4 de febrero de 2018

Somos tiempo

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

A lo largo de los años hemos ido acumulando toda clase de objetos: ropa, calzado, vajillas, cristalerías, libros, revistas, cuadernos, fotos, cuadros, discos de vinilo y CD, cintas de casete, de vídeo VHS y DVD, cartas, recortes de periódicos, documentos, adornos…
Si, como es el caso de quien esto escribe, hemos cambiado de casa repetidas veces, las mudanzas son una buena ocasión para poner orden en ese cúmulo de pertenencias y, si el nuevo hogar es más pequeño, deshacerse de algunas o muchas de ellas.
Desde luego, los sin recursos de los que hablaba yo en mi anterior artículo, al tratar de la ‘aporofobia’, no tienen este problema ocasionado por la abundancia.
Ayudo a la mujer con la que ahora comparto felizmente mi vida a ordenar las variopintas cosas que ha guardado y conservado en su dilatada y fecunda existencia: en lo familiar, como nieta, hija, hermana, esposa, madre y abuela, y en lo profesional, como periodista, profesora y escritora. Todas estas facetas han ido dejando honda huella en su persona y en su casa.
Como primera providencia ha habido que adquirir y ubicar en varias habitaciones, hasta en el vestíbulo, nuevas estanterías para los numerosos libros. De momento nos hemos limitado a encontrarles acomodo. Un paso ulterior será ordenarlos. ¿Cómo? ¿Por géneros, por autores, por colecciones o editoriales? Tendremos que pedir ayuda al polifacético y brillante escritor argentino Alberto Manguel, autor de “La biblioteca de noche” entre otros escritos en los que trata de la lectura, aunque él, en este momento, como nos confesaba en una conferencia este verano en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, tenga su biblioteca almacenada en cajas. Quizá haya que recurrir a una mezcla de criterios. Lo importante es que la clasificación nos permita hallar fácilmente un volumen determinado.
Hemos preparado carpetas de cartón o plástico para los distintos documentos en papel: cartas, manuscritos y originales de artículos, cuentos y poemas, recibos, recortes de prensa…
Capítulo aparte merecen las fotografías, centenares, que no han sido incluidas en álbumes o expuestas en marcos, y que resulta muy difícil datar.
Esta navegación por los testigos y recuerdos del pasado me ha llevado a hacerme la pregunta que Germán Ubillos, según refiere en un reciente y magistral artículo, ha planteado a personas de su edad –74 años, que él mismo declara sin reparo–: ¿Les gustaría volver a vivir y, en ese caso, les gustaría volver a vivir la misma vida? Un buen número de interlocutores le responden que no les gustaría volver a vivir de ningún modo. Otros afirman que sí les gustaría, pero una vida diferente, mejor. Y muy pocos, quizá se puedan contar con los dedos de una mano, contestan que sí les gustaría volver a vivir la misma vida, con sus alegrías y tristezas, su salud y enfermedades. Mi querido amigo Germán se incluye a sí mismo en este tercer grupo.
Yo me situaría en una cuarta categoría: hay hechos y episodios en mi vida con los que estoy satisfecho, y otros que me gustaría cambiar. Pero sigo el consejo del filósofo y teólogo alemán, aunque nacido en Italia, Romano Guardini, en su obra “La aceptación de sí mismo”: me acepto como he llegado a ser después de aciertos y errores, de actos generosos, de entrega y amor, y de otros cobardes y egoístas.
No podemos cambiar el pasado, pero tenemos en nuestras manos el presente, que a su vez configurará nuestro futuro como nosotros queramos –en eso consiste el gran don de la libertad–, dentro de las limitaciones que las circunstancias externas y nuestras propias carencias nos imponen.
Termina Germán Ubillos afirmando que no nos es dado volver a vivir, ni la misma vida, ni otra mejor, en una suerte –esto lo añado yo– de reencarnación o metempsícosis, como sostienen algunas creencias y filosofías orientales. ¿Y la resurrección y la vida eterna que en su credo promete la religión católica?
Frente al eterno retorno de lo mismo que preconizara Nietzsche, se alza desde el viejo Heráclito la realidad de que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.
Los recuerdos evocados por objetos del pasado me han llevado a esta reflexión sobre lo que Heidegger llamaría, en su obra capital “Ser y tiempo”, temporalidad.
Somos tiempo. Toda pregunta o indagación sobre el ser, sobre el ‘Dasein’, el ser-ahí, se vuelve un saber encarnado en el tiempo y en el espacio. Temporalidad que al filósofo de Friburgo le llevaría a concluir que somos “Sein zum Tode”, seres para la muerte.

Discrepo. Somos, con nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, seres para la vida. 

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