25 de febrero de 2018

Presencia de la mujer

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Con ocasión de algunas noticias que han vuelto a plantear la cuestión sobre la presencia de la mujer en los distintos ámbitos políticos, sociales y culturales, me preguntaba yo cuál era la primera autora que figura en la historia de la literatura española. Me venía a la memoria el nombre de Santa Teresa de Jesús, pero me asaltaba la duda de si, hasta el siglo XVI en que vivió la mística carmelita, no había habido ninguna escritora de la que tengamos noticia. Pues bien, la bibliografía que he consultado me confirma que entre las obras que han llegado hasta nosotros desde los albores de la literatura española a comienzos del siglo XII, en que está datado el Cantar de Mio Cid (hacia 1140), hasta el año 1588 en que vieron la luz los primeros escritos de la santa de Ávila como El libro de su vida y El libro de las Moradas o Castillo interior, no hay ninguna atribuida a una mujer.
Después de Teresa de Cepeda y Ahumada, habrá que esperar hasta el siglo XVII para hallar en la nómina de escritores en español a dos mujeres de la talla de María de Zayas (1590-1661), que cultivó novelas breves de ambiente cortesano, y de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), que nació y vivió en México, y a quien la crítica reconoce como figura destacada de la lírica culterana.
Buscando escritoras españolas del siglo XVIII, el siglo del Neoclasicismo y la Ilustración, me llevo la sorpresa de que muchos manuales no consignan a ninguna mujer. Encuentro, en cambio, en Internet el blog de una profesora del IES Miguel Catalán, de Zaragoza, Carmen Andreu Gisbert, la cual propone a sus alumnos de 1.º de Bachillerato un proyecto de Mujeres escritoras. En el capítulo dedicado al siglo XVIII se ocupa de 16 autoras, de las que he de reconocer humildemente que no me suenan ni sus nombres, a excepción del de Josefa de Jovellanos, y ello no por sus escritos, sino por los de su hermano Gaspar Melchor.
En el siglo XIX, en pleno Romanticismo, adquieren ya la misma importancia que sus coetáneos varones, poetisas y novelistas como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cecilia Böhl de Faber, más conocida por el seudónimo con el que firmó, Fernán Caballero, Carolina Coronado, Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán.
Mencionar siquiera a las escritoras que en los siglos XX y XXI han brillado en todos los géneros de la literatura española desbordaría los límites de este artículo.
Sí quiero hacer constar un hecho del que me ocupé en mi artículo Debemos conocerlas, publicado el 15 de marzo del pasado año 2017 en esta misma página de El Adelantado de Segovia. En él escribía yo que “pocos habrá que desconozcan a los poetas integrantes de la llamada Generación del 27 […], como Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre”. Traía a colación esta lista a propósito del libro de Marifé Santiago Bolaños y Mercedes Gómez Blesa, ambas doctoras en Filosofía, titulado Debes conocerlas. ¿A quiénes debemos conocer? Pues a mujeres intelectuales, escritoras, artistas, políticas, como Clara Campoamor, María de Maeztu, Victoria Kent, Isabel Oyarzábal, Zenobia Camprubí, María Moliner, María Zambrano, María Teresa León, Josefina de la Torre, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcin, Concha Méndez, Maruja Mallo, Rosario de Velasco, Margarita Manso, Ángeles Santos…, “a las que la historia ha relegado a un plano secundario, subordinadas en muchos casos a sus maridos o compañeros varones”.
De este somero recorrido por las escritoras de la literatura española y por otras mujeres relevantes en otros campos quiero sacar algunas conclusiones.
La primera invita a no perder de vista la historia de la que provenimos, con sus luces y sombras, para no trasladar a épocas anteriores criterios y juicios que hoy nos son familiares. Hemos avanzado mucho en la equiparación de hombres y mujeres, pero debemos seguir trabajando juntos, los miembros de ambos sexos, en esa igualdad.
Una segunda consideración busca las causas de que, en numerosos campos de la cultura y de la ciencia, no haya habido mujeres. La principal causa reside en que las mujeres han estado durante milenios relegadas al hogar, y su trabajo ha consistido fundamentalmente en las tareas domésticas y en el cuidado y educación de los hijos, a la vez que se les negaban derechos de que gozaban los hombres.

Un tercer aspecto me lleva a afirmar que, en vez de recurrir a absurdas deformaciones de palabras para “dar visibilidad” a la mujer, es mucho más eficaz estudiar y rescatar del olvido a tantas escritoras, artistas, científicas, filósofas…, que han hecho posible que cada vez más mujeres desempeñen hoy profesiones y ocupen puestos antes reservados a los hombres. 

18 de febrero de 2018

Guerra de géneros

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

No sé a qué esperan los académicos y las académicas –aunque estas sean pocas, y en cualquier caso menos que los hombres– de la Lengua Española para proponer como miembra de número de la Real Academia a la portavoza de Podemos en el Congreso de los Diputados y las Diputadas.
El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), cuya elaboración y puesta al día es uno de los principales cometidos de la docta Casa, está echando en falta las aportaciones de lumbreras como Bibiana Aído, a la que se debe el necesario femenino de miembras, y de Irene Montero, diputada que trabaja incansablemente por visibilizar a la mujer, siempre y en todas partes injustamente ocultada por los predominantes y opresivos varones.
No se esfuercen académicos y académicas de la Lengua en aclarar que en los sustantivos comunes el género gramatical se evidencia por medio de determinantes y adjetivos: así, en el caso de portavoz, el portavoz español y la portavoz española. Y no hagan notar que la palabra ‘voz’, que forma parte del término compuesto portavoz, da la casualidad de que es del género femenino. Son explicaciones poco convincentes para las nuevas expertas en lingüística y filología.
Del mismo modo que estas entendidas son impermeables a otras precisiones de la Real Academia, como cuando esta insiste en la inutilidad del desdoblamiento en sustantivos masculinos y femeninos. “La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas. Deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican innecesariamente la redacción y lectura de los textos”.
Son inútiles tales recomendaciones. ¿Por qué la forma masculina de los sustantivos va a representar tanto a los hombres como a las mujeres? La insistencia en desdoblar ciudadanos y ciudadanas, vascos y vascas, catalanes y catalanas, alumnos y alumnas, profesores y profesoras, ha adquirido hoy carta de ciudadanía, no solo entre políticos, sino también entre otros profesionales.
¿Tendrán los historiadores que referirse al “tiempo de los romanos y las romanas”, a “las invasiones de los vándalos y las vándalas”, “de los hunos y las hunas”…?
Se presenta a los académicos y las académicas la ardua tarea de revisar el DRAE de acuerdo con las normas, no ya del léxico, de la gramática y de la sintaxis, sino de lo políticamente correcto. Así, por ejemplo, habrá que suprimir en el lema ‘fácil’ la acepción que reza: “adj. Dicho especialmente de una mujer: Que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales”.
No es de recibo, señores académicos y señoras académicas, la justificación que se aduce para este y otros significados peyorativos, pretextando que el diccionario refleja el lenguaje tal como se ha utilizado a lo largo de la historia. ¿Les parece bien que en el vocablo ‘gitano’ siga figurando la acepción “Trapacero” (en anteriores ediciones se explicitaba: “Que estafa u obra con engaño”)?
Más dificultoso, aunque imprescindible, va a resultar modificar todos los sustantivos que no terminen en –a para que hagan visibles a las mujeres. Ya se hizo esta operación con ‘juez’ admitiendo el femenino ‘jueza’.
No se preocupen académicos y académicas, nos acostumbraremos a decir el albañil y la albañila; los jóvenes y las jóvenas, uso feliz que inauguró Carmen Romero, la exmujer del expresidente Felipe González; el agente y la agenta…
Es extraño que, cuando ya se han aceptado los sustantivos femeninos para designar a las mujeres que ejercen profesiones antes desempeñadas exclusiva o predominantemente por hombres, como ingeniero e ingeniera, arquitecto y arquitecta, abogado y abogada…, las mujeres que practican la medicina no quieren que se las llame médicas, sino médicos.
¿Y qué hacemos con los sustantivos que terminan en –a y no son del género femenino? Pues tendremos que transformarlos para que, cuando se refieren a hombres, acaben en –o: así habrá que hablar de los futbolistos y las futbolistas, los tenistos y las tenistas, los artistos y las artistas, los electricistos y las electricistas, los oculistos y las oculistas…
Me objetarán que estoy llevando al ridículo pretensiones que ni siquiera a las más delirantes feministas se les han ocurrido. De acuerdo. Pero, cuando se equipara género gramatical a sexo, está abierta la puerta a los mencionados y a otros excesos. Hoy ya a nadie le extraña la expresión “violencia de género” para designar la violencia contra la mujer.

Así, la tradicional y penosa guerra de sexos ha derivado en la menos violenta guerra de géneros. Algo hemos ganado. 

12 de febrero de 2018

Julia Sáez-Angulo

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
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Cuánto ha leído esta mujer. Cuánto ha escrito. Cuánto ha viajado. En suma, cuánto ha vivido Julia Sáez-Angulo.
No hace falta haber consultado su biografía en Internet para llegar a estas conclusiones. Ni saber que estudió Periodismo y Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y que trabajó en el Gabinete de Prensa del Ministerio de Cultura. Me basta con haber leído su último libro, Cuentos dedicados, después de asistir a la presentación del mismo en la Casa de Galicia de Madrid, en la que intervinieron el editor de EspacioCultura, responsable de la publicación, José Luis Pardo Caeiro, el abogado y escritor Rogelio Sánchez Molero y el director de la Casa de Galicia José Ramón Ónega.
Las presentaciones de libros son unas ceremonias en las que los autores y los editores dan el pistoletazo de salida a la carrera promocional y publicitaria de una obra que se trata de hacer llegar a los lectores y venderla. Parte obligada del acto es la firma de ejemplares del libro por el autor con la consiguiente dedicatoria. Y es una ocasión propicia para que el escritor reciba el aplauso de unos lectores que aún no han leído el libro. Con humor observó Julia, al hablarnos de Cuentos dedicados en la presentación, que aplaudimos al director de orquesta cuando sale al escenario, aunque todavía no hemos escuchado cómo suena bajo su dirección la música programada. Cuando hayamos leído el libro presentado, por lo general no tendremos la posibilidad de expresar a su autor cuánto hemos disfrutado con su lectura y de aplaudirle.
Yo he pasado unas horas muy gratas leyendo los relatos de Julia Sáez-Angulo y, al disponer de una tribuna de opinión en un periódico, puedo manifestarle mi agrado.
Predominan en el libro los cuentos breves, casi microrrelatos, que en la mayoría de los casos no superan las dos páginas. En esa corta extensión se presenta con tino a unos personajes, se desarrolla una historia y se llega a un desenlace, que no siempre tiene que encerrar una sorpresa y que puede quedar abierto. En palabras de la autora en su Introducción, “Historias de apariencia sencilla, pero con alguna carga de profundidad. Como la vida misma”.
Así aparecen personajes que existieron realmente, como la periodista Carmen de Burgos, “Colombine”, y su amado Ramón Gónez de la Serna, sí el de las greguerías; la coleccionista de arte Paula Florido y Toledo, esposa de José Lázaro Galdiano; o el músico armenio Djivan Gaparian. Otros son inventados por la autora, basándose o no en personas reales. También alternan los lugares y escenarios perfectamente localizables y descritos de mano maestra con otros ficticios, y los sucesos verídicos con otros imaginados.
Rogelio Sánchez Molero, en su brillante intervención, hizo notar que en Cuentos dedicados “aparecen la tristeza y la nostalgia, como en ‘La casa de la presa’ o en ‘Volver al Cáucaso’; está el amor en ‘El viejo profesor’ o ‘Giorgios el griego’; los celos en el titulado ‘La estudiante americana del Ateneo’; el humor en el divertido ‘Hay que votar a Ibarra’; la maldad en el sorprendente ‘Certificado de autenticidad’; o los valores humanos, como en el que cierra el libro, titulado ‘La abadesa de Fraumunster’”.
Coincido con Rogelio en su valoración de la pasión de Julia por el lenguaje, por la tradición literaria, por la pintura y la música, en suma por las bellas artes, que están presentes en bastantes de sus cuentos y cuyos entresijos, técnicas y vocabulario específico conoce a la perfección.
Julia Sáez-Angulo, decía yo al comienzo de mi artículo, ha leído, viajado y vivido mucho. Y tantas lecturas y viajes, tanta vida, dejan su huella en unos escritos donde resulta difícil deslindar la realidad de la fantasía.
En la citada Introducción a Cuentos dedicados, titulada “De cómo nace un relato”, la propia autora declara que su libro “quiere ser una recopilación de algunas historias que los amigos acercan al escritor de manera consciente o inconsciente. Después la imaginación las adorna o reforma al gusto de quien las firma, porque no se escribe para plasmar la historia real, sino la historia literaria”.
La tradición, oral y escrita, de la literatura española y universal está presente en los relatos de Julia Sáez-Angulo, pasada por el tamiz de su propia visión del mundo y del arte. Visión en la que prima la bondad que, como se puede leer en uno de los cuentos, “es la forma sublime de la inteligencia”. Julia, lo recordaba Rogelio en la presentación, es una mujer agradecida y buena.

Y nunca olvida Julia que el fin primordial de la creación literaria es entretener, deleitar, cautivar, divertir. Ella lo consigue en estos cuentos dedicados a sus numerosos amigos, entre los que tengo el honor de contarme. 

7 de febrero de 2018

A la búsqueda del poeta y del amigo

El pasado día 5 de febrero se celebró en la sede de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles (AEAE) en Madrid un homenaje al poeta, periodista y escritor José Javier Aleixandre. En el acto intervinieron el presidente de la AEAE Juan Van Halen, el secretario José López Martínez y la escritora Angelina Lamelas. Reproduzco a continuación el escrito que leyó Angelina.
Verás, José Javier: Para encontrarte de nuevo, llevo unos días con tus libros apilados muy cerca de mí. Tengo doce y sé que me faltan unos cuantos. Releo tus dedicatorias con emoción, porque algunas andaban a la deriva en mi memoria, y te reencuentro tan amable y cariñoso como fuiste siempre conmigo.
Desde el prólogo que escribiste a mi primer poemario, Recital de lluvia, que se acabó de imprimir el 24 de septiembre de 1992, festividad de Nuestra Señora de la Merced, y mercedes otorgas tú a mi libro y una leve sanción por dos consonancias.
A tu amistad debo también que, después de ganar yo la Hucha de Oro, me asomaras al vértigo literario de ser jurado preseleccionador en sucesivas convocatorias del premio. Leo la dedicatoria de tu libro Encendida sombra de otoño y lo relatas en dos líneas: “Para Angelina, en recuerdo de 3.313 cuentos que compartimos”. Éramos tres, como los tres tenores: José Javier, Carlos Murciano y yo. Divididos entre tres, los 3.313 cuentos que se presentaron aquel año, tocábamos a 1.104 cuentos cada uno y sobraba uno, pobrecito, que leeríamos los tres. Un atracón de cuentos. Alguien recomendó desde la sensatez: no hay que pasarse en la lectura de treinta cuentos al día, incluidos sábados y domingos. Cuarenta y cuatro días de tarea y un pico sobrante. No se leían lo mismo los primeros de cada jornada, con la mente capaz de una mejor tasación: tanto de originalidad, tanto de perfección, tanto de conocimiento carnal del cuento, ninguna desmesura. Y que solo se oyera una voz. Era el credo del cuento. ¿Y qué más? ¿Qué decía Medardo Fraile? Que el cuento se escribe temblando, porque se puede quebrar. Hermoso.
Vuelvo a la poesía. Con ese apellido tan brillante, Aleixandre, que caminaba hacia el Nobel, no me extraña que te gustara contar cómo transcurrió la primera visita a tu tío Vicente en Velintonia. Tenías quince años, estabas recién llegado a Madrid y llevarías pantalones bombachos seguramente. Dijiste:
–Traigo unos poemas que he escrito, tío Vicente.
Él me pidió que leyera primero uno suyo.
–Lees bien –me dijo–. Me gustan el tono y la modulación.
Entonces leíste los tuyos y pudiste ver que él movía la cabeza afirmativamente.
En febrero de 1996, cuando me dedicas un ejemplar de Porque es de noche, escribes:
“Para mi buena amiga Angelina, a quien echo mucho de menos últimamente”.
Siempre fuiste un buen catalizador de la amistad. Y al leerte hoy, con la distancia justa que hay desde la Tierra a la eternidad, te cuento que mis frecuentes viajes a Argentina pudieron poner el hemisferio de la distracción en mis pasos, nunca el olvido.
Te oí versificar con ternura poética la emoción de tu nieta Leticia, que entonces tenía diez años. En ese mismo libro tienes el poema “Habitación con mariposas”. Calculo los años que hoy tendrá aquella niña de diez y me salen 32, el esplendor de la juventud y la sabiduría. Dices:
A la hora ritual de la merienda
todos los días llega del colegio.
Es mi nieta mayor.
                                Viene con prisas
rebosantes de abrazos que coloca
como apretadas alas en mis hombros
con un paso de danza improvisado;
con una canción nueva que le brinca
como un arroyo vivo por los labios;
………
Y con el fácil vuelo de sus risas
que, por arte de magia,
llenan la habitación de mariposas.
Ella, con la alegría de su nombre
–Leticia–,
decapita la sombra de mis tedios.
Qué pena, no puedo detenerme en todos tus poemarios tan premiados. Diste a luz Anunciación de Mónica, libro que encierra en su nombre la diversidad de las mujeres que pasaron por tu pensamiento. Se lo dedicas a tu mujer, que tampoco se llamaba Mónica. Se fue antes que tú y representó la compañía, la comprensión, la seguridad, el orden, la fidelidad, y hasta la difícil raya de tu pantalón.
Mónica pudo ser Galatea, Dulcinea, Beatriz, Julieta, Melibea:
¿Y acaso no será cada una
un momento distinto de una misma?
Ya para siempre Mónica.
¡A mí me gustan tanto las esdrújulas!
Y diez años más tarde, en Cartas desde muy cerca, Premio Francisco de Quevedo, susurras tu poema de huérfano reciente:
Quiero escribirte, madre,
desde ahora ya solo por escrito
puedo llamarte con tan dulce nombre.
Ya vienen a llevarte y estamos tú y yo solos,
cuando más solos y más juntos
desde que me llevaste en tu vientre.
Y en “Carta para una muchacha que ha elogiado mis versos”, imaginas:
Pienso que fue como si nos cruzáramos
por el ‘campus’ de la Universidad:
el viejo profesor de Humanidades
con la savia secándose poco a poco en su árbol
y la frutal alumna jovencísima
que tararea rock y Mozart
mientras prepara próximos exámenes.

En este homenaje, José Javier, no puedo detenerme lo que yo quisiera.
Déjame que te cuente
noticias de la Tierra.
Lo primero, decirte
que se te echa muchísimo
de menos.
También quiero contarte,
como amigo,
que a estas alturas me he casado
con Alberto,
un hombre bueno y culto,
cultivador de la palabra
hasta la esencia.
Si te digo que es hijo de Martín Abril,
ya sabes la casta que le adorna.
Nació en Valladolid.
Los dos somos valientes
y estamos muy bien juntos.
Tenía que decírtelo.
Y que hoy nieva en Madrid
intensamente.
Nieva recuerdos y letras
y algún endecasílabo.
Consuela que nos miras
desde el retrato
de tu presidencia
y te cruzas en Leganitos
con nosotros,
con Juan Van Halen, Pepe López Martínez,
Margarita Arroyo, Pilar Aroca,
Emilio Porta, Isabel Ibáñez,
Natalia Gómez de la Serna,
Carmina Casala, Fernando Almena…
Te queremos.


Angelina Lamelas

5 de febrero de 2018

4 de febrero de 2018

Somos tiempo

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

A lo largo de los años hemos ido acumulando toda clase de objetos: ropa, calzado, vajillas, cristalerías, libros, revistas, cuadernos, fotos, cuadros, discos de vinilo y CD, cintas de casete, de vídeo VHS y DVD, cartas, recortes de periódicos, documentos, adornos…
Si, como es el caso de quien esto escribe, hemos cambiado de casa repetidas veces, las mudanzas son una buena ocasión para poner orden en ese cúmulo de pertenencias y, si el nuevo hogar es más pequeño, deshacerse de algunas o muchas de ellas.
Desde luego, los sin recursos de los que hablaba yo en mi anterior artículo, al tratar de la ‘aporofobia’, no tienen este problema ocasionado por la abundancia.
Ayudo a la mujer con la que ahora comparto felizmente mi vida a ordenar las variopintas cosas que ha guardado y conservado en su dilatada y fecunda existencia: en lo familiar, como nieta, hija, hermana, esposa, madre y abuela, y en lo profesional, como periodista, profesora y escritora. Todas estas facetas han ido dejando honda huella en su persona y en su casa.
Como primera providencia ha habido que adquirir y ubicar en varias habitaciones, hasta en el vestíbulo, nuevas estanterías para los numerosos libros. De momento nos hemos limitado a encontrarles acomodo. Un paso ulterior será ordenarlos. ¿Cómo? ¿Por géneros, por autores, por colecciones o editoriales? Tendremos que pedir ayuda al polifacético y brillante escritor argentino Alberto Manguel, autor de “La biblioteca de noche” entre otros escritos en los que trata de la lectura, aunque él, en este momento, como nos confesaba en una conferencia este verano en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, tenga su biblioteca almacenada en cajas. Quizá haya que recurrir a una mezcla de criterios. Lo importante es que la clasificación nos permita hallar fácilmente un volumen determinado.
Hemos preparado carpetas de cartón o plástico para los distintos documentos en papel: cartas, manuscritos y originales de artículos, cuentos y poemas, recibos, recortes de prensa…
Capítulo aparte merecen las fotografías, centenares, que no han sido incluidas en álbumes o expuestas en marcos, y que resulta muy difícil datar.
Esta navegación por los testigos y recuerdos del pasado me ha llevado a hacerme la pregunta que Germán Ubillos, según refiere en un reciente y magistral artículo, ha planteado a personas de su edad –74 años, que él mismo declara sin reparo–: ¿Les gustaría volver a vivir y, en ese caso, les gustaría volver a vivir la misma vida? Un buen número de interlocutores le responden que no les gustaría volver a vivir de ningún modo. Otros afirman que sí les gustaría, pero una vida diferente, mejor. Y muy pocos, quizá se puedan contar con los dedos de una mano, contestan que sí les gustaría volver a vivir la misma vida, con sus alegrías y tristezas, su salud y enfermedades. Mi querido amigo Germán se incluye a sí mismo en este tercer grupo.
Yo me situaría en una cuarta categoría: hay hechos y episodios en mi vida con los que estoy satisfecho, y otros que me gustaría cambiar. Pero sigo el consejo del filósofo y teólogo alemán, aunque nacido en Italia, Romano Guardini, en su obra “La aceptación de sí mismo”: me acepto como he llegado a ser después de aciertos y errores, de actos generosos, de entrega y amor, y de otros cobardes y egoístas.
No podemos cambiar el pasado, pero tenemos en nuestras manos el presente, que a su vez configurará nuestro futuro como nosotros queramos –en eso consiste el gran don de la libertad–, dentro de las limitaciones que las circunstancias externas y nuestras propias carencias nos imponen.
Termina Germán Ubillos afirmando que no nos es dado volver a vivir, ni la misma vida, ni otra mejor, en una suerte –esto lo añado yo– de reencarnación o metempsícosis, como sostienen algunas creencias y filosofías orientales. ¿Y la resurrección y la vida eterna que en su credo promete la religión católica?
Frente al eterno retorno de lo mismo que preconizara Nietzsche, se alza desde el viejo Heráclito la realidad de que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.
Los recuerdos evocados por objetos del pasado me han llevado a esta reflexión sobre lo que Heidegger llamaría, en su obra capital “Ser y tiempo”, temporalidad.
Somos tiempo. Toda pregunta o indagación sobre el ser, sobre el ‘Dasein’, el ser-ahí, se vuelve un saber encarnado en el tiempo y en el espacio. Temporalidad que al filósofo de Friburgo le llevaría a concluir que somos “Sein zum Tode”, seres para la muerte.

Discrepo. Somos, con nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, seres para la vida.