Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
A lo largo de los
años hemos ido acumulando toda clase de objetos: ropa, calzado, vajillas,
cristalerías, libros, revistas, cuadernos, fotos, cuadros, discos de vinilo y
CD, cintas de casete, de vídeo VHS y DVD, cartas, recortes de periódicos,
documentos, adornos…
Si, como es el caso
de quien esto escribe, hemos cambiado de casa repetidas veces, las mudanzas son
una buena ocasión para poner orden en ese cúmulo de pertenencias y, si el nuevo
hogar es más pequeño, deshacerse de algunas o muchas de ellas.
Desde luego, los sin
recursos de los que hablaba yo en mi anterior artículo, al tratar de la
‘aporofobia’, no tienen este problema ocasionado por la abundancia.
Ayudo a la mujer con
la que ahora comparto felizmente mi vida a ordenar las variopintas cosas que ha
guardado y conservado en su dilatada y fecunda existencia: en lo familiar, como
nieta, hija, hermana, esposa, madre y abuela, y en lo profesional, como
periodista, profesora y escritora. Todas estas facetas han ido dejando honda
huella en su persona y en su casa.
Como primera
providencia ha habido que adquirir y ubicar en varias habitaciones, hasta en el
vestíbulo, nuevas estanterías para los numerosos libros. De momento nos hemos
limitado a encontrarles acomodo. Un paso ulterior será ordenarlos. ¿Cómo? ¿Por
géneros, por autores, por colecciones o editoriales? Tendremos que pedir ayuda
al polifacético y brillante escritor argentino Alberto Manguel, autor de “La
biblioteca de noche” entre otros escritos en los que trata de la lectura,
aunque él, en este momento, como nos confesaba en una conferencia este verano
en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, tenga su biblioteca almacenada
en cajas. Quizá haya que recurrir a una mezcla de criterios. Lo importante es
que la clasificación nos permita hallar fácilmente un volumen determinado.
Hemos preparado
carpetas de cartón o plástico para los distintos documentos en papel: cartas,
manuscritos y originales de artículos, cuentos y poemas, recibos, recortes de
prensa…
Capítulo aparte
merecen las fotografías, centenares, que no han sido incluidas en álbumes o
expuestas en marcos, y que resulta muy difícil datar.
Esta navegación por
los testigos y recuerdos del pasado me ha llevado a hacerme la pregunta que
Germán Ubillos, según refiere en un reciente y magistral artículo, ha planteado
a personas de su edad –74 años, que él mismo declara sin reparo–: ¿Les gustaría
volver a vivir y, en ese caso, les gustaría volver a vivir la misma vida? Un
buen número de interlocutores le responden que no les gustaría volver a vivir
de ningún modo. Otros afirman que sí les gustaría, pero una vida diferente,
mejor. Y muy pocos, quizá se puedan contar con los dedos de una mano, contestan
que sí les gustaría volver a vivir la misma vida, con sus alegrías y tristezas,
su salud y enfermedades. Mi querido amigo Germán se incluye a sí mismo en este
tercer grupo.
Yo me situaría en una
cuarta categoría: hay hechos y episodios en mi vida con los que estoy
satisfecho, y otros que me gustaría cambiar. Pero sigo el consejo del filósofo
y teólogo alemán, aunque nacido en Italia, Romano Guardini, en su obra “La
aceptación de sí mismo”: me acepto como he llegado a ser después de aciertos y
errores, de actos generosos, de entrega y amor, y de otros cobardes y egoístas.
No podemos cambiar el
pasado, pero tenemos en nuestras manos el presente, que a su vez configurará
nuestro futuro como nosotros queramos –en eso consiste el gran don de la
libertad–, dentro de las limitaciones que las circunstancias externas y
nuestras propias carencias nos imponen.
Termina Germán
Ubillos afirmando que no nos es dado volver a vivir, ni la misma vida, ni otra
mejor, en una suerte –esto lo añado yo– de reencarnación o metempsícosis, como
sostienen algunas creencias y filosofías orientales. ¿Y la resurrección y la
vida eterna que en su credo promete la religión católica?
Frente al eterno
retorno de lo mismo que preconizara Nietzsche, se alza desde el viejo Heráclito
la realidad de que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.
Los recuerdos
evocados por objetos del pasado me han llevado a esta reflexión sobre lo que
Heidegger llamaría, en su obra capital “Ser y tiempo”, temporalidad.
Somos tiempo. Toda
pregunta o indagación sobre el ser, sobre el ‘Dasein’, el ser-ahí, se vuelve un
saber encarnado en el tiempo y en el espacio. Temporalidad que al filósofo de
Friburgo le llevaría a concluir que somos “Sein zum Tode”, seres para la muerte.
Discrepo. Somos, con
nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, seres para la vida.
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