Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En las elecciones, los españoles solemos votar, más que un
programa o a un partido, contra un partido y, muy en especial, contra un
gobernante.
No solo en las elecciones procedemos en contra de alguien o de
algo. En cualquier manifestación en la calle se escuchan más voces en contra,
de alguien o de algo, que a favor de la causa por la que se ha convocado a los
manifestantes. A estos les mueve más centrar sus ataques en un determinado
líder político que dar vivas, pongo por caso, a la unidad de España.
En el mismo Parlamento, donde deberían primar los argumentos en
defensa de una propuesta de ley o de cualquier otra iniciativa, sus señorías se
lanzan a la yugular de su oponente, al que descalifican con los más gruesos
epítetos de su, por lo demás reducido y poco ingenioso, vocabulario.
Reprochaba el presidente Sánchez a la oposición que le hubiera
tomado a él, un gobernante solo preocupado por el bienestar de los españoles –y
españolas–, como blanco de sus invectivas y descalificaciones, sin atender a
los beneficios que sus “presupuestos sociales” iban a traer a los ciudadanos –y
ciudadanas–, en particular a los más desfavorecidos –y desfavorecidas–. Para
tumbar sus presupuestos y obligarle, por tanto, a dar por terminada la
legislatura convocando elecciones generales, no habían tenido reparo el PP y
Ciudadanos en aliarse con los independentistas. Con los mismos, parecía olvidar
Sánchez, que habían apoyado su moción de censura y gracias a los cuales había
él llegado a la Moncloa.
Moción de censura que estuvo viciada de origen, no solo por las
ideologías antiespañolas y antisistema de las fuerzas parlamentarias que la
hicieron prosperar, sino por la falta de una propuesta de programa que
justificara el cambio de gobierno. Lo único que unió a los grupos políticos que
defendieron la moción de censura fue echar a Rajoy. O sea, un “en contra”, no
un “en defensa de”.
No hace falta tener mucha memoria para recordar los insultos
dirigidos a Adolfo Suárez, “tahúr del Mississippi”, por Alfonso Guerra. O el
insistente “Váyase, señor González” con que martilleaba Aznar sus
intervenciones en el Parlamento. O las manifestaciones contra el “asesino”
Aznar a raíz del nunca aclarado atentado de los trenes de Atocha el 11-M.
Un político como Julio Anguita, que hacía de su “Programa,
programa” el lema de sus campañas electorales, ha sido una rara avis en el
escenario de la política española, donde más bien ha prevalecido la cínica
afirmación del profesor Tierno Galván de que las promesas electorales se hacen
para no cumplirlas.
En la campaña de las elecciones del próximo 28 de abril deberían
ponerse sobre la mesa y debatirse cuestiones como la unidad de España y la
presencia en el Parlamento español de partidos políticos que buscan
abiertamente romper esa unidad y que, con sus escaños, sobredimensionados en
relación con el número de votos obtenidos, condicionan en muchos casos
importantes asuntos de interés para la Nación. Pero ha sido una constante de
gobiernos españoles, tanto de izquierdas como de derechas, tratar de ganarse
con favores, inversiones y transferencias el apoyo de los nacionalismos cada
vez más abiertamente antiespañoles e independentistas.
Declaraba en un su cuenta de twitter el presidente de la
Generalidad de Cataluña el día en que se iniciaba el juicio contra los políticos
procesados por su golpe de Estado que un 80% de los catalanes están a favor de
la autodeterminación, una manifiesta falsedad como tantas otras a las que nos
tienen acostumbrados los independentistas.
Pero ¿importa realmente a la mayoría de los españoles un concepto
abstracto como es el de la unidad de España? Supongamos que, en un futuro más o
menos próximo, se hiciera realidad en Cataluña ese 80% de catalanes partidarios
de la secesión. Según la ley democrática de las mayorías habría que aceptar,
previa reforma de la actual Constitución, la independencia de la “nación”
catalana.
Otro tema que debería dilucidarse en los debates de las próximas
elecciones es el del europeísmo o antieuropeísmo de los españoles. Pero para
ello habría que aclarar previamente qué es Europa y que se entiende por Europa.
¿Es Europa la panacea de todos nuestros males? ¿Qué Europa, la representada por
la Unión Europea, de la que España forma parte como país miembro y de la que
quiere salir el Reino Unido? ¿Se remonta la realidad europea a las antiguas
Grecia y Roma, o a los pueblos germánicos que pusieron fin al imperio romano?
¿Son las raíces de Europa cristianas, un cristianismo hoy atacado por muchas
fuerzas de izquierda? ¿Qué Europa defendemos, la de las guerras de religión, la
que en el siglo XX tan cercano desencadenó dos monstruosas guerras mundiales?
Pero es más fácil tildar de antieuropeísta a un partido político
que reflexionar sobre el concepto de Europa. Lo cual, francamente, desborda los
cauces de cualquier debate electoral y supera con mucho los conocimientos del
común de los votantes. Y, posiblemente, también los míos.