27 de enero de 2019

La actualidad


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

La actualidad, más que nunca anteriormente, está configurada en los medios de comunicación por una continua difusión de noticias que dificulta de manera muy acusada formarse un juicio certero sobre la realidad que vivimos.
La actividad de los partidos políticos y de sus representantes acapara los espacios que los telediarios, la prensa y la radio dedican al apartado de la política, solo superado por la atención que prestan a los actos de violencia de todo tipo, a los accidentes y a las catástrofes, ya sean naturales o provocadas por la acción u omisión humana. Este capítulo, con sus correspondientes investigaciones policiales y repercusiones judiciales, se nos ofrece con todo lujo de detalles, con las declaraciones de los protagonistas y afectados, de los vecinos y de quienes “pasaban por allí”. Después de ver la televisión, uno saca la conclusión, luego desmentida por las cifras estadísticas y la comparación con lo que ocurre en otros países, que en España reinan la delincuencia, la violación sistemática y extendida de la Ley, y todos aquellos episodios de desastres, provocados por las fuerzas de la naturaleza o por los actos humanos, que llenaban las páginas de un semanario, “El Caso”, que se editó en Madrid entre 1952 y 1987 y gozó de notable popularidad.
Un extraordinario despliegue de periodistas y cámaras, no solo de ámbito nacional, sino también internacional, ha cubierto el trágico accidente de Julen, el niño de dos años atrapado en un pozo de Totalán (Málaga). El comprensible interés general por un feliz desenlace, la liberación con vida del pequeño, y las muestras de solidaridad con los padres y familiares, no impiden que en otros casos exista en los telespectadores, en los oyentes de radio y lectores de periódicos un innegable morbo que dispara la audiencia y el seguimiento.
Al protagonismo informativo de actos violentos, crímenes y sucesos le siguen en atención mediática los hechos protagonizados, como he dicho, por los políticos, que ocupan no solo las noticias, sino también los editoriales y los comentarios de innumerables articulistas y tertulianos. Sin olvidar el papel cada vez más preponderante de las redes sociales, capaces de crear estados de opinión a favor o en contra de las declaraciones o actuaciones de un gobernante o de un representante de un determinado partido.
En esta multiplicidad de datos y opiniones resulta muy difícil trazar un panorama atinado de la situación política actual de nuestra nación. Dificultad que resulta agravada por el acontecer político en las distintas comunidades autónomas, muy en especial en aquellas a las que un infundado e injusto tratamiento calificó de “históricas”. Como si Cataluña y el País Vasco, que nunca fueron reinos, hubieran desempeñado un papel más destacado que Castilla, Aragón o Asturias.
Pasada la natural efervescencia informativa causada por las elecciones andaluzas y el final de 37 años de hegemonía socialista, el problema del independentismo catalán continúa ocupando un exasperante primer plano de la información y su enjuiciamiento. Desde quienes, como el Partido Popular, abogan por la aplicación inmediata del 155 en Cataluña hasta quienes, como Vox, reclaman la suspensión inmediata de la autonomía catalana, pasando por la inútil y contraproducente concesión de favores y más recursos económicos al desleal Gobierno de Cataluña que practica el presidente Sánchez, los pareceres y las posturas sobre el “conflicto” catalán son objeto constante del interés de los medios de comunicación.
La corrupción, que todos los líderes políticos dicen rechazar y condenar, asegurando que los que incurran en ella serán apartados del partido en cuestión, aún colea en casos no resueltos ni juzgados, sin que se libren de ella partidos que, como Podemos, se presentaron para acabar con esta lacra y regenerar la vida política española, con los resultados negativos que afloran un día sí y otro también.
Un hecho incuestionable en este esbozo de panorama de la actualidad y la política española es la desaparición del bipartidismo y de la alternancia en el Gobierno de la Nación de UCD, luego sustituida por el PP, y del PSOE. Junto a estos partidos predominantes han aparecido otras formaciones políticas, tanto en la izquierda como en el centro y la derecha del arco parlamentario. En Andalucía hemos asistido a la coalición, hasta ahora inédita en España, de tres partidos que, sumando sus votos y escaños, han conseguido desbancar de la Junta al PSOE andaluz.
Esta multiplicidad de formaciones políticas, algunas de las cuales deberían estar prohibidas, como lo están en otros países europeos, por situarse al margen o incluso en contra de la Constitución Española, más que garantizar el pluralismo y la libertad de ideas y de expresión, añade confusión y, en muchos casos, sectaria confrontación al devenir de la cosa pública.
La pacífica y fecunda convivencia entre todos los españoles, por la que repetidamente aboga el rey Felipe VI en sus discursos y mensajes, se ve así alterada por viejas y nuevas agrupaciones políticas, cuyos líderes a menudo buscan su propio provecho e interés en vez del bien común, al que todo político debería servir.

20 de enero de 2019

La vista y el oído


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Llevo días dándole vueltas a un dicho latino que me vino a la mente después de asistir la tarde de Reyes, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, a la representación de la obra Todas las noches de un día, sobre un texto de Alberto Conejero, con la dirección de Luis Luque y la interpretación de Carmelo Gómez y Ana Torrent.
El dicho en cuestión reza en latín “Verba volant, scripta manent”, que de una manera literal podría traducirse como “Las palabras vuelan, lo escrito permanece”. Hay quienes atribuyen esta frase a Cayo Tito (siglo I), que la pronunciaría en un discurso ante el senado romano. El aforismo castellano “Las palabras se las lleva el viento”, con el sentido de que fácilmente podemos olvidar lo que en algún momento hemos escuchado, dicho o prometido, tendría su origen en el adagio latino. De esta inconsistencia y volatilidad de las palabras surgiría la necesidad de poner por escrito lo importante, lo que por cualquier motivo queremos recordar y que permanezca.
¿Y se puede saber qué tiene que ver esa frase, bien sea en su versión latina o castellana, con la mencionada obra de teatro?
Pues tiene que ver con la peculiaridad de toda representación escénica, cuyos monólogos y diálogos oímos sin que podamos después recordarlos y reproducirlos con precisión, a no ser que dispongamos del correspondiente texto escrito.
Yo querría haber comentado en un artículo mis impresiones sobre Todas las noches de un día, pero me disuadió de hacerlo mi falta de retentiva –por supuesto también mi creciente falta de oído, a pesar de estar sentados mi mujer y yo en la primera fila del patio de butacas– ante una historia de gran densidad y profundidad, contada con palabras que, ya digo, no era capaz de retener con exactitud.
La ventaja de lo escrito frente a lo que solo oímos reside en que podemos volver a leer palabras anteriores o pasar a otras posteriores. A mí me gusta imprimir en papel textos digitales que me interesa releer o deleitarme con ellos.
Cuando en la década de los noventa del siglo pasado se impuso la informática en la editorial Santillana en la que yo trabajaba, y en otras muchas empresas, se supuso que disminuirían y hasta desaparecerían las copias en papel. No fue así. Incluso puede decirse que aumentaron los documentos en papel.
A mí no me agrada leer en la pantalla del ordenador, de un libro electrónico o del móvil supuestamente inteligente. Y nunca me han atraído los audios, salvo los musicales.
En estas andaba cuando encuentro en Una historia de la lectura, de Alberto Manguel –a quien tuve la satisfacción de escuchar una conferencia precisamente sobre la lectura en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo–, una interpretación muy distinta del “Verba volant”. Lejos de significar que las palabras se las lleva el viento, querría decir que, frente a la rigidez estática de lo escrito, las palabras pronunciadas en voz alta tienen alas, están vivas, sobrevuelan a quienes las escuchan, mientras que las consignadas por escrito están muertas, rígidas e inamovibles.
En Todas las noches de un día desempeñan un papel muy importante las plantas, no en vano toda la acción dramática transcurre en el invernadero de un antiguo jardín rodeado de urbanizaciones. Samuel, el jardinero, a quien da vida en la escena Carmelo Gómez, que se define a sí mismo como un hombre simple, dice a Silvia, la dueña de la casa, interpretada por Ana Torrent, que las plantas para crecer y florecer necesitan el silencio. Están sujetas a la tierra por las raíces pero, como las palabras, también quieren volar y para ello echan flores, que son como las alas de las aves. Al final de la obra se sugiere que las palabras de Silvia igualmente se elevarán de la tierra y seguirán sonando siempre en el invernadero y en los oídos de Samuel.
Nuestros ojos leen las palabras escritas, nuestros oídos oyen las que otros pronuncian. Otro dicho latino, este tomado de la Carta de San Pablo a los Romanos, capítulo 10, versículo 17, reza así: “Fides ex auditu”, o sea, que la fe nace de lo oído, de la palabra anunciada y proclamada, primero por los patriarcas y los profetas de Israel, y en la plenitud de los tiempos por el mismo Jesús, el Verbo encarnado. La fe, sí, se nos transmite de padres a hijos, por la tradición hablada, por lo que hemos escuchado a nuestros antepasados y maestros.
La vista y el oído se complementan, no existe contraposición entre ellos. Hay melómanos que disfrutan más de la música siguiendo sus acordes en la partitura escrita.
Los narradores orales, de los que tanto sabe y por los que tanto hace mi amigo y gran escritor Ignacio Sanz, él también eximio narrador oral, nos encandilan con las palabras voladoras, que no volátiles. Palabras que entran por nuestros oídos y se posan en nuestras mentes, para en cualquier momento salir volando ante nuestros ojos atónitos e invitarnos a seguir su vuelo hacia las más altas esferas de la fantasía y de la belleza.


13 de enero de 2019

Cuando pasen estas fiestas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Esta expresión la utilizaba mi padre, que a su vez la había heredado del suyo, de mi abuelo, y la usamos mis hermanos y yo como una especie de herencia familiar.
¿Y qué querían decir nuestro abuelo y nuestro padre, y qué queremos decir nosotros sus herederos, con la frase “Cuando pasen estas fiestas”? Pues que haremos algo cuando recuperemos la normalidad, la rutina, alteradas por los cambios que suponen los días festivos. Sobre todo si se acumulan como sucede en diciembre, año tras año, desde el Día de la Constitución hasta la festividad de los Reyes Magos, pasando por la Inmaculada, la Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo.
He estado recorriendo en el calendario los meses del año 2019 y no se da en ninguno tal acumulación de fiestas. Hasta la Semana Santa, que este año cae en fechas más avanzadas que el pasado, del 14 al 21 de abril, solo aparecen destacados en rojo los domingos. El 19 de marzo, festividad de San José, se celebra el Día del Padre, pero es jornada laborable, como también lo es el Día de la Mujer, que se conmemora el viernes 8 de marzo, festividad de San Juan de Dios, sin que se me alcance la relación entre este santo y la mujer.
“Cuando pasen estas fiestas” es una manera de aplazar un propósito, el cumplimiento de una promesa, la reunión con un amigo…, para cuando recuperemos el ritmo más sosegado de los días normales.
Porque los días, aunque todos constan de 24 horas, no son iguales. Y no lo son porque les hemos dado un significado. El tiempo como sucesión, como duración, es neutro. Según los meses y la latitud en que nos encontremos, los días tendrán más o menos horas de luz, pero en sí mismos solo significan periodos de 24 horas, o sea el tiempo que emplea la Tierra en dar una vuelta alrededor de su eje. Somos los hombres los que hemos dotado de especial significación a unos determinados días.
En esta significación sigue predominando el contenido religioso: así el llamado Año Litúrgico se estructura en torno a la vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo; en cada día se conmemora a un santo, una advocación de la Virgen María u otras efemérides igualmente vinculadas a la religión.
Las fiestas laicas continúan siendo minoritarias: el 1 de mayo Día del Trabajo y el 6 de diciembre conmemoración de la Constitución Española. A estas dos fiestas señaladas hay que añadir los días dedicados a cada Comunidad o Ciudad Autónoma.
De un tiempo a esta parte se han multiplicado los días en que se dedica una atención singular, por ejemplo, a la madre, al padre, a la mujer, a la infancia, a los maestros y profesores, a los periodistas u otros profesionales, generalmente vinculados a un santo, a la lucha contra el cáncer u otras enfermedades, a los refugiados, a los homosexuales… Al abrir el periódico, apenas aparece un día en el que no se conmemore un acontecimiento o a un colectivo de personas.
En el calendario que manejo para este artículo constan también los equinoccios, que según la definición del Diccionario de la Real Academia Española son la “época en que, por hallarse el Sol sobre el Ecuador, la duración del día y de la noche es la misma en toda la Tierra, lo cual sucede anualmente del 20 al 21 de marzo y del 22 al 23 de septiembre”.
Los trabajadores, empleados, autónomos, las personas sujetas a un horario laboral, los escolares y alumnos, están deseando que lleguen las fiestas, que equivalen a vacaciones. Yo, felizmente jubilado, a menudo estoy deseando que pasen las fiestas. En las reuniones familiares de las Navidades observo con cierta envidia a parientes que conversan con gracia y animación, son ocurrentes. Yo me comparo a mí mismo al abuelo de la película Hechizo de Luna, que en una comida en la que se comentan los líos amorosos de dos hermanos el pobre no se entera de nada.
“Cuando pasen estas fiestas”, en el tranquilo sucederse de los días, espero poder participar más activamente en la cotidiana conversación con las personas que me rodean, intercambio en el que consiste fundamentalmente la armoniosa convivencia.
¿Y cuando pase esta fiesta que es la vida? Mi amigo, el gran escritor, articulista y autor teatral Germán Ubillos, está preparando un ensayo sobre el tiempo. De lo que será un libro nos va ofreciendo en varias publicaciones diarias algunos adelantos. En el último, aparecido en El Imparcial, titulado El tiempo más allá de la muerte: su gestión, escribe: “Más allá de la muerte nuestro cuerpo hecho de materia se descompone y corrompe, aparentemente desaparecemos, pero no es así. En ese instante, el más importante junto con el de nuestro nacimiento, ya no medimos nuestro tiempo, cronológicamente el tiempo comienza a evaluarse ‘fuera de la materia’, es en el seno de la energía (que no el vacío) donde comienza a computar ese nuevo tiempo y es precisamente la energía inefable, inexpresable, incomprensible, innombrable, la que desde ese mismo instante ya está corrigiendo nuestros errores y equivocaciones…”
El tiempo, que en esta vida es principalmente espera –esto lo añado yo–, se convierte así en esperanza después de la muerte.

7 de enero de 2019

De magos a reyes: los Reyes Magos


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

La tradición según la cual unos magos de Oriente, guiados por una estrella, llegaron a Belén para adorar al niño Jesús se basa principalmente en el relato del evangelista San Mateo. Ninguno de los otros tres Evangelios refiere este hecho, aunque sea el de San Lucas el que más noticias recoge sobre la infancia de Jesús. Los evangelios apócrifos, así llamados porque, a diferencia de los cuatro canónicos, no fueron reconocidos por la Iglesia como inspirados por Dios ni incluidos en el Canon, por ejemplo el Seudo Tomás, del siglo II, sí narran otras escenas de la infancia de Jesús.
El Evangelio de San Mateo solo habla de unos magos procedentes de Oriente, no los llama reyes, ni dice que fueran tres, ni consigna sus nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar. Magos, en el ámbito cultural de la Media y Babilonia, eran una clase de sabios o sacerdotes, que se ocupaban fundamentalmente de observar y estudiar las estrellas, una especie de astrónomos o astrólogos –en la antigüedad no se distinguía entre estos dos términos–.
La realeza, el número y los nombres de estos magos son rasgos que se fueron añadiendo tomados de distintas fuentes, como los citados evangelios apócrifos y varios autores cristianos o no.
Así, Tertuliano (180-220), Padre de la Iglesia y fecundo escritor, fue el primero en convertir a los magos en Reyes.
Ya el teólogo Orígenes (185-253) fijó en tres el número de los magos de Oriente, movido seguramente por los tres dones, oro, incienso y mirra que, según el Evangelio de San Mateo, ofrecen a Jesús. Esta cifra de tres fue aceptada y confirmada solemnemente en el siglo XV por el papa León I el Magno.
En cuanto a los nombres de estos magos reyes, aparecen en el documento Excerpta Latina Barbari, traducción latina de una crónica griega escrita en Alejandría en el siglo V, como Melichior, Gathaspa y Bithisarea, y en otro evangelio apócrifo, el Evangelio Armenio de la infancia de Jesús, como Balthazar, Melkon y Gaspard. La denominación con la que hoy se conoce a los Reyes Magos aparece por primera vez en unos frescos de la basílica de San Apolinar el Nuevo, en Rávena (Italia), que datan de mediados del siglo VI. Se representa a tres personajes ataviados a la moda persa, tocados con un gorro frigio y vestidos con pantalones, en actitud de ir a ofrecer lo que llevan en las manos a la Virgen, que está sentada en un trono y sostiene al Niño sobre su rodilla izquierda. Encima de sus cabezas se pueden leer tres nombres, de derecha a izquierda: Gaspar, Melchior, Balthassar. 
Pero las representaciones más antiguas de los Reyes Magos se encuentran en los frescos de la catacumba de Santa Priscila, en Roma, que se remontan de mediados del siglo II a mediados del siglo III. Los Reyes son tres y ofrecen sus dones al Niño sostenido en brazos por su madre María.
A Cesáreo de Arlés (hacia 470-542), arzobispo de esta ciudad francesa y santo cristiano, se debe el cambio de los gorros frigios con que anteriormente se había representado a los Reyes Magos por coronas propias de su realeza.
En España son de gran interés para la iconografía de los Reyes Magos el Códice de Roda, del siglo X, que se conserva en la Real Academia de la Historia de España, en Madrid, y el famoso Mapa de Juan de la Cosa, del siglo XV, que puede verse en el Museo Naval, también en la capital de España. En este mapa, los reyes van montados en caballos, no en camellos, como han divulgado imágenes populares.
Vayamos ahora a la costumbre de hacer regalos en Navidad o en la fiesta de Reyes. Habría que remontarse a las festividades precristianas de las Saturnales o del Sol Invicto para hallar un precedente de la tradición cristiana, que trasladó esa costumbre a la fiesta de la Epifanía. Los protestantes asocian el uso de los regalos a Santa Claus, es decir, a San Nicolás, que vivió en el siglo V y fue obispo de Mira. Se atribuye al reformador protestante Lutero (1483-1546) el nombre de Papá Noel, dado a Santa Claus, por el deseo de que no se perdiera la conexión de regalar con la celebración cristiana de la Navidad (Noel).
Después de mucho navegar por Internet y de consultar numerosas fuentes no he conseguido descubrir ni siquiera una fecha aproximada en que surgió la actual forma en que los Reyes Magos traen regalos a los niños. Parece ser que datan del siglo XIX, en pleno Romanticismo, las cabalgatas de Reyes: una de las primeras documentadas se celebró en Alcoy en 1866.
Hoy la institución monárquica es contestada en España por diferentes fuerzas políticas, que reprochan a los reyes no haber sido elegidos democráticamente, olvidando el importante papel desempeñado por el rey Juan Carlos en la implantación de la democracia en España gracias a la Constitución de 1987. La solidez de las tradiciones religiosas en España, como todo lo relacionado con la Navidad y la Epifanía, permite confiar en que los niños seguirán recibiendo regalos de los Reyes Magos, a pesar de que el rey español sea reprobado por ciertos independentismos.