor del libro Línea imagen que se ha presentado el pasado 16 de septiembre en la librería Gaudí de Madrid, fue un mal estudiante. En Viaje de invierno, la autobiografía que escribió a los cuarenta y cinco años, refiere con una angustia que nunca le abandonó el horror que supusieron para él las horas interminables encerrado en aulas prisiones con profesores ineptos que no lograron suscitar su interés ni siquiera por asignaturas como la lengua y la literatura, la historia y el arte más cercanas a su mundo de niño y adolescente ya rebelde y disconforme.

Me gustaría que esos profesores vieran cómo ha crecido en todos los órdenes de la cultura y de la escritura aquel alumno al que ellos suspendían. Cuenta el propio Guillermo en la citada obra autobiográfica que él fue como Jean Cocteau el niño que se reserva para tareas secretas y que anda sonámbulo en clase. Hoy es asesor de la Fundación Jean Cocteau de Menton, su lugar de residencia desde diciembre del año pasado. Asimismo, las calificaciones del joven bachiller Antonio Machado, que aún se conservan en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid donde estudió, nos permiten descubrir que el gran poeta de la Generación del 98 suspendió varias asignaturas.

Aunque Guillermo declara que nos debe agradecer a nosotros sus padres, única y exclusivamente, la educación que tiene, puede que en un principio así fuera. Pero muy pronto su madre y yo pudimos comprobar que, sin renunciar a los escritores, a los compositores, a los directores de cine y a los cantantes de nuestra preferencia, él leía a autores, escuchaba músicas y veía películas que, en muchos casos, a nosotros ni siquiera nos sonaban de nombre.

Línea imagen es el segundo libro publicado de Guillermo. Pero no es, ni mucho menos, su segunda escritura. Con ocasión de sus numerosas exposiciones y de otras actividades, Guillermo ha escrito pequeños y no tan pequeños textos introductorios, comentarios e impresiones que ya denotaban un dominio de la expresión escrita llena de sugerente capacidad de comunicación.

En las páginas iniciales del libro Línea imagen, en el epígrafe “Sobre el autor”, se traza un breve retrato de Guillermo en su trayectoria como artista y, especialmente, como dibujante.

En mi casa de El Espinar, en la que él ha vivido durante los últimos años antes de trasladarse a Menton, cuelgan numerosas obras suyas en las que puede descubrirse su evolución tanto en la técnica como en el contenido y en los soportes, hasta centrarse en el dibujo a lápiz exclusivamente en negro, sin color, o a lo sumo con algún rasgo o motivo en rojo o magenta, como puede apreciarse en la cubierta del libro Línea imagen.

El lápiz es la herramienta con la que el artista artesano que es Guillermo traza sus retratos y sus composiciones con escenas y escenarios realistas u oníricos.

Y cuando el dibujo, la línea y la imagen, ya no le bastan para expresar lo que piensa, siente y vive, recurre a la palabra, que es también línea e imagen.

Como editor, escritor y traductor, he trabajado toda mi vida con la palabra. Y, sin pasión de padre, o con ella, puedo afirmar que Guillermo domina el arte sutil de la prosa y del verso, sin que la artificial distinción de géneros literarios le suponga un impedimento para escribir sin ataduras, con admirable riqueza de epítetos, voces, resonancias, recuerdos, visiones de lo que presencia, de lo que imagina y de lo que sueña.

Acierta a describir y a sugerir. Me atrevería a comparar algunos poemas de este poemario con los haikus japoneses, si no fuera porque en estos existe una estricta medida de las sílabas de cada verso. Valga como ejemplo el poema “En el paseo marítimo”:

“La pequeña señora japonesa,

diminuta crisálida de sí misma,

tiene un jardín de flores frente al mar.”

La envoltura de esta riqueza poética es una bellísima y cuidada edición, por la que debo felicitar a los responsables de la editorial Cántico. El papel, el tipo y el cuerpo de la letra, el formato elegido, hacen de la lectura de Línea imagen un placer. Y los editores se han atrevido a dejar en blanco las páginas pares, con lo que solo hay que detenerse en las impares para disfrutar del poemario.

Y ¿por qué es poesía Línea imagen? Porque nos traslada a la región etérea de la luz, a las sombras solitarias de la noche, al Dios deseante y deseado de Juan Ramón, a la rosaleda del Parque del Oeste, al mar del sol madrugador, a la presencia de la madre que le arreglaba el embozo de la cama, a las rosas del jardín y al botón de oro del monte.

Termino con una cita. En el poema “Palabra” hay un reflejo de la experiencia del poeta Guillermo.

“Me he encontrado a solas con la palabra.

He hablado con ella y al fin ha entendido

mi susurro.

La palabra y yo nos buscábamos hace tiempo

y ahora que nos comprendemos

viviremos juntos en la misma casa”.

8 de septiembre de 2021

Elia Rodríguez

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Abrigaba la esperanza de que hubiera sido un error de mi amigo Emilio Miguel López Laorga, quien a eso de las 10:00 de la mañana de hoy, miércoles 8 de septiembre, me comunicaba la noticia de la muerte de Elia Rodríguez. Él la había oído por es Radio, pero no pudo darme más detalles.

Entro en Libertad Digital y en es Radio, pero en su información y programación habitual no encuentro ninguna referencia al triste suceso. Como aún conservo en el móvil el número de Elia, lo marco con la esperanza de oír su querida voz. Esperanza fallida.

Me conecto de nuevo con Libertad Digital y, entonces sí, como un mzazo, invade la pantalla el titular “Fallece Elia Rodríguez, voz emblemática de es Radio”. Debajo, en cuerpo menor: “Elia Rodríguez Álvarez de Lara falleció en la madrugada de este miércoles a los 38 años”. Cuando los próximos años que, Dios mediante, yo cumpliré son 83, no es justo que alguien muera a los 38, en plenitud de la vida. Ya en el cuerpo de la noticia, se informa de que el fallecimiento de Elia ha sido repentino y debido a un accidente doméstico, una caída, en su domicilio.

Se me agolpan los recuerdos de mi colaboración con esta vital periodista segoviana en la Cope El Espinar, que ella dirigió. Juan Andrés Saiz Garrido y yo hacíamos el programa cultural “Vertientes”, nombre de feliz resonancia en nuestros montes espinariegos. La madre de Juan Andrés comentaba, con mezcla de admiración y leve reproche, el elevado tono de la voz de Elia. Sí, su voz y su palabra fueron siempre de una vitalidad y altura asombrosas.

Licenciada en Ciencias de la Información, obtuvo el premio Fin de Carrera y completó su formación con un máster en Comunicación Institucional y Política.

Con es Radio trabajó desde los inicios de esta emisora. Yo la acompañé en un principio con una colaboración que titulé “A vueltas con las palabras”. Luego ella fue directora y presentadora del magacín “Es la Mañana del fin de semana” y del programa “esToros”, que fue fruto de su particular empeño.

En el programa “Es la Mañana del fin de semana” estaba acompañada por María Díez Rovira, que si no me equivoco es nacida en El Espinar. Las dos formaban un equipo espléndido. María, te acompaño en el sentimiento.

Fernando Sánchez Dragó, con quien Elia colaboró en el programa de RTVE “Libros con uasabi”, ha escrito en Twitter: “Era –lo seguirá siendo en mi memoria– un ser extraordinario en todos los aspectos posibles de la condición humana”.

Elia, querida amiga y compañera en las ondas, echaré en falta tu voz, tu vitalidad y tu entusiasmo. Cuantos te hemos conocido y querido, no te olvidaremos.

                                                                                                    

 

4 de septiembre de 2021

Demofobia

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Pasear por la playa segunda del Sardinero, que los buenos conocedores de estos parajes saben que se llama también playa de Castañeda, es un placer que ahora, ya en mi residencia madrileña, rememoro con añoranza. Como extendemos nuestra toalla y demás pertenencias en la primera playa, si la marea está alta, a veces no se puede superar la roca de Piquío a no ser metiéndose en el mar. Pero con la marea baja el espacio de fina y dorada arena por el que andar hasta el muro del hotel Chiqui es amplísimo y los mal llamados bañistas, porque la mayoría no se bañan, lo aprovechan para recorrerlo en una dirección y en otra.

Comparo esta imagen con la de las playas de Levante, donde este placentero paseo es imposible.

Pero no todo es deleite, al menos para mí, en las caminatas playeras. Al ver de frente a los nutridos grupos que caminan hacia mí, experimento una cierta desazón que puede tener algo de demofobia, o sea de miedo a la multitud.

Temor que siento en mayor medida en las calles muy concurridas. Estoy parado ante el semáforo de un cruce y miro, ya digo con algo de aprensión, a la masa de gente que espera a cruzar en dirección contraria a la mía.

No justifico mi aprensión en el temor a contagiarme de la covid, pues a pesar de que en las calles y en los espacios abiertos está permitido ir sin mascarilla, la mayor parte de las personas siguen llevándola.

A lo mejor tiene razón algún diccionario que define la demofobia como miedo anormal e injustificado a encontrarse entre las multitudes. Otros léxicos califican este temor de irracional y enfermizo. Como mi querido y muy manejado Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) no incluye este término, no puedo cotejar tales calificativos. Así que aceptaré lo poco racional y lo insano de mi demofobia.

Más aún me ha llamado la atención que otros lingüistas relacionen la demofobia, a la que también denominan enoclofobia y oclofobia, con la agorafobia, es decir con la fobia a los espacios abiertos, como plazas, avenidas, campo, etc. En este caso, el DRAE sí incluye el vocablo agorafobia. Y puedo afirmar con total seguridad que para nada padezco fobia o temor a las plazas, avenidas y, menos aún, al campo.

Un día en que el tiempo nublado y frío había dejado desierta la playa segunda del Sardinero, pertrechados con ropa de abrigo y hasta con impermeable, mi mujer y yo bajamos a pasear por dicha playa.

Concluyo que soy un sibarita, amante de la soledad y del disfrute solitario de la naturaleza, sin tener que compartirla con mis semejantes.

Demo, o sea el pueblo, está bien para la democracia, de la que soy convencido partidario, pero no para sumergirme en la masa, que tiene el mismo derecho que yo a disfrutar del entorno natural o urbano.