Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Acabo de leer un libro de reciente publicación, titulado Fernando
Baró Zorrilla (1877-1959) y la renovación de la Ingeniería de Montes en
España, cuyo autor es el doctor ingeniero de montes Ignacio Pérez-Soba
Díez del Corral.
¿Por qué dedico un artículo a este libro? Pues porque, como se
dice en la contracubierta del mismo, “Este libro analiza la vida y la obra de
uno de los más prestigiosos Ingenieros de Montes españoles del primer tercio
del siglo XX: el granadino Fernando Baró Zorrilla. Titulado en 1900, fue
miembro principal de un grupo de brillantes Ingenieros de Montes que imprimió a
su profesión un fuerte impulso renovador (científico, económico y social)”.
Pero se da la circunstancia de que este “prestigioso ingeniero de
montes” tuvo una estrecha relación con el segoviano pueblo de El Espinar, en el
que veraneó con su familia desde 1930 hasta su muerte, exceptuando el
paréntesis de la Guerra Civil. Como se cuenta en el libro, la elección de El
Espinar como lugar de veraneo tuvo su origen en la amistad de Baró con el
célebre musicólogo y musicógrafo Víctor Espinós Moltó, con el que además le
unía el parentesco de sus mujeres. Los Espinós le hablaron de una casa vecina a
la suya que se alquilaba. Cito del libro que me ocupa: “El Espinar era, y es,
un pueblo con gran tradición forestal: en primer lugar, por la vinculación
secular de su población con los aprovechamientos forestales, en especial de madera
y leñas, lo cual recuerda hoy esta localidad anualmente con su ‘fiesta de los
gabarreros’ (Sáiz Garrido, 1996; García López,
1992); y además, por su estrecha relación con la Ingeniería de Montes, ya que
en 1859 se abrió en esa localidad la primera Escuela de prácticas forestales de
los alumnos de la Escuela de Ingenieros de Montes, de vida efímera (ya que fue
suprimida en 1862), pero intensa y fructífera (García
López, 2009)”. A Fernando Baró se
debe el trazado de la pista forestal que une El Espinar con San Rafael, vía que,
como es bien sabido, atraviesa una zona de excelentes masas de pino silvestre
en la falda del monte Aguas Vertientes, por lo que tiene una evidente utilidad
para dar servicio al aprovechamiento del bosque y contribuir a su disfrute.
En agradecimiento por “el interés que viene demostrando Don
Fernando Baró Zorrilla en la favorable resolución de asuntos de gran
importancia de este Municipio”, el Ayuntamiento de El Espinar le dedicó en 1935
una calle, que aún hoy conserva su nombre.
Por si todo ello no fuera suficiente para mi interés por esta
publicación, Fernando Baró es abuelo materno mío. Y es también bisabuelo del
autor de este libro.
De los veraneos de mis abuelos arranca mi predilección por este
pueblo serrano, sobre el que he escrito varios libros y numerosos artículos.
Por la pista forestal paseé yo siendo niño y adolescente con mi abuelo y creo
que de él he heredado el caminar deprisa, y mi amor al monte y a las plantas. A
través de AbeBooks conseguí hace años un ejemplar en buen estado del catecismo –así
se llamaban estos cuadernos “Catecismos del agricultor y del ganadero"–
obra de mi abuelo que lleva el título de Las plantas aromáticas
forestales y que me llegó... de Argentina.
Leer esta espléndida biografía sobre la vida y la obra de mi
abuelo ha aumentado de modo extraordinario la admiración que siempre he sentido
por FB, como rezaban las iniciales del servilletero que el autor aún manejó. Y
como aparecen en las puertas de cristal de un antiguo armario, que en vida de
FB contenía los tomos de la Enciclopedia Espasa, en la que Papá Fernando –así
le llamábamos según costumbre andaluza– colaboró estrecha y asiduamente. Hoy
ese armario se encuentra en la casa de mi hija Gabriela en San Rafael. También
conserva mi hija unos preciosos abanicos en los que, con letra diminuta, FB
escribió unos versos de amor a su novia y luego esposa Luisa Morón, Mamá Luisa.
Tendría que repetir en estas líneas el magnífico trabajo de
Pérez-Soba para poner de relieve lo que fue la personalidad polifacética de
Baró, como mi sobrino le llama, que no se circunscribió a sus especialidades
como ingeniero de montes. Pero, puesto a destacar algún aspecto de lo que Baró
significó para la profesión que el padre del autor y él mismo también abrazaron,
me quedaría con su larga y fecunda trayectoria como profesor de la Escuela de
Ingenieros de Montes: el trato de FB con sus alumnos, el sentido profundo y
práctico de sus clases y de sus viajes de prácticas.
Trata el libro con tino y tacto los enfrentamientos que tuvo que
sufrir FB por parte de compañeros de profesión, y su postura íntegra frente a
los caciquismos y frente a los desmanes de la República, no obstante lo
cual, por su gran valía, fue nombrado Director General de Montes en 1934 y, a
pesar de los pocos meses que desempeñó el cargo, tuvo tiempo para crear el
Patrimonio Forestal del Estado. También se describen con rigor científico y
amenidad los trabajos interesantísimos de Baró sobre hidrología forestal, así
como sobre innovadoras vías de transporte.
Completa la personalidad poliédrica de Fernando Baró su afición a
la música –tocaba el violín– y a la pintura: un auténtico sabio renacentista
del siglo XX.
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