31 de enero de 2021

No hay mejor defensa que un buen ataque

 

Las palabras y la vida Alberto Martín Baró

El maldito coronavirus y sus no menos funestas variantes, cepas o comoquiera que se llamen nos van acorralando cada vez más. Me los imagino riéndose a mandíbula batiente de nuestros vanos intentos por defendernos de su mortal contagio.

Ya sé que esta es una inadecuada forma de hablar, pues ni siquiera son seres vivos, ni “bichos”, como los llaman en tono jocoso o despectivo algunos comentaristas. Son microorganismos no celulares que necesitan parasitar células vivas para propagarse. Por eso, porque no son seres vivos, no se les puede matar. Pero sí destruir.

La mayor parte de las recomendaciones o imposiciones de las autoridades sanitarias y políticas están dirigidas a nuestra defensa: las mascarillas, la distancia de seguridad, las restricciones a la movilidad y a las reuniones y contactos entre personas… Solo el uso de hidrogeles alcohólicos y el lavarnos haciendo abundante espuma pueden destruir la capa proteínica que protege al coronavirus y a sus variantes.

Y me pregunto, ¿no sería más eficaz que defendernos atacar al enemigo con esa y otras armas semejantes? No hay mejor defensa que un buen ataque. Esta frase está tomada de la obra El arte de la guerra, que suele atribuirse al general, estratega y filósofo chino Sun Tzu, que supuestamente vivió hacia el siglo VI a. C. Y digo supuestamente porque los investigadores piensan que se trata, más que de un personaje individual, de diversos autores o de una escuela. Sea de ello lo que fuere, el dicho en cuestión se ha aplicado con fortuna no solo a los conflictos bélicos, sino también al deporte y a otras confrontaciones.

Yo, cada vez que me lavo las manos con jabón o las froto con los hidrogeles que hay a la entrada del súper y de las tiendas, pienso que estoy acabando con algunos virus.

¿Y si este ataque se realizara a gran escala? He visto imágenes de camiones y cuadrillas de operarios en localidades chinas fumigando de forma masiva calles, plazas, edificios… Como los aviones lanzan sus chorros de agua para apagar incendios, ¿no podrían desinfectar grandes extensiones de terreno y el aire que respiramos?

Las mismas vacunas en las que tenemos puesta nuestra esperanza son medios de defensa y protección individual, que solo cuando se hubiera vacunado a un elevado porcentaje de la población se lograría lo que se ha dado en llamar “la inmunidad de rebaño”.

Los antivirales, como el Aplidin elaborado por el laboratorio español PharmaMar, quizá vayan en esta dirección de atacar y destruir al coronavirus, y no solo curarnos de sus perniciosos efectos. ¿Vamos a dejarnos vencer los seres inteligentes por un parásito sin inteligencia?

Yo confío más en la investigación que en las decisiones de gobernantes ocupados en sus propios intereses partidistas. Inventos o técnicas que en otros tiempos habríamos calificado de “ciencia ficción” son hoy realidad cotidiana. No sigamos fiándolo todo al confinamiento o las cuarentenas que ya utilizaron para combatir las epidemias nuestros antepasados medievales.

 

 

 

 

 

24 de enero de 2021

Nombres, no números

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

No tengo nada contra los números. Sin llegar a los extremos de la escuela pitagórica que, siguiendo a su fundador, el filósofo y matemático griego Pitágoras (siglo VI a. C.), consideraba que la esencia de todas las cosas es de naturaleza numérica, me parece que los signos con los que expresamos la cantidad de personas o cosas en relación con la unidad son un invento admirable sin el que la vida de los seres racionales no podría desenvolverse como lo hace en sus relaciones humanas, sociales, comerciales… A fin de cuentas, los números son un lenguaje, aunque sin la capacidad de la lengua de expresar las más altas ideas y creaciones del espíritu.

No tengo nada contra los números. Incluso trato de resolver cada mañana el sudoku de la página de pasatiempos del periódico en papel. Pero sí me pronuncio contra su mal uso, que se ha exacerbado en estos tiempos aciagos de pandemia. No es solo mi voz, sino son muchas las voces que se han alzado contra la reducción de los contagiados, hospitalizados y fallecidos a frías cifras, con las que a diario los gobernantes y los medios de comunicación nos bombardean, olvidando que se trata de personas con sus nombres y apellidos, con familias que ni siquiera han podido despedirse de ellas con unas honras fúnebres presenciales.

Y, para colmo, muchos de esos números no responden a la realidad, o han sido falseados para no dañar la imagen de un Ministerio de Sanidad incompetente y falsario, cuyos datos son invalidados por el Instituto Nacional de Estadística.

Los números, además, se prestan a interpretaciones distintas o sesgadas. El incremento de contagios ¿no puede deberse al hecho de que se realizan más pruebas PCR (Reacción en Cadena de la Polimerasa)?

Sin la gravedad de la perversa utilización de los números, me sorprende la ligereza con la que responsables políticos lanzan cifras, por ejemplo de árboles dañados por el temporal Filomena. ¿Quién y cómo los ha contado para aventurar la cantidad de 150.000 solo en Madrid capital?

No menos sorprendente resulta la evaluación de los daños causados por las nieves y los hielos, que se estima en 1.398 millones de euros en la capital. ¿Por qué 1.398 y no 1.395 o 1.400?

Las pérdidas del sector agroalimentario las evalúa el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación entre 60 y 80 millones. Aquí al menos no se aquilata tanto la estimación.

En un emotivo artículo publicado el 20 de este mes en El Adelantado, mi querido y admirado Luis López dedicaba un sentido homenaje a “La generación olvidada”, y ahí sí, recordaba con sus nombres propios a los convecinos que se ha llevado la covid-19.

Nombres entrañables de seres queridos, no números.

17 de enero de 2021

Quedarse en casa

 

Las palabras y la vida Quedarse en casa Alberto Martín Baró

De nuevo, el consejo más repetido de los gobernantes durante la nevada Filomena ha sido: “No salgan, quédense en casa”. Frente al obligado confinamiento –palabra del año elegida por la Fundación del Español Urgente y la Real Academia Española– del primer estado de alarma, declarado en marzo de 2020, tanto en las Navidades de ese año como en la catástrofe causada por la nieve y las siguientes heladas en enero de 2021, las restricciones a nuestra libertad de movimientos solo han sido aconsejadas, no impuestas. Lo cual no ha frenado el aumento del número de contagios, hospitalizaciones y muertes por la covid-19, y no ha evitado los ingresos en urgencias por caídas y fracturas.

Desde la sala de la madrileña casa de mi mujer en el Parque de las Avenidas, donde nos ha pillado la borrasca, y donde escribo a mano este artículo, contemplo la tarde soleada y el cielo de un azul radiante que invitan a pasear. Pero me asomo a la terraza, y la calle aún cubierta en parte por la nieve y el hielo me disuade del deseado paseo.

Sí he salido esta mañana, pisando con mucho cuidado, para comprar en el cercano súper, que ha estado cerrado todo el fin de semana y el lunes pasados, y que todavía estaba desabastecido de algunos productos frescos. Créanme si les digo que la limitación de la dieta alimenticia me ha causado menos disgusto que la falta de periódicos, que no han podido distribuirse hasta el miércoles. Sí, leo los diarios digitales, como nuestro Adelantado de Segovia, pero echo de menos la cotidiana rutina de las noticias y los artículos en las páginas impresas en papel, incluidos los sudokus y los crucigramas, que no veo manera de hacerlos en la pantalla del ordenador.

Me decía el sabio escritor y experto editor Emilio Pascual, a quien he confiado la edición de mi último libro, una recopilación de parte de los artículos publicados en El Adelantado durante 2019 y 2020, que el encierro por la pandemia había suscitado o incrementado el afán de escribir y de publicar de muchos confinados, que habían acudido a los servicios de Oportet, su editorial. Sí, el ocio atento en clausura puede estimular nuestra creatividad.

A las largas horas de reclusión de nuestros antepasados prehistóricos en las cuevas magdalenienses debemos las sorprendentes figuras de bisontes y caballos del arte rupestre en Altamira, después del cual “todo es decadencia”, según espuria frase atribuida a Picasso.

En El Espinar y San Rafael, mis hijos han podido salir de casa antes que nosotros y mis nietos ir al colegio. Pero es que estos pueblos de la sierra de Guadarrama están más acostumbrados a batallar con las nieves y los hielos y cuentan con más medios para ello.

Mis amigos los árboles del Parque de las Avenidas y los pinos espinariegos no tienen dónde guarecerse y han sufrido a la intemperie los embates del temporal Filomena. Sus daños me duelen. Pero más dolor me causan quienes no pueden quedarse en casa... porque no la tienen.

11 de enero de 2021

La salud

 

Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Parece como si, en estos tiempos aciagos de pandemia, la salud consistiera casi exclusivamente en verse libres del funesto coronavirus o de cualquiera de sus variantes. Nos contentamos con no contagiarnos de la covid-19 y no tener que ser hospitalizados.

Esta polarización en una enfermedad que, desde luego, provoca a diario centenares de víctimas mortales entre nuestros conciudadanos y millares en todo el mundo nos hace olvidar que la salud es, según la define en una primera acepción el Diccionario de la Real Academia Española, el “estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones”. Podemos haber evitado el contagio de la covid-19 y, sin embargo, estar lejos de la normalidad de todas las funciones de nuestro organismo.

En raros momentos, sobre todo quienes ya hemos superado la barrera psicológica de los 65 años, edad normal de la jubilación, digo que raramente nos encontramos en un estado de bienestar no perturbado por alguna molestia, disfunción, achaque, dolama, dolor, trastorno físico o psíquico…

Pero el hecho de estar centrados en la lucha contra el coronavirus para preservar nuestra salud, observando las medidas prescritas por las autoridades sanitarias, como llevar la mascarilla, mantener las distancias de seguridad, lavarnos las manos con frecuencia, evitar desplazamientos y reuniones familiares o sociales, no abrazar, ni besar, ni tocar a nadie, tiene efectos secundarios no deseados en nuestra misma salud, fisiológica y mental.

Del mismo modo que el enfermo ocupado y preocupado en combatir su enfermedad se vuelve, si no egoísta, ciertamente egocéntrico, pendiente de sus medicinas y tratamientos, también los relativamente sanos, bombardeados por las noticias de contagios, hospitalizaciones y muertes, y las prescripciones médicas, podemos caer en un penoso egocentrismo.

Egocentrismo agravado por la falta de alicientes culturales y sociales: no vamos al cine, ni al teatro, ni asistimos a conciertos o a presentaciones de libros, no conversamos con los amigos en un bar, en una cafetería o restaurante, no viajamos…

¿Merece la pena una salud sin cultura, sin el cultivo del espíritu, y sin el trato enriquecedor con familiares y allegados? Psicólogos y psiquiatras alertan de las posibles consecuencias perniciosas para el equilibrio mental de un confinamiento prolongado y de una falta de horizontes esperanzadores, más allá de la vacuna.

Sí, por eso nos resistimos como gatos panza arriba a prescindir de actos culturales y sociales, de lo más gratificante de la vida. No por irresponsabilidad, sino porque la verdadera salud es más, mucho más, que evitar la covid-19.

Pues bien, en ese sentido amplio, yo les saludo y les deseo, queridos lectores: ¡Salud!

3 de enero de 2021

Siglas de la pandemia

 

Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Una serie de siglas que hemos utilizado con frecuencia a lo largo del 2020 me van a ayudar a resaltar algunos datos de las dos grandes crisis, la sanitaria y la económica, que han marcado este año aciago.

La primera es la OMS, sigla de la Organización Mundial de la Salud, organismo que declaró la pandemia provocada por el coronavirus el 11 de marzo, mes y medio después de que el Gobierno de Pekín le informara de unos casos de neumonía de origen desconocido en la localidad de Wuhan, donde el primer brote se había producido el 12 de diciembre. Se ha criticado a la OMS por su tardanza en reconocer y anunciar la gravedad de la enfermedad causada por el coronavirus.

La segunda sigla es precisamente la que denomina, según la misma OMS, dicha enfermedad, la COVID-19, que en inglés se desglosa como “coronavirus disease”. A la covid-19 se achacan todas las restricciones que en España hemos sufrido desde la declaración del estado de alarma por el Gobierno el 14 de marzo, aunque el Ejecutivo de Pedro Sánchez ya conociera con antelación casos de la covid-19 en nuestro país, pero no los consideró causa suficiente para suprimir la macromanifestación feminista del 8M.

La tercera sigla es PCR, de nuevo del inglés “polymerase chain reaction”, reacción en cadena de la polimerasa, la prueba más fiable y utilizada para detectar el contagio por coronavirus. Como también ocurrió con las mascarillas, en España las autoridades sanitarias tardaron en adquirir estos test, cuya utilización habría permitido un seguimiento más eficaz de la propagación de la covid-19.

Como tampoco se dotó a los profesionales de la sanidad de los EPI, o sea de los equipos de protección integral, que habrían ayudado a salvar vidas de los sanitarios que estaban y están en la primera línea de la batalla contra el coronavirus.

En el terreno económico, todos habíamos oído hablar de las ERE, expedientes de regulación de empleo, en especial a propósito de los casos de corrupción del Gobierno socialista en la Junta de Andalucía. Pero se ha ampliado su uso a los ERTE, expedientes de regulación temporal de empleo, con los que se ha tratado de paliar los despidos de personal de muchas empresas abocadas al cierre.

Con el IMV, el ingreso mínimo vital, el Gobierno de Sánchez e Iglesias ha pretendido proteger a los más desprotegidos, aunque a finales de 2020 este ingreso no haya llegado ni al 1 % de los hogares necesitados y con todos sus miembros en paro.

Pero si obtener cita en el SEPE, Servicio Público de Empleo Estatal, es más difícil que ascender al Everest sin equipo de oxígeno, ¿cómo evitar el desplome de la ocupación?