Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Pasear
por la playa segunda del Sardinero, que los buenos conocedores de estos parajes
saben que se llama también playa de Castañeda, es un placer que ahora, ya en mi
residencia madrileña, rememoro con añoranza. Como extendemos nuestra toalla y
demás pertenencias en la primera playa, si la marea está alta, a veces no se
puede superar la roca de Piquío a no ser metiéndose en el mar. Pero con la
marea baja el espacio de fina y dorada arena por el que andar hasta el muro del
hotel Chiqui es amplísimo y los mal llamados bañistas, porque la mayoría no se
bañan, lo aprovechan para recorrerlo en una dirección y en otra.
Comparo
esta imagen con la de las playas de Levante, donde este placentero paseo es
imposible.
Pero
no todo es deleite, al menos para mí, en las caminatas playeras. Al ver de
frente a los nutridos grupos que caminan hacia mí, experimento una cierta
desazón que puede tener algo de demofobia, o sea de miedo a la multitud.
Temor
que siento en mayor medida en las calles muy concurridas. Estoy parado ante el
semáforo de un cruce y miro, ya digo con algo de aprensión, a la masa de gente
que espera a cruzar en dirección contraria a la mía.
No
justifico mi aprensión en el temor a contagiarme de la covid, pues a pesar de
que en las calles y en los espacios abiertos está permitido ir sin mascarilla,
la mayor parte de las personas siguen llevándola.
A
lo mejor tiene razón algún diccionario que define la demofobia como miedo
anormal e injustificado a encontrarse entre las multitudes. Otros léxicos
califican este temor de irracional y enfermizo. Como mi querido y muy manejado
Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) no incluye este término, no
puedo cotejar tales calificativos. Así que aceptaré lo poco racional y lo
insano de mi demofobia.
Más
aún me ha llamado la atención que otros lingüistas relacionen la demofobia, a
la que también denominan enoclofobia y oclofobia, con la agorafobia, es decir
con la fobia a los espacios abiertos, como plazas, avenidas, campo, etc. En
este caso, el DRAE sí incluye el vocablo agorafobia. Y puedo afirmar con total
seguridad que para nada padezco fobia o temor a las plazas, avenidas y, menos
aún, al campo.
Un
día en que el tiempo nublado y frío había dejado desierta la playa segunda del
Sardinero, pertrechados con ropa de abrigo y hasta con impermeable, mi mujer y
yo bajamos a pasear por dicha playa.
Concluyo
que soy un sibarita, amante de la soledad y del disfrute solitario de la
naturaleza, sin tener que compartirla con mis semejantes.
Demo,
o sea el pueblo, está bien para la democracia, de la que soy convencido
partidario, pero no para sumergirme en la masa, que tiene el mismo derecho que
yo a disfrutar del entorno natural o urbano.
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